Dolor de bosques
Con los árboles, los bosques, con la naturaleza en general, nos ocurre lo que con las víctimas de lejanas tropelías. Tantos niños muertos, tantas hectáreas quemadas. Ardemos de indignación, pero resulta más difícil arder de dolor. Tendría que arder el suelo (como suele), pero debajo de nuestros pies, para que sintiéramos la aflicción por la tierra, la pena por la desaparición de cuanto nos sustenta; algo que siempre fue real, que sigue siéndolo, aunque lo hayamos cubierto de artificios. La tierra se asfixia bajo el peso de los andamios y las estructuras metálicas, los bloques prefabricados y las tejas tirolesas; casi no respira entre las rendijas de los rascacielos, sufre la lepra de las urbanizaciones. A ojos de pájaro (o de avioneta, helicóptero o avión de vuelo chárter), este país se parece cada día más a un cementerio, pero sin cipreses. Cuando sobrevuelo Francia se me cae la baba de envidia. Pese a que allí también construyen lo suyo, hay extensiones de verdor todavía tan amplias, tan bellamente delimitadas y cuidadas, que emociona mirarlas. Aquí nos ha jodido el clima, mira tú por dónde. Si hubiéramos tenido unas lluvias como las del sur de Inglaterra (aunque ahora se desertiza por la sequía, hasta allí llega la revancha del planeta) no se habría producido la violación sistemática de nuestras costas. Obviedad, lo mío. Pero es que la realidad es obvia y empecinada.
Emprendí hace poco un viaje a Gandía desde Barcelona, siguiendo la línea de la costa. Salvo unos cuantos naranjales milagrosamente sobrevivientes (aunque quién sabe hasta cuándo), el paisaje enmarcado por las ventanillas del tren, primero, y del automóvil, después, no dejó de ofrecerme una sarta de esos ingenios mecánicos llamados grúas que tan aviesamente forman parte de nuestra vida cotidiana, en la ciudad o en lo que eufemísticamente llamamos campo. Los caminos conducen de una grúa a otra, de un proyecto de felicidad urbanizada a otro. No hay salida.
Y además, el fuego. Lo poco que permanece de campo, de monte, de bosque, de árboles, y sus arroyos, sus pájaros, sus cañadas, sus riachuelos, sus flores silvestres: a tomar por saco. No sólo son terrenos a ocupar e invadir con la plaga de las construcciones. Es que, incluso cuando no se les puede sacar más partido que el goce estético, el paisaje, el pulmón de todos sufre el sarcástico destino de convertirse en entretenimiento de quienes no saben ni cómo moverse en la naturaleza. Se me entienda bien: me meto yo misma en el saco. Si me soltaran en un plantío de grúas me las arreglaría mejor que en el campo. No digo ya si encima me dedicara a asar unas chuletas entre los matojos.
Hete aquí una mutación sorprendente que ha tenido lugar ante nuestras narices, en nuestro organismo contemporáneo, sin que nos apercibiéramos. Y es que todos somos ya ciudadanos. No en el sentido metafórico igualador con que el término se usaba en la Revolución Francesa: ciudadano, ciudadana. No. Somos urbainútiles, y ni siquiera como tales poseemos más dotes que aquellas a las que nos ha reducido la comodidad. Es decir, tenemos el don de encajar enchufes y oprimir botones. El viejo chiste que nos contábamos a costa de mundos más materialistas, de países más mecanizados (aquel de que los niños creen que los pollos nacen con estuche de plástico), por fin nos ha sucedido. Puestos a ignorar, hemos olvidado también los conocimientos prácticos no ya del remoto ayer rural, sino los rudimentos del mero anteayer: que las estufas a butano no pueden dejarse funcionando por la noche mientras dormimos con las ventanas cerradas (una tragedia se produjo por semejante error: a muchachos que sabían perfectamente cómo manejar un teléfono portátil).
Ay, amigos, qué poquitos árboles, qué poquitos bosques, qué poquitos campos, entre los poquitos que quedan, se encuentran libres de nosotros, de nuestra amenaza. Aguardan convertirse en estadísticas, en hectáreas maltratadas, mientras nosotros nos preguntamos por qué demonios no se detiene el viento cuando le dirigimos el mando a distancia.
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