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ESCALERA INTERIOR
Columna
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El cigarrillo de Elenita

Almudena Grandes

Esta tarde, Elenita preferiría llamarse Elena. Está acostumbrada al diminutivo porque no recuerda que en casa la hayan llamado nunca de otra manera, pero su nombre auténtico, severo y legendario, griego, se ajusta mejor a la melancolía. Esta tarde, Elenita se ha sumergido en esa bañera templada y desabrida donde los recuerdos que molestan, y hasta los que duelen, se alían con las insatisfacciones grandes o pequeñas de cualquier especie para generar un estado de ánimo convaleciente, lluvioso, blando y sucio como la superficie de un estanque antiguo donde ya han empezado a pudrirse los nenúfares.

Esta tarde, al llegar a casa, Elenita se ha descalzado, se ha desnudado, se ha sentado en un sillón y ha encendido un cigarrillo. Hace sólo unos días, el simple hecho de fumar le inspiraba una pequeña variedad de la tristeza, porque le devolvía la imagen de su padre encendiendo un puro en todas las ocasiones, para celebrar o para consolarse, como una contraseña de su propia infancia, su juventud, en un mundo que se acaba. Elenita no fuma demasiado y espera no resentirse en exceso de la entrada en vigor de la ley antitabaco, pero hasta hace poco le daba mucha pena esa liquidación brusca, terminante, de una realidad a la que pertenecen muchas más cosas que el cáncer de pulmón. Su memoria, sus viejos entusiasmos, la radical experiencia de libertad que marcó su adolescencia, la consciencia de vivir en un país distinto de los demás. No es sólo una cuestión sanitaria, es también sentimental. Y en los últimos tiempos, Elenita, que tiene un novio marroquí dieciocho años más joven que ella, se siente particularmente sensible a esas cuestiones.

"Hasta hace poco le daba mucha pena esa liquidación brusca de una realidad"

Esta tarde se siente más vulnerable, más melancólica, más triste que nunca, pero el tabaco no tiene nada que ver con el barro que le llueve por dentro. Lo que le pasa es quizá parecido, pero no es lo mismo. Esta tarde, Elenita preferiría llamarse Elena, como la llamaban en la facultad, como la conocía Isabel, aquella chica morena y menuda que había nacido en una provincia española, y hablaba español, y había venido a Madrid a estudiar desde una ciudad extraña y remota que se llamaba El Aaiún. Isabel y ella se habían conocido en primero y habían seguido siendo amigas hasta el final, un final que para Elenita significó un título académico, y para Isabel, una experiencia insólita de viaje a la nada, un concepto nacido de la pérdida absoluta de todo lo que hasta entonces había sido la realidad para ella, su ciudad, su casa, su identidad, su paisaje, su futuro.

En aquella época, Elenita participó de la desesperación de Isabel, fue a dos o tres manifestaciones, la abrazó fuerte, la echó de menos, pero estaba demasiado absorta en su propio entusiasmo, esa epidemia de fervor universal que brotaba en cada esquina, como las flores en primavera. La tragedia de Isabel, ahora se da cuenta, casi molestaba en aquella fiesta perpetua de la segunda mitad de los setenta. Luego la olvidó. Es fácil olvidar lo que cuesta mucho trabajo recordar porque no quiere recordarlo nadie. Y sin embargo, esta tarde, Elena recuerda a Isabel, digna y entera en la última despedida como los que aún tienen esperanzas, y su imagen se funde con las lágrimas de un desconocido que llora sólo por el ojo izquierdo mientras levanta su mano esposada para que se vea por la ventanilla de un autobús. Esa imagen, muy reciente, converge en los mapas con la última mirada de su amiga saharaui en la frontera de Argelia. Esa imagen, la de un hombre subsahariano deportado hacia la muerte por lo que los medios de comunicación definen como brillante colaboración del Gobierno marroquí, es también una cuestión sentimental que tiene que ver con la memoria, con los viejos entusiasmos, aquella experiencia radical de la libertad, y el egoísmo cruel, intolerable, de un país que ya había elegido ser como unos pocos entre los demás, aunque sus habitantes estuvieran tan satisfechos de sí mismos que ni siquiera se dieron cuenta.

Esta tarde, Elenita fuma, y recuerda a Isabel, y la ve llorar sólo por el ojo izquierdo, mirar a la cámara de frente, levantar una mano esposada. Y eso no es lo que más le ha dolido. Bueno, pero habrá que hacer algo, ¿no?, le ha dicho esta mañana Ahmed, que es de Tetuán y vive en Lavapiés, con papeles, no podemos dejar que entren todos… Elenita apaga el cigarrillo, se abandona a una tristeza que la impregna por completo, dentro y fuera de su cuerpo, y se alegra de que el año que viene ya no se pueda fumar en las bodas. Al fin y al cabo, tenemos lo que nos merecemos, piensa.

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Sobre la firma

Almudena Grandes
Madrid 1960-2021. Escritora y columnista, publicó su primera novela en 1989. Desde entonces, mantuvo el contacto con los lectores a través de los libros y sus columnas de opinión. En 2018 recibió el Premio Nacional de Narrativa.

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