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Columna
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La vergüenza de regresar

Javier Marías

En el último par de años, por razones que no interesan, he pasado sendas semanas en las ciudades de Oviedo, León, Soria, York, Londres y Burgos; en estancias más cortas, he visitado las de Oxford, Durham, Ávila y Palencia; y por trabajo me he asomado a las de Barcelona, Sevilla, Zaragoza, Valladolid, París, Münich, Francfort, Düsseldorf, Lisboa y Roma. Sitios de tamaño e importancia dispares, desde capitales de países hasta -de paso- alguna localidad pequeña como la encantadora Covarrubias. Pues bien, cada vez que he regresado a mi ciudad, Madrid, me he sentido avergonzado.

En cuanto uno sale de la capital de este país -ojo, es la capital, nada menos-, el mundo parece mucho más limpio, sensato, ordenado y amable, ya se desplace uno a poblaciones más grandes o infinitamente más reducidas. No es normal. No es normal que cualquier ciudad española sea más pulcra, esté más cuidada y resulte más agradable. Ni siquiera sirve de excusa que, al ser la mayoría de extensión menor, pueda presuponerse que su conservación, adecentamiento y embellecimiento son más fáciles, porque Barcelona niega este pretexto posible. Tampoco es normal que cualquier ciudad extranjera europea -algunas mucho más complicadas y con más habitantes, como París, Londres o Roma- resplandezca al lado de Madrid, y, sobre todo, dé la sensación de estar acabada, y no destripada porque sí.

Ahora que ya han transcurrido unos meses desde la no elección de nuestra capital para los Juegos Olímpicos de 2012, no sé si ustedes se acuerdan de las explicaciones que políticos y periodistas buscaron para lo que se consideró un fracaso, un timo, un robo y un chasco. Hubo una parte de la ciudadanía, reunida en la Plaza Mayor, que en el acto se puso a corear "¡Hijos de puta!", y, en contra de lo que pudiera parecer, el insulto no iba dirigido a las autoridades locales, sino a los votantes de las candidaturas y en especial a Alberto II de Mónaco, quien osó hacer a la delegación española una pregunta de lo más comprensible, a saber, qué medidas se tomarían aquí para evitar atentados durante la celebración de los fastos. La prensa patriotera se unió a los exabruptos y se dedicó a llamar ramera a la difunta Grace Kelly, pues no otra sería, sensu stricto, la puta que parió a Alberto II. Esa misma prensa, con sus articulistas gregarios, vio la razón del fallo en la política exterior del actual Gobierno central: siguió obedientemente la consigna del cada día más trastornado jefe de la oposición, Rajoy, y de la concejal madrileña Botella de Aznar, quien soltó ante las cámaras una inolvidable frase: "Es que nuestra política no ha sido muy buena para el mundo sajón", sin que aún alcance yo a entender qué pintaban en todo este asunto ni la Alta ni la Baja Sajonia, únicos lugares a los que hoy cabría aplicar ese adjetivo sin anteponerle "anglo". Nadie pareció darse cuenta de que Madrid ni siquiera quedó segunda, sino detrás de Londres y París. Nadie se acordó, tampoco, de que Barcelona, antes de que le fueran concedidos los Juegos de 1992, había aspirado sin éxito no sé si dos o tres veces más. Y, sobre todo, nadie mencionó lo que es hoy Madrid. O mejor dicho, lo que viene siendo desde hace quince o dieciséis años, esto es, desde que su alcaldía la rige el Partido Popular.

En honor del actual alcalde Ruiz-Gallardón hay que recordar que, en un gesto teatral pero no exento de elegancia comparado con lo que se clamaba alrededor, tuvo a bien echarse las exclusivas culpas de la no elección. Lo curioso es que nadie le tomó la palabra y todo el mundo lo consideró hábil retórica, cuando -lamento decirlo- lo más probable es que tuviera literalmente casi toda la razón. Si digo "casi" es porque lleva dos años y pico al frente del Ayuntamiento, mientras que su antecesor, Manzano, se tiró trece y tiene por tanto mucha más culpa que él. Y es que lo sorprendente, lo llamativo, es que ningún político ni periodista señalaran lo que salta a la vista de cualquier madrileño no patriotero. ¿Cómo se le va a otorgar nada a Madrid, si es una ciudad imposible e invivible desde hace tres lustros? ¿Si no hay en ella más que zanjas y túneles, vallas y escombros, andamios y socavones, tala de árboles y caos circulatorio, en todas partes y sin cesar? ¿Si es una ciudad perpetuamente inacabada y que por lo tanto no existe, intransitable y con un ruido infernal continuo de perforadoras y martillos neumáticos y tuneladoras y picos y grúas, los instrumentos de las permanentes e innecesarias obras? ¿Si aquí somos rehenes de las constructoras y las empresas voraces, a las que hay que enriquecer a costa de nuestros nervios y nuestra salud? Pero, hombres de Dios, ¿cómo pretenden ustedes que nadie le conceda nada al actual Madrid, que sólo produce vergüenza a quienes lo pisan, sea por primera o por enésima vez, al llegar o regresar de cualquier lugar? Deben entender el alcalde y la Presidenta de la Comunidad que sólo serán respetados si ponen fin al reinado eterno de los agujeros y los cascotes, en vez de extenderlo cada día más. Y ha de quedarles muy claro que, si se empeñan en mantener la ciudad como está, lo que no pueden es volverla a presentar a nada, porque nada será dado a una capital impresentable, en todos los sentidos de la palabra.

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