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PERDONEN QUE NO ME LEVANTE | COLUMNISTAS
Columna
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Una cuestión vaticana

Todavía no sé cuál es mi postura respecto a la decisión del Vaticano de impedir que los homosexuales se hagan sacerdotes. Esta vez, Benedicto me pilló desprevenida, porque ni a mí se me habría ocurrido semejante invento mortadélico-filemónico. En realidad, mi convicción es que son los heterosexuales que van quedando quienes no deberían abrazar los hábitos y tendrían que dedicarse, en su lugar, a abrazar a las mujeres antes de que tengamos que volver a la poligamia. Sin embargo, hay varias cosas que me perturban en la decisión de las altas esferas sacras. Más concretamente, dos.

Una, ¿por qué no han dicho ni Pío Nono acerca de lo que piensan hacer con las monjas lesbianas? A no ser que se hayan extinguido y constituyan un fenómeno circunscrito al franquismo y los años cincuenta (me vas a contar a mí, los pellizquitos), cosa que dudo, porque Débil es la Carne y que el cielo las juzgue. Pero veo una forma más de discriminación sexual en este asunto, un ninguneo que, pretendiendo aparecer como positivo, no es más que la negativa y permanente predisposición de la Iglesia a despreciar a las mujeres y someterlas a un lugar secundario, en el que ni siquiera pueden ser pecadoras contra natura, o contra la natura vaticana, para puntualizar.

Segunda y más espinosa cuestión. ¿Cómo se las van a arreglar para detectarlos, máxime teniendo en cuanta que ya estarán sobre aviso? Aparte de que el sacerdocio predispone mucho, no sólo porque mientras estudias en el seminario te rozas a todas horas con mero varón, sino también por ese tenderse boca abajo en el duro suelo que los novicios adoptan el día en que contraen votos. Veinte mancebos recogidos en decúbito prono, mientras suenan latines, no constituyen, francamente, un espectáculo que predisponga a la virilidad peluda. Y más teniendo que reprimirla después.

En el mejor de los casos, nos encontramos ante una auténtica movilización de fieles a prueba de tentaciones, inspectores que aúnen la capacidad deductiva de Sherlock Holmes (pero no su ambigüedad sexual ni su inclinación a los opiáceos, que tanto relajan las costumbres) con la resistencia a las tentaciones de Juan el Bautista cuando la danza de los siete velos. Imaginen el cuadro. Llega el inspector, toc-toc, a la puerta del seminario:

-Ave María Purísima. ¿Hay gays en la costa?

-¡Eh, Barbra, escóndete, que vienen a por ti! -avisaría el hermano portero.

Y quien dice Barbra dice Liza, Sarita, etcétera, según el lugar y circunstancias.

O bien, toc-toc:

-Ave María Purísima. ¿Cómo vamos de gays?

-Jo, qué plasta. Vamos a tener que instalar el gimnasio en las catacumbas.

También puede ocurrir que si falla el distanciamiento entre interrogador e interrogado, éste no sea sino el comienzo de una gran amistad. Como dijo la mujer de Lot, una no era de piedra antes de esto.

La verdad es que ardo en deseos de ver cómo se las apañan. Espero que, en este apartado, no se anden con el secretismo de costumbre, a lo tercer secreto de Fátima, que a mí me indujo al vicio de comerme las uñas, de pura impaciencia, hasta la conversión de Rusia, que entonces me comí los codos.

¿Qué harán? ¿Introducirán espías hábilmente camuflados, cantando coplas de la Piquer y agitando un plumero? ¿Les bastará con el espionaje y los controles masivos que ejecutan desde la oscuridad de los confesonarios? ¿O tendrán que crear una nueva y noble profesión, la de Catagays, que tal como está el mercado de trabajo será muy bienvenida, sobre todo si tiene indulgencia plenaria y alojamiento a pensión completa? Ya veo el panorama, con perspectiva aérea: ejércitos de santos catadores bajando de los autocares que les trasladan de seminario en seminario para ejercer su necesaria y abnegada labor de rastreo on the field, armados con casetes como la de In & Out y decididos a sacrificarse en lo que sea menester antes que perder el empleo.

Mientras, ellas, las monjitas gays, secundarias a la par que relegadas, pero animosas, se dedicarán a lo suyo.

Tanta diferenciación me consume, sobre todo porque Ana Botella sigue sin pronunciarse.

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