Los monstruos del sueño troyano
'Troya', la novela de Gisbert Haefs sobre el mundo homérico, se ofrece con El PAÍS el miércoles por 2,50 euros
La historia bien pudo comenzar así: en torno al año 1.200 antes de Cristo el rey asirio Tikulti Ninurta I conquistó a los hititas las minas de cobre de Erghani-Maden en el este de la península de Anatolia; el rey hitita Thudaliya IV respondió a la agresión ocupando Chipre e imponiendo un durísimo bloqueo comercial a las mercancías asirias que cerró el paso a casi todas las transacciones en el mediterráneo oriental; las ciudades micénicas, entre las que se encontraba Argos, sufrieron en primer lugar un rápido e intenso empobrecimiento que provocó desórdenes internos en la sociedad palacial micénica e incitó a los argivos o aqueos (los dánaos de Homero) a organizar violentas incursiones en la península de Anatolia para abrir las rutas comerciales; en el transcurso de una de ellas la ciudad de Troya, deudora o asociada del reino hitita, fue destruida por los atacantes aqueos (ahhiyawa en los textos hititas). Pero la épica griega lo contó así: Paris, hijo del rey troyano Príamo, huyó a Troya con Helena, la esposa de Menelao, rey de Esparta; el marido ofendido y su hermano, el poderoso Agamenon, rey de Argos, organizaron una expedición plagada de héroes -Aquiles, Ulises, Ayax, Diomedes, Idomeneo- para destruir la ciudad; en esa tarea ocuparon 10 años. Homero compuso el poema la Ilíada sobre este espinoso asunto, quizá el más poderoso y brillante de la literatura europea.
Troya inspiró e inspira los sueños de literatos, arqueólogos, historiadores y poetas gracias a Homero, todos ellos muchos estadios por debajo del aedo ciego de Quíos. Nada se puede hacer por igualar la Ilíada; pero se puede reconstruir su mundo, el de la edad del bronce en el mediterráneo oriental, a través de una trama solvente. Gisbert Haefs, filólogo, traductor y literato, especialista en novelas históricas que merodean la tipología del best seller (Aníbal es quizá la más conocida) elabora Troya a partir de los conocimientos que se tienen de la época micénica. Proceden tanto de la información arqueológica como de la abundante especulación de los historiadores y expertos, pero cubren razonablemente las grandes lagunas que existen sobre la Troya histórica.
Troya gana el desafío de la verosimilitud y de la probabilidad de que el mundo que narra fuera aproximadamente así.Con no poca exageración e interpolaciones, por supuesto. Desde la rememoración de la ciudad, quizá el aspecto sobre el que se dispone de una información más detallada, hasta las capas de pintura del mundo comercial, naval o social, la miniatura de fondo parece todo lo impecable que puede resultar para un lector avisado o deseoso de entretenerse. Descubrirá que las amazonas proceden de la región de Azzi, en el noreste de Anatolia; conocerá a otros personajes históricos, pero desconocidos y lejanos, como el príncipe Madduwatta, de la región anatolia de Arzawa, aquí convertido en un caníbal... Con mención especial a la verosimilitud para el detalle del sello-salvoconducto que usa el protagonista y conductor del relato, el asirio Awil-Ninurta, referencia evidente al famoso -entre los arqueólogos- sello luvio que fundamentó la proximidad de Troya con la cultura hitita.
No era fácil dotar de imagen -en presente histórico- a los héroes troquelados en la Ilíada. Haefs pone toda la carne en el asador a favor del naturalismo cínico que puede atribuirse con cierta verdad a una sociedad guerrera primitiva. Se apaña para que resulte congruente con las presumibles motivaciones de la época que un rey tosco y taimado (Agamenón) y su hermano de escasas luces (Menelao) guíen una chapucera expedición de guerreros sedientos de sangre y sobrados de brutalidad con el cebo evidente del botín, de aumentar el patrimonio personal de esclavos y consumar las tropelías de rigor en cualquier incursión de castigo. Ésa es la idea de Haefs y la ejecuta con precisión y trazo uniforme.
Aquiles, el ogro
Tiene gracia la descripción de Aquiles como un ogro despiadado, condicionado sólo para matar y en no pocas ocasiones para torturar. Aquiles tiene un carácter supuestamente histórico, casi desde que Alejandro Magno se convenció de que el héroe aqueo estaba enterrado en las proximidades de Troya, allí donde la tradición asegura que murió por la flecha de Paris. Lo que se sabe más lo que se adivina de Aquiles indica su origen tesalio, de la asilvestrada región de la Ptiótida, muy lejana de los más civilizados -aunque no menos brutales- ciudadanos micénicos. Así que la crueldad arrolladora y el encanto primitivo que le atribuye Haefs no están fuera de lugar.
Con todo, la diversión de mejor calidad del libro pulula por las atrabiliarias reflexiones de Ulises en ocho capítulos. El Ulises de Haefs es cínico, doble y letal, como cumple, pero gasta su astucia legendaria en despotricar contra la guerra de Troya en plan ¡Vaya ruina de campaña! o en descubrir las debilidades del poder y sus apoyos militares. El personaje lleva el peso de lo que podría entender como racionalidad política maquiavélica frente a las zafias imprevisiones de Agamenon o al idealismo platónico de Palamedes, productor de grandes ideas en generosidad y gloria que tan mal se gestionan y tanto sufrimiento causan.
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