El pene incorrupto de Napoleón
Resulta asombroso que los humanos seamos capaces de vivir la mayor parte de nuestras existencias ignorando la muerte, es decir, actuando como si fuéramos eternos. Supongo que debemos bendecir esa capacidad de olvido, porque de otro modo nuestros días serían verdaderamente insoportables. Ahora bien, tengo la sensación de que en Occidente nos estamos pasando en nuestro rechazo a pensar en la muerte. Nos estamos desquiciando en el culto a la seguridad y la salud, y empezamos a contemplar la vejez, las enfermedades y el fallecimiento inevitable como sucesos totalmente anómalos y antinaturales. Por no hablar del escamoteo de los cadáveres y de la progresiva ocultación social de todo cuanto tiene que ver con el morir.
"Nos estamos pasando en nuestro rechazo a la muerte"
Por eso me han resultado de lo más refrescantes dos libros de reciente publicación que tienen que ver con el momento final. Uno de ellos es Polvo eres , de Nieves Concostrina (editorial La Hoja del Monte), en donde la autora repasa las circunstancias mortuorias de una serie de reyes, papas y santos de la historia, proporcionando una infinidad de datos estrafalarios y curiosos. Por ejemplo, resulta increíble la tendencia al despiece que muestran los cadáveres de la gente famosa. Troceados entusiásticamente por amigos y enemigos, sus piltrafas momificadas han regado el mundo. Yo no sabía que a Napoleón le cortaron el pene durante la autopsia y se lo guardaron (que ya son ganas de guardar) como recuerdo, y que dicho pingajo anduvo dando tumbos y al cabo fue adquirido en 1977, en pública subasta y por la módica cantidad de 3.600 dólares, por un urólogo estadounidense, que debe de encontrarse de lo más ufano con la reliquia. ¿La tendrá sobre terciopelo rojo en una urna? Me pregunto cómo puede estar seguro de que es de verdad el pene de Napoleón y no de un panadero de Silesia, pongamos por caso.
Asimismo, leyendo a Concostrina una comprueba que nuestro actual repudio de la muerte estuvo compensado en otras épocas por una necrofilia aterradora. Y así, entre los monarcas españoles existía la costumbre de recurrir a las momias de los santos cuando enfermaban, de manera que, cada vez que se sentían muy malitos, mandaban que les colocaran junto a la cama unos cuantos cadáveres resecos a modo de medicina milagrosa. Incluso Carlos III, un rey racionalista e ilustrado, hizo que le llevaran los cuerpos de san Isidro y de santa María de la Cabeza. Como es natural, no se curó. A decir verdad, no creo que rodearse de despojos humanos ayude demasiado a un agonizante.
El otro libro es el Diccionario de últimas palabras, de Werner Fuld (Seix Barral), una colección de los últimos dichos de personajes anónimos o ilustres. Al parecer, muchos hombres famosos, preocupados por la posteridad, intentaron preparar su frase final. Pero en las zozobras del tránsito (o en la indómita esperanza de vivir un día más) casi nunca atinaron a decirla. Las últimas palabras rimbombantes son a menudo apócrifas, y los balbuceos reales suelen ser de una total simpleza. Aun así, y aunque puedan ser falsas, en el libro de Fuld hay frases divertidas. El poeta Heine, que había llevado una vida licenciosa, fue preguntado en su agonía si no temía el castigo divino: "Dios me perdonará; es su profesión". A Conrad Hilton, fundador de la cadena de hoteles con su nombre, le pidieron que dijera unas palabras finales para sus empleados: "¡La cortina de la ducha hay que ponerla por el lado de dentro de la bañera!". Y el pobre Hegel, creador de un sistema filosófico oscuro y complejo, dijo antes de morir: "Únicamente una persona me entendió una vez e incluso ésta no fue a mí a quien entendió".
Pero mi preferido es el aristócrata Henri de Xavière, guillotinado durante la Revolución Francesa. Ya en el patíbulo le ofrecieron un último vaso de vino, y él lo rechazó: "Cuando he bebido pierdo fácilmente mi sentido de la orientación". Esto me recuerda una anécdota histórica que leí hace años, también referida a un aristócrata (¿o fue el propio rey Luis XVI?) ejecutado en la misma época. Cuando le fueron a buscar a la cárcel de la Bastilla para llevarlo a la guillotina, terminó el capítulo del libro que estaba leyendo y luego dobló el pico de la hoja, para marcar por dónde iba. Una voluntad de vivir conmovedora y ciega que, a fin de cuentas, es la misma que todos usamos cada día para creernos eternos.
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