Sexo en América
Stephen Dorff, gánster despiadado, está sodomizando a una mujer cuando un ruido lo sobresalta. Gira su cadera y la cámara encuadra sin arrobo su cuerpo desnudo, su pene enhiesto y cubierto con un preservativo. Otro momento del mismo filme, por cierto, Shadowboxer, ópera prima del americano Lee Daniels: Cuba Goodin Jr., tal como Dios lo trajo al mundo, pero varios años después, besa embelesado a alguien que puede ser su madre, o incluso su abuela, Helen Mirren, y se pone a hacer el amor de manera tan explícita como para no dejar indiferente a nadie. Y otra más: Willem Dafoe, cuidador de una mansión en un pueblo perdido de ninguna parte, se inclina sobre el cuerpo desnudo de Giada Colagrande, actriz pero también directora de Before it had a name, y de entre sus piernas saca... un tampax, perfectamente visible, para a continuación practicarle a la bella un cunnilingus, tras confesar que no le importa en lo más mínimo que su amante tenga la regla: ahorremos al lector otros números similares que siguen a continuación.
A la luz de estos ejemplos -hay más- contemplados dentro de la competición de Zabaltegi / Zona Abierta, se puede colegir que el cine americano, aunque sea el independiente, ha descubierto por fin el sexo explícito, y que está dispuesto a explotar ese descubrimiento hasta más allá de lo razonable. Lástima que ese nuevo horizonte de permisividad no se alíe con algún rasgo, por mínimo que sea, de talento, de buen oficio: ni Shadowboxer, anodina peripecia de asesino a sueldo convertido en tierno padre de familia, ni el filme de Colagrande, ejemplo de lo que conviene evitar siempre en una pantalla, y que está aquí sólo por la excusa del homenaje que se le ofreció a Dafoe, pasarán a los anales por otra cosa que por la mencionada explicitud sexual.
El buen cine
De manera que el buen cine hubo que buscarlo hasta ayer en otras propuestas. Y al menos este cronista lo encontró en dos humildes, muy baratos y decididamente inspirados títulos rodados muy lejos uno de otro, L'iceberg, ópera prima de los belgas Dominique Abel, Fiona Gordon y Bruno Romy, una bella historia cargada de humor surreal por la que campa la sombra del gran Tati y que muestra el tesón con que una mujer emprende el absurdo viaje que la llevará a conocer lo que más ansía en el mundo: el iceberg del título.
La otra viene firmada por la mongola Byambasuren Davaa, directora de La historia del camello que llora. En La cueva del perro amarillo, Davaa vuelve a parecidos escenarios de su conmovedora ópera prima para contar otra vez una historia de pastores nómadas, niños que crecen en medio de la naturaleza agreste y los ecos lejanos que llegan de la ciudad. Es una película medida, intensamente hermosa: una firme candidata al palmarés final.
Babelia
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