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Mazmorras del tiempo y del espacio

Félix de Azúa

Hará cosa de un mes, Fernando Savater comentaba sagazmente su novela del verano. Como reflejo del inmisericorde estío había elegido un grueso volumen, La montaña mágica, soberbio relato que tiene lugar en la clausura de un sanatorio para tuberculosos. Allí sitúa Thomas Mann el jeroglífico de nuestro paso por la prisión del tiempo, en cuyos límites debemos negociar con la muerte. Fraternalmente, mi libro de agosto, otro monstruo de 860 páginas, trataba también de una reclusión, pero en un claustro espacial, un desolado campo de trabajos forzados.

Con el título de El vértigo, Evgenia Ginzburg relató su agonía de casi veinte años en el gulag de Kolyma, frente al golfo de Shelijov, en el extremo septentrional de la URSS asiática. Triturada por la máquina del terror estalinista desde las primeras purgas de 1937 y confinada hasta su rehabilitación en 1957, es milagroso que una tan excepcional narradora haya sobrevivido entre millones de cadáveres para poder contar la espantosa historia de su reclusión. Anteriormente publicada en dos tomos, la autobiografía ha sido reeditada por Galaxia Gutenberg en uno solo y con emocionante prólogo de Antonio Muñoz Molina.

Si el claustro temporal de Mann nos permitía conocer cómo se negocia con la muerte, el encierro espacial de Ginzburg nos ilustra sobre el negocio de la vida. El reflexivo y ocioso Hans Castorp está permanentemente ocupado por el sentido o más bien sinsentido de la muerte, rodeado de moribundos reflexivos y ociosos. Para los esclavos del gulag, en cambio, la muerte no es el problema, muy al contrario: allí, en donde amanecer a la próxima aurora depende de unos gramos de pan, de la resaca del carcelero o de conservar un diente capaz de roer raíces, la muerte no es el problema, sino más bien la solución del verdadero problema, que es cómo seguir con vida las próximas horas.

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Conocemos mucho mejor el aparato destructivo del nazismo que el del estalinismo. En principal lugar, porque los alemanes perdieron la guerra, pero también gracias a las imágenes que han quedado de la barbarie nazi. En cambio, apenas hay imágenes de la barbarie soviética. Los testimonios escritos de Solyenitzin y Ginzburg tienen, por lo tanto, la misma relevancia que las memorias de Primo Levi, pero con el valor añadido de su rareza. Tras la apertura de los archivos rusos en tiempos de Yeltsin, la investigación histórica ha permitido evaluar el horror estalinista, en muchos aspectos superior al de los nazis. No obstante, la barbarie nazi ha sido infinitamente más asimilada e interiorizada que la bolchevique. De ahí la conveniencia de seguir leyendo testimonios como el de Ginzburg. En ellos se aprende a vivir.

Lo más chocante de los asesinatos y deportaciones estalinistas no es su arbitrariedad, su condición caótica, chapucera, delirante, sino su eficacia. Muchas veces olvidamos que los regímenes totalitarios son monstruosamente eficaces gracias a su ineficacia y que el Reich alemán logró asesinar a millones de judíos mientras perdía una guerra. Para Hitler y para Stalin lo en verdad importante era la destrucción de sus súbditos. Todo lo demás era secundario. La eficacia de la destrucción interna es la única eficacia demostrada por los regímenes totalitarios. Y para conseguirla necesitan colaboradores.

En las memorias de Ginzburg aparecen con consoladora frecuencia gestos de coraje casi suicida por parte de algunas gentes que tratan de defender a los inocentes. Estas conmovedoras escenas nos reconcilian con la especie, pero no es menos cierto que casi todas las muestras de valentía y honradez las protagonizan otros reclusos, deportados, presos, o habitantes de los campos de trabajo, desprovistos de ciudadanía. Aquella parte de la población que se había librado momentáneamente de la destrucción no sólo evitaba cualquier contacto con los condenados, sino que ayudaba servilmente a la policía, aun cuando le constara la inocencia del acusado. O precisamente porque le constaba la inocencia del acusado.

En esto consiste la fatídica eficacia del totalitarismo. Cuando Ginzburg asiste atónita a sus primeros juicios por "terrorismo trotskista", todavía cree ser objeto de un craso error administrativo que se remediará de inmediato. Ella es una comunista fanática, pertenece al partido, ocupa un cargo de responsabilidad, forma parte de la aristocracia del sistema. No es de extrañar que se sorprenda una y otra vez cuando comprueba que los testigos de cargo, los que van a enviarla a la muerte, son sus amigos y colaboradores más próximos, los cuales conocen con absoluta certeza la falsedad de las acusaciones. Así funciona un mecanismo cuya perversión no cabe en la cabeza de personas honestas y moralmente sanas como Ginzburg, es decir, que un proyecto político consista en condenar inocentes. Y que si alguien testifica en contra de lo exigido por el partido, de inmediato la policía descubra con enorme éxito a otro peligroso terrorista.

Los más avispados lo entendieron desde el primer momento. Se percataron al instante de que la eficacia del terror se basa en la arbitrariedad, de manera que cuando vieron caer en las fauces bolcheviques a un pariente, un amigo, un camarada obviamente inocente, se apresuraron a confirmar las acusaciones para ponerse a salvo, no fuera a ser que la proximidad les condenara a ellos por ósmosis. Lo más abyecto del terror totalitario es que su aparato confía en la inevitable colaboración de los más cercanos a las víctimas. Esa traición genera una culpa imborrable en los colaboradores, y permite a las dictaduras imponerse tanto tiempo cuanto dure la culpa compartida por una generación.

El terror es tanto más eficaz cuanto más incomprensible e insensato. Una administración tan rudimentaria como la soviética, incapaz de llevar a cabo un plan agrícola, pudo, sin embargo, cosechar millones de vidas y horas de trabajo en los campos de concentración con una eficacia admirable. Cuando los consejeros americanos planificaron la represión chilena tras el golpe de Pinochet, insistieron en que se asesinara a gente inocente. Sólo de ese modo las buenas personas, el común de la sociedad, colaborarían amablemente con la policía. Y así fue. El momento de mayor terror en las provincias vascongadas no tuvo lugar mientras ETA asesinaba guardias civiles (una sociedad atemorizada sabe justificar el sacrificio de los subordinados), sino cuando comenzó a matar ingenieros y peluqueros. De inmediato se produjo una colaboración popular espontánea que antes no existía. Primero, en

trela gente más vulnerable, en las aldeas y caseríos; luego, en el aparato político del PNV. La denuncia, el chivatazo, las dianas trazadas con tinta negra, las exclusiones, los insultos, los anónimos, las expulsiones, la barbarie, han culpabilizado a la sociedad vasca para varias generaciones.

En el encierro espacial, en el lager, en el gulag, en aquellas sociedades que construyen muros a su alrededor, es imprescindible la invención de un enemigo interno que debe ser destruido. Al comienzo, las razones son caprichosas y estéticas: la raza, la sangre, la tradición, la religión, la revolución, la identidad, pero por lo menos hay un intento de racionalizar la discriminación. Muy pronto, en cuanto caen los primeros inocentes, los verdugos asumen la vileza y se convierten en víctimas. Los oficiales de la policía soviética que torturaban a Ginzburg se mostraban indignados por el peligro que corrían viviendo en contacto diario con gente tan peligrosa como ella y sus compañeros de esclavitud. Aquel semicadáver cubierto de harapos era juzgado como un temible enemigo por los abrigados, bien nutridos, robustos verdugos. Así es la ley del terror: son las víctimas quienes amenazan nuestra vida, nuestra libertad y nuestra identidad..., dicen los verdugos mientras despojan de identidad, libertad y vida a sus víctimas.

Para salvar el pellejo y a imitación de los verdugos, la sociedad atemorizada reacciona contra los inocentes. Pero para colaborar con entusiasmo en la represión no es preciso tener pendiente la vida. Años más tarde, cuando ya sólo estaba en juego el disfrute de los privilegios, la amistad de los poderosos o la opinión del partido según sus comisarios, la buena gente seguía alimentando la calumnia contra los inocentes. Hasta el último momento, hasta que Jruschev puso en marcha el deshielo con el fin de librarse del aparato estalinista para imponer el suyo, hasta que se hizo oficial que Stalin había sido un genocida, la buena gente seguía diciendo que los esclavos de Kolyma eran unos peligrosos criminales y que el Gran Padrecito había mostrado una singular inteligencia al descubrirlos y machacarlos veinte años atrás.

El terror totalitario puede llegar a ser tan colosal como el de la Alemania nazi o la Rusia de Stalin, pero hay también un totalitarismo de baja intensidad. Los EE UU del macartismo, la Argentina peronista, la Suráfrica del apartheid, la Sicilia de la Mafia, la Serbia de Karadzic. Son prisiones totalitarias todos aquellos lugares que se cierran en sí mismos como un claustro y en los que un grupo toma en propiedad la totalidad del espacio público. Como por partenogénesis, en los territorios cerrados la población se escinde en víctimas y verdugos. No hay adversarios con los que negociar, sólo enemigos a destruir. Los inocentes, por su parte, deben negociar la vida minuto a minuto. Son excluidos, son calumniados, más tarde o más temprano serán condenados. ¿Su culpa? Ser víctimas y, en consecuencia, provocar la inconfesable vergüenza de los verdugos. El verdugo no soporta a los testigos de su vergüenza, así que no tiene otro remedio que destruir a las víctimas. Y entonces, cuando dispara el tiro en la nuca, pronuncia la frase inmortal: "¿Ves lo que me obligas a hacer, hijo de puta?".

Félix de Azúa es escritor.

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Sobre la firma

Félix de Azúa
Nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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