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Reportaje:[25] MALOS DE LA HISTORIA

El rostro de la guerra

Tamerlán fue el último de los grandes conquistadores nómadas de Asia central en el siglo XIV. Borracho de poder y sangre, el héroe turco-mongol se transformó en un déspota cruel. Saqueó Bagdad y Damasco; en Isfahán no respetó a la población rendida y ordenó matar a sus 70.000 habitantes; en Delhi fue tal el horror, que exclamó: "Yo no quería eso".

Tamerlán entró lentamente en la historia y dejó atrás un halo de heroísmo y crueldad difícil de entender hoy día. Después de todo, la única razón por la que Christopher Marlowe le dedicó una extensa epopeya heroica a finales del siglo XVI fue para comprender las masacres perpetradas en Ispahán, Bagdad, Astracán, Damasco o Delhi, donde se produjeron centenares de miles de muertos, hay quien habla incluso de millones. El europeo sedentario, culto y escritor se siente culpable a la hora de relatar los aspectos sombríos de la conducta humana sin que eso le lleve a olvidarlos por completo. Voltaire, por ejemplo, mientras ordenaba sus ideas sobre la civilización, dedicó unos atinados comentarios sobre este personaje en los Ensayos sobre la historia, convencido de que todo tiene explicación, incluso el terror. Aunque Goethe no participaba de esas ideas, y menos cuando se hicieron realidad en la plaza de la Concordia con el inmoderado uso de la guillotina, situó a Tamerlán en la galería de personajes dignos de su Diván. El motivo se encuentra tal vez en la ópera que le dedicó Händel y que formaba parte obligada de la cultura de un ilustrado sensible a Oriente, o más probablemente porque de ese modo podía adentrarse en el territorio de un mito imborrable en los pueblos de las estepas, que, al cabo, aún utilizan la figura de Tamerlán como el espejo donde reflejar la identidad nacional.

Tamerlán supo mantener el equilibrio en los conflictivos caminos por donde transitaban las caravanas que llevaban la seda, las especias y otras materias estratégicas de China a Europa. Se aprovechó de esa excepcional interconexión de rutas mercantiles y de redes comerciales para cimentar un imperio de cultura turca, educación mongola y religión islámica, un imperio desde el Hindu Kush hasta el Mediterráneo, análogo, si no superior, al creado por Alejandro Magno siglos antes. Estaba convencido desde el primer momento de que ocuparía un lugar principal en la historia, y se sentía a gusto cada vez que un hecho confirmaba esa decisión. Prefería enfrentarse al mundo antes que reconocer un fracaso. Siempre fue a más, hasta el final de sus días. A esa actitud algunos le llaman ambición política; otros, orgullo desmedido, desenterrando el viejo calificativo de la hybris que los filósofos griegos daban a los hombres que no ponen límites a sus actos.

Tamerlán sabía lo que era tragar polvo, pero en el momento que avanzó sus tropas en todas direcciones la experiencia resultó indescriptible. Fijó la vista en el país que los musulmanes llaman "Mawara al-Nahir", la llanura entre el Amu Daria y el Sir Daria, con ciudades erosionadas por el viento y excelentes tierras de pasto. Pensó en las posibilidades de los pueblos nómadas y entonces llegó a la conclusión de que podía dominar el mundo. Atacó a sus vecinos, pactó con sus enemigos, atisbó la riqueza de los reinos sedentarios de su entorno, lanzó a sus jinetes en todas direcciones, sin pararse a considerar la mirada aterrorizada de los pueblos a los que sometía. La mirada de las víctimas.

El nombre de Tamerlán es una contracción de Timur-Lang o incluso, en persa, de Timur-i Lang, lo que significa Timur el Cojo, apelativo que recibió por una malformación física que le hacía ladearse ostensiblemente, aunque ese defecto nunca le impidió ejercer la virtud de la generosidad para sus hombres: virtud que en realidad es el imperativo moral por excelencia para un jefe nómada, pero que en él brillaba de forma especial debido a su sensibilidad por el arte, la música (tocaba la cítara) y la astronomía. Tras unos quince años de duras pruebas en el seno familiar de los Barlas (nació en la ciudad de Tech, cerca de Samarcanda, el 8 de abril de 1336), Tamerlán intervino en la vida política a la sombra del abuelo de su mujer Aldjäi, el emir Kazghan, pero para entonces, tras décadas de prosperidad debido a la paz mongólica, la violencia había hecho su aparición en el territorio. Los ataques más serios procedían de Kandahar, donde unos príncipes inflamados de fe islámica cuestionaban el poder del kan. En una carta que emitía una frustración raras veces manifestada en público, el mercader genovés Andalò de Savignone afirmaba que la peste asolaba las tierras de Asia central y los conflictos entre familias estaban a punto de arruinar la ruta de la seda. Poco después, esa última advertencia se hizo realidad, pues unos integristas islámicos asesinaron al último obispo de Zaiton, Jacobo de Florencia, que había sido nombrado por el fallecido papa Benedicto XII, y los mercaderes italianos comenzaron a evitar aquellos parajes. A medida que se degradaba la situación, aumentaban las posibilidades de un líder carismático. Pero aún era prematuro. La historia debía dar un giro más para convertir a Tamerlán en el héroe de su país.

Cuesta creer que la estabilidad de Asia central se rompie- ra por un exceso de celo por parte del kan Trughluk Temür, que reclamó el control de la ruta de la seda como en los tiempos de su célebre antepasado Gengis Kan. La gente echó a correr nada más conocer la noticia de que nuevamente iban a probar en sus carnes el filo del sable mongol. Los días del dominio musulmán parecían contados. Pocos pensaron en quedarse; la mayoría huyeron en dirección al Amu Daria con el objeto de atravesar el gran río y dirigirse hacia el Jorasán iraní, y una vez allí pedir protección a los sultanes turcos. Tamerlán se distanció de ellos, incluidos los miembros más relevantes de la familia Barlas, que optaron por la huida y el exilio. Echó sobre sus hombres toda la responsabilidad de los clanes turco-mongoles que decidieron permanecer en la región. El kan se quedó pasmado ante tanto valor. Hacía mucho tiempo que no se veía nada igual. Quizá pensó en las viejas leyendas nestorianas que ahora parecían hacerse realidad en la vida de un hombre pobre, privado de todo apoyo, incluso del familiar, pero valeroso y osado, que por su capacidad y talento personal se había convertido en el caudillo de un poderoso ejército. Como decía el viajero franciscano Guillermo de Rubruck, éste es precisamente el modo como actuaban los nestorianos de Asia central: de la nada hacían correr los rumores más grandes. La pregunta está desde entonces en el aire reclamando una respuesta: ¿Tamerlán es un hombre de la estirpe de los grandes conquistadores como Alejandro, César, Atila, Ye Liu Dashi, Gengis Kan o Kublai?

El gran kan tuvo poco tiempo para articular una respuesta adecuada. La historia se le echó encima, como les ocurre a menudo a los seres timoratos, indecisos y engreídos. Tamerlán emprendió la marcha hacia el campamento mongol a un trote agotador. Necesitaba un gesto brillante ante los jóvenes nómadas (oboghs) que habían comenzado a verle como el único líder capaz de mantener la independencia nacional frente al invasor. Contó para ello con un apoyo tan firme como inesperado. Los jefes de las sarbadars, unas organizaciones urbanas de corte mafioso que controlaban el comercio de la región, le ofrecieron el dinero suficiente para las levas, un dinero que él amablemente aceptó. Los éxitos militares fomentaron la fama de guerrero invencible, pero entonces comenzaron las visiones. Ese carácter sagrado, propio de los santones y los chamanes de las estepas, se convirtió en un signo de distinción. Era un gesto que parecía regresar unos buenos cien años atrás: a la época dorada de los imperios nómadas.

El deseo de independencia arraigó en la conciencia de todos los pueblos entre el Amu Daria y el Sir Daria. En cierto sentido, la guerra de liberación sería el punto de partida del ascenso al primer plano de la historia de Tamerlán: el triunfo estimuló esa parte de la psique de los nómadas que observa con admiración al héroe de una guerra. Cuantos más jóvenes ingresaban en su ejército, mayor era la posibilidad de una victoria sobre los odiados invasores. Dos o tres campañas demostraron la eficacia de la máquina militar que había creado en menos de 10 años y que se caracterizaba, a juicio de Beatrice Forbes Manz, por la rapidez de movimiento y por la facilidad de las levas. En cierta ocasión recorrió en apenas quince días la inmensa distancia que separa la ciudad iraní de Shiraz del Amu Daria con un ejército de miles de hombres.

El 10 de abril de 1370, Tamerlán se proclamó soberano de su país en una ceremonia conforme a los usos mongoles. Nadie puso el menor obstáculo, y menos cuando se supo que él nunca adoptaría uno de los pomposos títulos tan del gusto de los príncipes de Oriente: se limitó a añadir a su nombre el apelativo de grande, ulu en turco, kabir en árabe, y se convirtió así en el gran emir, el primero de los príncipes turcos entre el Amu Daria y el Sir Daria. Tamerlán comprendía el estado de ánimo de la gente mucho mejor que cualquiera de sus consejeros. Atendió a los ulema, los maestros coránicos, que le indujeron a reconstruir Samarcanda, una ciudad destruida por Gengis Kan en 1219, de ahí su nombre Shammir-Qand, "destruida por Shammir", pues Shammir es el nombre árabe de Gengis. Y al hacerlo la convirtió en una ciudad mítica, como La Meca (o Santiago de Compostela para los cristianos o Las Vegas para los modernos jugadores), que llenó de monumentos de estilo timúrida, como la mezquita, las madrazas, los mausoleos, el observatorio astronómico, y por ese motivo la transformó en un lugar a visitar como Río de Janeiro o Veracruz.

A comienzos de la década de 1370, la mitad de los habitantes del Oriente Próximo apenas habían oído hablar de Tamerlán; en pocos años, sin embargo, su nombre sería familiar a todos ellos: para unos era el héroe del islam tanto tiempo esperado; para otros, un sanguinario sin escrúpulos. Tras su famosa generosidad y sensibilidad artística, era un hombre implacable, adusto e incluso cruel, que convirtió la guerra en la razón de la vida. La situación creada en Georgia, Armenia o Azerbaiyán fue el resultado de esa forma de ser. El kan Toktamich de la Horda de Oro reapareció para ser derrotado en pocos meses; Yûsuf Sufi, el príncipe de Khwarezm, única alternativa de poder en la región, también fue vencido. Con puño de hierro en guante de seda, Tamerlán movía las piezas de Asia central.

La muerte de su hija cambió su carácter y su disposición hacia los vencidos. Al situarse como un hombre agraviado por la fortuna, evocando una injusticia cósmica, hizo que todos los guerreros se identificaran con su duelo. Ese gesto legitimó la decisión de imponer el terror a los enemigos. Emergió así una forma de ser terrible a la vez que justiciera. La primera vez ocurrió en la conquista del Jorasán persa. Aunque desafió a otros jefes tribales a que se sumasen a la contienda, nadie aceptó participar en la campaña. Los jefes de la Horda de Oro consideraron que era pronto para iniciar una expedición que expondría a los nómadas a la necesidad de atacar plazas fuertes. Tamerlán comprendía esa dificultad, pero el duelo forzó su decisión. De pronto se encontró solo ante un enemigo poderoso, pertrechado en sólidas murallas. El dolor se dobló en osadía. El momento de la verdad llegó a las puertas de Ispahán (hoy Isfahán), en la ribera norte del río Zaindeh Rud, la capital de Persia en tiempo de los turcos selyúcidas. Tamerlán prometió respetar las vidas y los bienes de todos los habitantes si se rendían sin condiciones. Todo parecía pactado cuando de repente sucedió un incidente banal del que nadie se acuerda en el día de hoy. Un comerciante al parecer asesinó a un miembro de su guardia personal, o quizá fuese al revés, el guardia violó a la mujer del comerciante, que defendió el honor clavándole una daga. ¿Quién lo puede saber con exactitud? El caso es que Tamerlán reaccionó de forma terrible, mostrando el lado oscuro de su carácter. Ordenó el saqueo de la ciudad y la muerte de todos los habitantes -hombres, mujeres, niños y ancianos-. Resulta difícil conocer con exactitud el número de asesinados, nunca inferior a 70.000. La masacre de Ispahán puso fin a la imagen de libertador con la que se había presentado en Irán.

La guerra de los cinco años (1393-1396) mostraría a todo el mundo la nueva cara de Tamerlán: la cara de un déspota sanguinario que opuso a quienes lo desafiaron una violencia inusitada, sembrando el terror a su paso. Dejó paisajes arrasados, ciudades saqueadas, horrores que los cronistas describieron con morboso deleite. Tras derrotar al poderoso kan de la Horda de Oro, se abrió paso primero en dirección a Irak, donde le esperaba el gran muftí Ahmed Djelaïr al frente de lo que quedaba de los ejércitos árabes abasíes.

La batalla de Bagdad se presentaba difícil. El 29 de agosto de 1393, la avanzadilla de su ejército estaba a las puertas de la ciudad. Los soldados comenzaron el saqueo. Todo el mundo tenía presente lo ocurrido en 1258, cuando los mongoles arrasaron la ciudad. Nada de resistencia, entonces. Rendición. Tamerlán entra en Bagdad en litera, cansado, y se dispone a descansar en una de las ricas fincas en la ribera del Tigris, sin que eso le impida trasladar a los sabios de la ciudad a Samarcanda para que trabajen para él. Luego les toca el turno a las regiones del Cáucaso; en Georgia y Armenia, la destrucción de las iglesias cristianas se realiza al mismo tiempo que la deportación de numerosas poblaciones circasianas de las orillas del Caspio, la peor parada fue la ciudad de Astracán. Finalmente, remonta el río Volga en dirección a Kazán, aunque inesperadamente, a la altura del actual Sarátov, cambia de rumbo y se dirige a la llanura de Kursk, saqueando todo a su paso, para descender por el Don hasta las colonias genovesas del mar de Azof. Regresa por el Cáucaso, donde vuelve a saquear las iglesias cristianas, mientras le llegan las noticias de la terrible derrota de la caballería europea en la ciudad danubiana de Nicópolis ante el ejército del sultán otomano Bayaceto I.

El estatus de héroe de guerra favoreció a Tamerlán en las dos grandes operaciones militares que emprendería en los últimos años de su vida. La más cruenta fue el ataque al norte de la India. Atravesó el Kafiristán con un imponente ejército con el objetivo de conquistar el reino del desgraciado Mahmud Chah II. La campaña se hizo cada vez más dura hasta el punto de que asesinó a los 100.000 prisioneros que llevaba consigo. Este río de sangre presagiaba lo que iba a ocurrir tras la conquista de Delhi, que resultó más fácil de lo que se pensaba, pues la caballería timúrida se mostró especialmente eficaz contra los elefantes del rey hindú. Una vez más, los acuerdos no se cumplieron y los soldados se entregaron al saqueo, la violación y el asesinato de todos los habitantes. Las escenas fueron aún más atroces que en Ispahán, Bagdad o Astracán. Al ver tanta muerte y destrucción, el propio Tamerlán exclamó: "Yo no quería eso". Expresión de un hombre que no sabe controlar el impulso asesino de la soldadesca cuando se siente legitimada por las decisiones de sus jefes. Aquel mismo año, Tamerlán comenzó a organizar la conquista de la península de Anatolia y de Siria, aunque para ello tuviera que enfrentarse con el poderoso sultán otomano. Tamerlán saqueó Damasco y en el mes de julio de 1402 se enfrentó a las puertas de Ankara con Bayaceto I, a quien derrotó e hizo prisionero. Resulta imposible negar que fuera el hombre más importante de su época, al menos así lo llegó a creer el influyente historiador tunecino Ibn Jaldûn, que le trató por esos años.

La victoria de Tamerlán animó a los europeos interesados en la situación del Oriente Próximo, como el mariscal Boucicaut, gobernador de Génova. Se prepararon embajadas. La más famosa fue la del madrileño Ruy González de Clavijo, en nombre de Enrique III de Castilla, que daría lugar al libro Embajada a Tamerlán, uno de los grandes testimonios sobre la diversidad del mundo de la literatura castellana traducido al inglés, francés y ruso. En estos meses de esperanza para la cristiandad, nadie prestó atención a los comentarios de los pueblos sometidos y durante un tiempo los diplomáticos europeos vivieron en el paraíso. Pero todo era pura fantasía que concluyó con el severo despertar de la noticia de que Tamerlán había muerto el 19 de enero de 1405, cuando preparaba la conquista de China. Su cuerpo recibió sepultura en un bello mausoleo, que todavía hoy podemos admirar en Samarcanda. Al entrar en él, se siente la enigmática fuerza de aquel hombre que una vez fue el rostro de la guerra.

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