Vuelta a la tradición
Ya está aquí de nuevo la Aste Nagusia, y con ella el rosario de conciertos de toros y corridas de música, el batiburrillo de panzadas a cargo de las cuadrillas de amigos, y el tradicional conflicto de intereses entre los negocios hosteleros, que pagan impuestos a mansalva, y las txosnas, altamente competitivas a cuenta de su carácter contingente y de su no menos contingente régimen legal. Vuelve también la perspectiva, siempre temida, de los desórdenes a cargo de las folclóricas brigadas de la izquierda abertzale (que ya actuaron en Donostia, con gran éxito mediático, pero escaso de crítica y de público), ahora que revive su anacrónico modelo festivo en otras autonomías, como recientemente han demostrado, en el barrio de Gràcia de Barcelona, ciertas brigadas de anarcos.
Vuelven, pues, las viejas tradiciones de la Aste Nagusia, como vuelven las oscuras golondrinas, o la guerra de las banderas, o los grupos animalistas que denunciarán la celebración de las corridas, o las corridas de otro orden que inspirarán algunas pijas que asistan a la fiesta desde una exclusiva barrera. Vuelven, en fin, los hoteles internacionales, donde lucirse con camisa a rayas (las mangas a medio subir), pelo engominado e intenso bronceado ganado en los arenales de Canarias, de Ibiza, o en la cala de Costa Brava donde fondeaba el yate de nuestro amigo, el constructor. Porque esa es otra de las paradojas de la Aste Nagusia: que a pesar de nuestra afección por el cantábrico Rh, daríamos en estas fechas lo que fuera por ostentar un mestizo perfil mediterráneo, por mucho que durante el resto del año aquí se presuma de poseer reconocimientos ISO, Qs de Plata o premios a proyectos de I+D.
Vuelve la Aste Nagusia con todo lo que tiene de encanto, incluso con todo lo que tiene de agravio frente a otras fiestas del paisito. ¿Se han fijado? Ahora, en Donostia, mantienen la insolencia de no acabar su fiesta cuando nosotros empezamos la nuestra. La capital guipuzcoana siempre ha tenido más glamour que la vizcaína, cosa que se proyecta incluso en el ámbito de la simbología. En Sanse han hecho arrancar sus fiestas con el atronador rugido de un cañón. Nunca se vio manera más rotunda de arrancar el jolgorio. Y mientras tanto, la Aste Nagusia de Bilbao sigue apuntándose al chupinazo verbenero, a ese remedo de fiestas de pueblo que representa el petardo inaugural.
Eso es lo que siempre nos ha dolido tanto de Donostia: que en el fondo ellos son más glamurosos, más sofisticados, eso que, en tiempos felices, se llamaba más chics. ¿Cómo no iba eso a tener también su reflejo en la fiesta? Deberíamos haberlo sospechado desde aquel lejano día de la Transición en que a algún tarado del consistorio bilbaíno se le ocurrió tocar a nuestros municipales con una boina roja. Mientras tanto, los guardias donostiarras no renunciaban a la internacional gorra de plato.
Pero hay que sobreponerse y olvidarse de nuestros cercanos parientes. Al fin y al cabo, la fiesta ya ha empezado y muy pronto será sólo nuestra.
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