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Reportaje:

Historia de una novela

La escritora desvela aquí el proceso de creación de su nueva novela, 'Historia del Rey Transparente', que relata las apasionantes aventuras medievales protagonizadas por una adolescente plebeya. Leola se disfraza con la armadura de un caballero para protegerse del ambiente de violencia.

Rosa Montero

Era una tarde de enero de 2004 y yo estaba escribiendo el segundo capítulo de mi novela Historia del Rey Transparente. Había tenido un buen día de trabajo y me encontraba en uno de esos momentos de entusiasmo que no son demasiado habituales en la redacción de un libro, porque escribir una novela es a menudo como picar piedras, una labor árida, tenaz y fatigosa. Pero esa tarde, ya digo, mi cabeza volaba sobre las palabras. La protagonista, Leola, una campesina de quince años, sierva de un señor feudal del siglo XII, acababa de quedarse sola y desamparada en un mundo devastado por las guerras. Para protegerse, había entrado, de noche, en un campo de batalla, y había rebuscado en el revoltijo de cadáveres, entre los caballos destripados y los guerreros yertos, hasta encontrar a un hombre de hierro de su tamaño. Entonces, aguantando las náuseas, se había puesto a pelarle a la luz de la luna, es decir, a despojarle de su armadura, con la intención de revestirse con ella y fingirse varón. Leola le iba desnudando poco a poco y yo iba nombrando cada pieza: el cinto, la sobreveste bordada, las manoplas, las botas de cuero y las brafoneras que cubrían sus piernas, la larga cota de malla y… Maldición, me atranqué. Mi protagonista había llegado a la cabeza y tenía que arrancarle esa especie de verdugo metálico con que los caballeros se protegían el cuello y el cráneo. Y el problema era que yo no sabía cómo se llamaba. No tenía ni idea de cómo nombrarlo.

Cabía la posibilidad de dejar ese espacio en blanco y seguir adelante; pero, por alguna razón, era incapaz de hacerlo. El tropezón me había sacado de ese sueño diurno que es escribir una novela. Me había expulsado del fantasmagórico campo de batalla. Abrumada, me levanté de la mesa del ordenador y empecé a pasearme por la casa. Iba a ser dificilísimo encontrar el nombre de la dichosa pieza, y sin eso no podía continuar. Tenía la vaga idea de que en algunos números antiguos de Historia16 y de La Aventura de la Historia, dos revistas a las que estoy suscrita desde hace años, habían salido un par de reportajes sobre armaduras medievales. Pero tengo muchísimos números, todos desordenados y repartidos caóticamente por la casa, de modo que revisarlos me podía llevar un tiempo enorme. Y además, tampoco era seguro que viniera el nombre del verdugo.

Mientras pensaba en todo esto, mis pies me habían llevado hasta el dormitorio. Llena de fastidio, agarré el último ejemplar de La Aventura de la Historia, el correspondiente a enero de 2004, que acababa de llegarme y que había dejado junto a la cama para echarle un vistazo. Abstraída, abrí la revista por la mitad: y casi solté un grito. Allí, justo en la página que había abierto, venía un dibujo explicativo de la protección de la cabeza en las armaduras medievales, detallando todas y cada una de las partes, desde la cofia hasta el casco. Almófar. El maldito verdugo se llamaba almófar.

Sé que esta historia resulta difícil de creer, pero les aseguro que es totalmente cierta. Y también sé que, si un novelista me estuviera leyendo, no le extrañaría nada lo que digo. Porque la ficción está llena de coincidencias aparentemente mágicas. A todos nos suceden cosas rarísimas mientras escribimos. Por ejemplo, basta con que pongas que tu protagonista tiene una cicatriz que le cruza la mejilla, para que de la noche a la mañana empieces a toparte con una horda de hombres todos con el mismo tajo en el carrillo. Las novelas son los sueños de la humanidad, y el escritor, ya lo he mencionado antes, sueña su novela con los ojos abiertos. Lo que quiero decir es que ambas cosas, sueños y narraciones, nacen del mismo substrato del subconsciente. Por eso el novelista escribe de lo que no sabe que sabe; por eso a menudo se sorprende de lo que ha hecho y se pregunta de dónde lo ha sacado; por eso, sospecho, suceden todas esas casualidades extraordinarias. Y es que tu subconsciente sabe muchas más cosas de las que sabes tú. Es de suponer que cuando recibí la revista yo ya había visto el reportaje sobre las armaduras, aunque sin registrarlo en la memoria; y que mi subconsciente dirigió mis pasos hacia allí y me hizo abrir por la página exacta. Claro que esto no justifica la feliz coincidencia de que La Aventura de la Historia publicara precisamente ese dibujo en el mes en que yo lo necesitaba, pero tampoco podemos aspirar a explicárnoslo todo en esta vida.

Puesto que las novelas son sueños diurnos, uno debe serle fiel a esa voz interior. Es decir, debes escribir aquello que verdaderamente necesitas escribir, el libro que pugna por nacer dentro de tu cabeza. Tú no escoges los temas de tus novelas, sino que los temas te escogen a ti, con la misma fuerza aparentemente autónoma e imperativa con que los verdaderos sueños pueblan tus noches. Historia del Rey Transparente nació hará siete u ocho años. De cuando en cuando me dan ataques de pasión lectora por un autor o por algún asunto, y en aquel entonces me había fascinado por el medioevo. Durante un par de años leí muchos libros de historia y también textos de escritores de la época, como Chrétien de Troyes o María de Francia. Por eso, porque estaba sumergida en ese mundo y constituía mi hábitat mental, es por lo que se me ocurrió esta novela. La primera imagen, el pequeño huevecillo del que surgió todo, fue una escena que se encendió de repente dentro de mi cabeza: unos labriegos se encuentran arando un campo penosamente, sin ayuda animal, tirando ellos mismos del arado; y justo en el campo de al lado, a pocos metros, unos cuantos centenares de hombres de hierro se tajan y se matan, embebidos en su guerra particular.

Yo no sabía todavía quiénes eran los campesinos, quiénes los guerreros, pero la imagen me resultaba tan inquietante y poderosa que echó raíces en mi imaginación y comenzó a desarrollarse. Tardó mucho tiempo en crecer. Cada escritor tiene su propio método, y el mío pasa por una primera etapa en la que la historia se va construyendo en mi mente y en un montoncito de cuadernos, en los que voy tomando notas a mano, hasta que tengo el esqueleto de la novela entera y empiezo a hacer fichas de la estructura, de los ingredientes, de los personajes. Así puedo pasarme unos cuantos años. Al cabo, cuando ya lo tengo todo claro, cuando creo saber hasta el número de capítulos y qué va a suceder en cada uno de ellos, me siento en el ordenador y, en el año y medio que suele llevarme la redacción final, la novela vuelve a cambiar profundamente. A decir verdad, esa es la gracia de la cosa: que es un bicho vivo y siempre te sorprende.

Esta novela sucede en el siglo XII y en el mundo provenzal francés. Después de disfrazarse de caballero, la adolescente Leola se lanza al ancho mundo y comienza a vivir una agitada peripecia que dura veinticinco años, esto es, hasta que cumple los cuarenta. Y en esos cinco lustros he intentado reflejar siglo y pico de la historia medieval. Mi teoría es que lo que hoy llamamos Renacimiento no es más que los restos del naufragio del verdadero renacimiento social y cultural, que sucedió en el siglo XII y principios del XIII. En esa época, y en un territorio que comprendía la Provenza francesa, el norte de Italia, Cataluña, Navarra y Aragón, se produjo una verdadera explosión de modernidad y de libertad. Se repartieron infinidad de cartas de emancipación a los burgos, dando origen así a las ciudades modernas; la lectura y la escritura salieron de los monasterios y se extendieron entre la nobleza y los burgueses; las nociones contemporáneas de libertad, individualismo y felicidad comenzaron a despuntar en el corazón de los humanos; empezó a rendirse culto a la razón, más allá de la oscuridad del mandato divino, y la mujer adquirió una preponderancia inusitada, algo por otra parte lógico en una época marcada por el progreso. Como me dijo en una ocasión Fátima Mernissi, la lúcida escritora marroquí, en todos los momentos de avance democrático o predemocrático de la historia ha habido una mejora en la situación de las mujeres, de la misma manera que, en todos los momentos de regresión y reaccionarismo, son las primeras en ser doblegadas, hasta el punto de que el grado de sexismo de una sociedad puede ser uno de los indicativos más fiables para medir el nivel de libertad de un pueblo.

El XII, en fin, fue un siglo trepidante y lleno de cambios. Se crearon o fijaron los conceptos del Purgatorio y del culto a la Virgen María, se afianzaron las lenguas romances, se acuñaron las leyendas del rey Arturo e incluso aparecieron aquellas obras que, como los hermosos textos de Chrétien de Troyes, hoy son consideradas como las primeras novelas, aunque estuvieran escritas en octosílabos. Era el tiempo de los torneos y los paladines, de las bellas damas a quienes cantaban enternecidamente los trovadores. Leyendo sobre la reina Leonor de Aquitania y sobre las Cortes de Amor provenzales, tan refinadas, tan revolucionarias y al mismo tiempo tan disparatadas y excesivas, me parecía estar viendo una versión medieval de la locura hippy del 68. Quiero decir que ambos movimientos compartían el mismo deseo de poner el mundo patas arriba, el mismo anhelo de libertad e idéntica desmesura y puerilidad de planteamientos. Por ejemplo, en las Cortes del Buen Amor se potenciaba la tiranía de la dama sobre su caballero, hasta el punto de que una dama podía pedirle a su paladín que se arrancara la uña del dedo meñique y se la mandara de regalo, junto con un poema en el que se condenase a sí mismo por ser tan imbécil.

Por cierto que esta tontuna es un caso real: fue un capricho que la señora de Javiac exigió al caballero Guillem de Balaun, el cual obedeció el mandato. Y es que con el siglo XII sucede algo muy curioso: por un lado, como digo, es el comienzo de la modernidad, el reconocible principio de todo lo que hoy somos. Pero, por otra parte, también es un mundo rarísimo, una sociedad de extraños alienígenas. Y así, hay muchos detalles extravagantes en mi libro que los lectores seguramente creerán que son inventados y que, sin embargo, son totalmente reales. Como el estrafalario caballero Ulrico von Lichtenstein, que hizo dos amplias giras por Europa con el fin de retar en combate a cuanto guerrero se topaba. El primer periplo se llamó El viaje de Arturo, y Ulrico iba vestido con una capa roja ribeteada de armiño, porque decía ser el Rey de la Mesa Redonda. Pero lo mejor fue la segunda gira, El viaje de Venus, en la que el hombre iba disfrazado con dos trenzas rubias postizas y enredadas de perlas que colgaban a ambos lados de sus orejas, bajo el casco, y con una túnica transparente bordada de flores sobre la armadura, porque decía ser Venus. Vestido de esta guisa combatió contra doscientos caballeros.

En aquel entonces no había ateos: nadie podía concebir un mundo sin Dios. De modo que la explosión de modernidad y de progreso tuvo lugar dentro de un marco religioso. Y los cristianos que acompañaron y encarnaron esta revolución fueron los cátaros, que eran de una sensatez y una civilidad admirables. Rechazaban los diezmos eclesiales y vivían de su propio trabajo, como los curas obreros, y no creían en las imágenes, porque adorar "unas estatuas de madera fabricadas por el hombre" les parecía una simpleza, magia irracional. Tampoco creían en el infierno, al que consideraban un invento de la Iglesia católica para aterrorizar y dominar a sus fieles ("el infierno es este mundo", decían, adelantándose ocho siglos a Sartre); su Dios era amor y, por tanto, estaban en contra de toda violencia. Naturalmente, la Iglesia católica les consideró herejes y les persiguió salvajemente. De hecho, la Santa Inquisición fue creada por el papa Gregorio XI en 1231 contra los cátaros. Así acabó ese sueño de progreso que había durado más de un siglo, aplastado por las armas del rey de Francia y por las hogueras de los inquisidores. Pero los represores siempre absorben parte de lo que reprimen, y esos restos, ya digo, fueron los que rebrotaron en el Renacimiento. Sea como fuere, en el siglo XII se dio una lucha titánica entre la luz y las tinieblas, un combate que me parece que también estamos viviendo ahora de algún modo, en este mundo nuestro de trincheras.

Historia del Rey Transparente intenta reproducir esa época en lo más profundo, en sus fantasmas y sus creencias, en sus sueños y sus miedos, en el olor y el sudor y la minucia de los detalles cotidianos, pero no es una novela histórica. La verdad es que, por lo general, no me gustan las novelas históricas. Si tuviera que encuadrar mi libro dentro de algún género, diría que es una novela de aventuras con trastienda y con ingredientes fantásticos. Porque en mi relato hay mucha fantasía, pero, como en el caso de la anécdota del almófar, el lector puede escoger lo que prefiere creer: o bien la explicación fantástica, o bien la racional. El personaje de Nyneve, por ejemplo, que acompaña a Leola en todo su periplo, ¿es de verdad, como ella dice, una bruja artúrica, la hechicera que encerró a Merlín en la montaña, o es una pícara vagabunda, una antigua ladrona a la que cortaron una oreja como castigo por robar? Que cada cual decida lo que quiere creer (yo sé bien lo que creo, pero no lo diré).

En realidad 'Historia del Rey Transparente' es una gran fábula. He intentado crear un cuento para adultos, con la misma capacidad de representación del mundo que tienen los cuentos infantiles. Creo que las cuestiones más profundas que afligen y maravillan el corazón de los humanos sólo pueden ser abordadas por medio de cuentos, de leyendas, de mitos. Las religiones son eso, en definitiva. Son titubeantes intentos de entender lo enorme y lo incomprensible. Por eso el Rey Transparente no habla del siglo XII, aunque tenga ese marco temporal. He intentado hacer una de esas novelas cosmogónicas en las que el autor dice: "Esta es mi idea del mundo y de la vida". Y por consiguiente de lo que quiero hablar es de este mundo y de esta vida. O de aquellos valores universales que se dieron entonces y también se dan ahora.

Creo que de lo que estoy más satisfecha en este libro es de la voz narrativa. El texto está escrito en primera persona y en presente continuo, de modo que la acción se narra en el mismo momento en que a la protagonista le suceden las cosas. Mantener esa voz durante 536 páginas ha sido un reto dificilísimo, pero creo que le da al relato un ritmo vertiginoso y una cualidad atmosférica y sensorial, como si el lector estuviera dentro del cuerpo y de los sentidos de Leola. Por otra parte, una de las cosas que menos me gustan de las novelas históricas es ese enorme esfuerzo que algunos autores hacen por recrear el lenguaje de, por ejemplo, el siglo XIV. Eso es algo que me parece absurdo, teniendo en cuenta que estamos en el siglo XXI y que todo autor debe aspirar a escribir con palabras nuevas, con una voz radicalmente suya. La única cautela que he tenido ha sido procurar que el texto no resultara chirriante con la época. Por ejemplo, no puedes decir cosas tan comunes como "pasaron unos segundos", porque el concepto de segundos no existía en el siglo XII. Pero, fuera de eso, mi empeño ha estado enfocado en crear un lenguaje propio, intemporal y legendario.

De alguna manera creo que me he estado preparando toda mi vida para hacer Historia del Rey Transparente. Que es justamente ese tipo de libro que siempre soñé con redactar, en la huella de aquellas grandes novelas de aventuras que me hicieron amar la literatura y comenzar a entender la oscuridad del mundo. No hubiera podido escribirla antes, porque trata del paso del tiempo, de las buenas y las malas maneras de envejecer, de los amores que nacen y también de los que mueren, de los odios y las lealtades perdurables, de las vidas vividas en toda su extensión y su plenitud. Y para hablar de eso hace falta tener un buen cúmulo de años y de experiencias a la espalda. Además, antes no hubiera tenido la libertad interior suficiente como para meterme en una novela de aventuras de este tipo. Al madurar como novelista, uno va escribiendo cada vez desde más abajo. Desde el subconsciente más profundo. Este libro lo he hecho desde la niña que fui, con el añadido de lo mucho o lo poco que sé ahora. "Soy mujer y escribo. Soy plebeya y sé leer. Nací sierva y soy libre". Estas son las tres primeras frases de Historia del Rey Transparente. Pues bien, muy recientemente, hace tan sólo unas semanas, comprendí de golpe que esas frases en realidad estaban hablando de alguna manera de mí misma, aunque hasta entonces no lo había advertido. Hasta ese punto ignora uno lo que dice cuando escribe sin acabar de saber lo que está escribiendo.

'Historia del Rey Transparente', la nueva novela de Rosa Montero, editada por Alfaguara, sale a la venta el próximo miércoles 7 de septiembre. Más información:

www.alfaguara.santillana.es

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