Advertencia
Como no se habrán enterado ustedes, dado que tanto los partidos políticos como los medios de comunicación han mantenido desde entonces un silencio cerrado al respecto, hace tres semanas el Parlamento catalán aprobó un nuevo Estatuto. Todo parece indicar que fue un momento histórico. Al día siguiente del intento de golpe de Estado del 23-F, El Perich escribió: "Los españoles están divididos: unos están por el apaga; los otros, por el vámonos". Al día siguiente de la aprobación del nuevo Estatut, los catalanes, en cambio, estábamos más unidos que nunca: todos compartíamos el alivio y la curiosidad. Alivio porque si después de dos años de interminables trabajos los partidos no se hubieran puesto de acuerdo y no hubiera habido nuevo Estatut -como parecían presagiar las últimas e histéricas horas de la negociación-, los ciudadanos habríamos sentido que nuestros representantes nos ponían una vez más en ridículo, en cuyo caso habría sido imprescindible mandar a toda la clase política catalana al paro, con el problema morrocotudo que eso nos acarrearía. Curiosidad porque, dado que no nos da la gana de perder del todo la confianza en la clase política, estamos deseosos de que nos expliquen, de una vez por todas y con ejemplos para que lo entendamos, por qué era imprescindible invertir tantas energías durante dos años en la redacción de un nuevo Estatut y qué ventajas prácticas va a tener para la ciudadanía. Deseosos estamos. Porque hay síntomas preocupantes de delirio. Dos días después de la aprobación del Estatut, Carod-Rovira declaró: "Lo que más ha hecho vibrar al pueblo catalán en estos últimos días, y lo que más le ha devuelto la confianza en sus partidos, es que cuando veía a los líderes políticos no veía a los líderes de unos partidos, sino a los de un país". ¿Vibrar? Dios mío, ¿quién? ¿Cuándo? ¿Dónde? Si algo diferencia la redacción de este Estatut de la del anterior es que en éste la clase política ha ido por delante de la ciudadanía, que en modo alguno lo reclamaba por las calles, como ocurrió con el anterior. Y en cuanto a que los líderes políticos no actuaron pensando en sus intereses personales o partidistas, por favor, no nos tomen el pelo: aquello fue hasta el último momento una partida de póquer en la que nadie pensaba en otra cosa que no fuera metérsela doblada al adversario. Pero, en fin, en el fondo todo esto no son más que naderías; lo realmente preocupante (o al menos lo que me preocupa a mí) es que, por mucho que me fijé en las fotos que solemnizaron el hecho, por ninguna parte vi al Intruso.
¿Quién es el Intruso? Se trata de un individuo que aparece sin falta en los grandes momentos históricos. No pinta nada allí, no tiene ninguna relación con el acontecimiento ni con sus protagonistas, pero, no se sabe cómo, se las arregla siempre para aparecer en primera fila, dotando al hecho de toda su legitimidad: si no hay Intruso, no hay acontecimiento histórico. La historia del arte y la literatura no ignoran este hecho decisivo (no lo ignoraban, digamos, Velázquez, Stendhal o Tolstói: ahí tienen al soldado que nos mira desde la izquierda de La rendición de Breda; ahí tienen a Fabrizio del Dongo, perdido en Waterloo; o a Pierre Bezujov, perdido en Borodino); siempre tan austera (o tan roma), la historia a secas tiende a olvidarlo, o quizá es que no es tan fácil detectar al Intruso. Pero el hecho es, insisto, que sin el Intruso no hay acontecimiento histórico que valga. ¿Cuál es el último gran acontecimiento histórico del siglo XX? Obviamente, el desmoronamiento de la Unión Soviética. Como recordarán, la imagen que simbolizó ese momento fue tomada a las 12.30 del 22 de agosto de 1991, cuando Borís Yeltsin proclamaba desde el balcón del Parlamento ruso que el golpe de Estado de los nostálgicos del comunismo había fracasado y que aquello era el fin de lo que quedaba de la URSS. Pues bien, como no podía ser menos en aquel balcón, y en la fotografía que dio la vuelta al mundo, rodeado de políticos, estaba el Intruso: en este caso -lo sabemos gracias a Daniel Utrilla, corresponsal de El Mundo en Moscú e infalible cazador de chiflados- se llamaba Ramón Jimeno y era, obviamente, de Zaragoza. La historia de cómo ese chaval de 21 años, que se hallaba en Moscú con una beca, se coló en la foto es rigurosamente inverosímil -incluye un peluquero, tanques T-72, barricadas, miedo y oraciones a mansalva, un carné de la Cruz Roja usado como salvoconducto de entrada al Parlamento-, pero también rigurosamente cierta. Otro día la contaré. Lo que ahora cuenta -lo que quería contar- es que he mirado muchas fotos que celebraban la aprobación del Estatut, pero por ninguna parte he visto al Intruso. He visto a Maragall, a Carod, a Manuela de Madre, a Mas, a Saura, a Piqué, a Benach, a algún otro diputado, pero ni rastro del Intruso, del chiflado sonriente o despistado que debería estar y no está. Lo confieso: estoy preocupado. No quisiera ser cenizo, pero repito que está demostrado que si no hay Intruso no hay acontecimiento histórico, lo que significaría que el Estatut se quedaría en nada y que haríamos otra vez el ridículo y que todos ustedes, señores políticos, tendrían que irse al paro. Así que asegúrense de que el Intruso estaba allí o aténganse a las consecuencias. Luego no me digan que no se lo advertí.
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