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LA REFORMA DEL ESTATUTO CATALÁN
Columna
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Intereses y pasiones

Una vez superado el examen por la Mesa del Congreso, la Propuesta de Reforma del Estatuto de Autonomía de Cataluña de 1979 (en realidad un texto de nuevo cuño) será sometida el 2 de noviembre a la toma en consideración del Pleno de la Cámara. La disuasoria jurisprudencia del Tribunal Constitucional sobre los requisitos procesales exigibles a ese tipo de iniciativas hizo ya inexcusable hace ocho meses que el Congreso debatiera la aceptación a trámite -finalmente denegada- del nuevo Estatuto vasco, que había sido votado por la mayoría absoluta del Parlamento de Vitoria a finales de 2003 con un estrecho margen. Esta vez, la abultada mayoría conseguida por la propuesta en la Asamblea catalana (el 89% de los escaños, que representan al 87% de los votantes) y la favorable aritmética de los escaños en el Congreso de los Diputados (sólo el Grupo Popular se opone a la admisión) garantizan además que este proyecto -a diferencia del vasco- pasará la aduana y seguirá su camino hasta la Comisión Constitucional.

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La aprobación por los ciudadanos de una comunidad territorial a través de casi el 90% de sus representantes -libre, pacífica y legítimamente elegidos en las urnas- de una propuesta de modificación de su régimen de autonomía no implica su obligada conversión en norma: tanto la Constitución de 1978 como el Estatuto catalán de 1979, objeto de la reforma, condicionan su entrada en vigor a la validación por las Cortes Generales, primero, y a un referéndum en la comunidad autónoma, después. Los obstáculos para que ese proceso llegue a buen puerto no deben ser infravalorados: si el curso de las negociaciones en el Parlamento catalán sobre la propuesta de nuevo Estatuto ya fue confuso, agitado e incierto (CiU, PSC, ERC e ICV sólo llegaron a un acuerdo la víspera de la votación), la navegación en las Cortes Generales deberá sortear escollos todavía más peligrosos.

La democracia deliberativa -defendida como meta programática por el actual presidente del Gobierno- no constituye la descripción empírica del funcionamiento de sistemas políticos realmente existentes, sino un modelo normativo para encaminar las prácticas de los actores por los cauces de la imparcialidad, la razonabilidad, el altruismo y la empatía con el adversario. Pero la excesiva confianza de Zapatero en la capacidad del diálogo para alcanzar acuerdos satisfactorios a través de la argumentación sosegada podría conducir a despertares amargos. La propuesta de un nuevo Estatuto ha destapado en el resto de España el ánfora de Pandora que encierra los conflictos sobre la distribución territorial de competencias, financiación y reconocimiento simbólico entre las 17 comunidades autónomas. Las emociones patrióticas y las exaltaciones ideológicas liberadas por los dioses de la discordia terminarán ensordeciendo los oídos de actores y espectadores.

La inconstitucionalidad de algunas partes del articulado del nuevo Estatuto y las disfuncionalidades creadas en el Estado de las Autonomías por las modificaciones dictadas unilateralmente desde el Parlamento catalán serán los principales escenarios de un debate que no se desarrollará bajo los serenos cielos de la democracia deliberativa, sino sobre un volcán en erupción de intereses y pasiones. A menos que el Gobierno consiguiera que los socialistas catalanes rectificasen sustancialmente sus posiciones sobre la propuesta estatutaria y convencieran además a las otras tres formaciones impulsoras de la reforma sobre la necesidad de alcanzar un consenso en las Cortes, la única alternativa del Gobierno sería un acuerdo bilateral y excluyente con el PP, que provocaría inevitablemente la retirada de la proposición estatutaria (bastaría con los votos de CiU y ERC) y precipitaría unas elecciones anticipadas o la formación de una mayoría nacionalista en la Asamblea autonómica. Hoy por hoy, sin embargo, tampoco cabe imaginar que Rajoy -controlado en última instancia por el apocalíptico Aznar- estuviese dispuesto a ese tipo de pacto con Zapatero: su desestabilizadora estrategia de oposición, que registró el máximo nivel de obscenidad ético-política en la comisión parlamentaria del 11-M, sólo busca reconquistar a cualquier precio el poder perdido por las mentiras sobre la guerra de Irak y el atentado de los trenes de la muerte.

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