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IDA y VUELTA
Columna
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Paso restringido

Regreso fugaz a Barcelona después de unos días en la costa. A la altura de la autovía de Castelldefels, finjo ser un extranjero que llega por primera vez. En el arcén de la carretera, varias muestras de la globalizada prostitución local, de silla de plástico, parasol y ademanes hastiados. El sol, durísimo, ilumina una escena en la que, en un mismo fotograma, coinciden una pancarta en la que se lee "El soroll dels avions no ens deixa viure", el fuselaje descendiente de un avión culpable, el anuncio de una gasolinera y un coche adelantando temerariamente a un motorista sin casco. Soy extranjero, me repito, nunca he estado aquí y sólo conozco Barcelona de oídas o a través de lecturas como la que, hace poco, publicó Adolfo Sotelo, Viajeros en Barcelona, recopilación de artículos sobre personajes que vivieron la experiencia de llegar por primera vez a esta ciudad. Unamuno, Azorín, Galdós, Valle-Inclán o Max Aub, que elaboró una inquietante descripción orgánico-metafórica: "Su esternón, el paseo de Gràcia; sus húmeros, Diagonal yCortes; sus radios, el paseo de Sant Joan, y el Paral.lel, cruzados, unidos por sus manos de mar, sosteniéndose el corazón y las tripas: Las Ramblas, sus arterias y sus venas, acuchilladas por la Via Laietana, apuñaladas arteramente por el Portal del Àngel, desangrándose en el mar; su coxis, el puerto; sus piernas y su andar, el viento y las olas".

Me lo repito mientras me pregunto qué clase de medicación debía de tomar Aub. Entrando por la Gran Vía, más que un organismo vivo, Barcelona parece un cadáver en plena autopsia, a juzgar por la cantidad de zanjas, señalizaciones y pictogramas de emergencia y grúas entrecruzadas. Una indicación me persigue por la Gran Via, luego por la calle de Entença y, finalmente, por la calle de Balmes: "Pas restringit per obres". Nada de lo que me contaron se parece a esta excepcionalidad. Me sorprende el ruido y una cantidad de motos muy superior a la que cualquiera pueda llegar a imaginar. Conducir un coche en estas condiciones requiere de mucha atención y obliga a hacer sucesivas paradas para reponer fuerzas. Afortunadamente, hay terrazas donde cargar el depósito con líquidos no inflamables, refrescos de lata o ancestrales brebajes como la horchata, esa cosa deliciosa y extraña. Hace rato que he dejado el coche en un aparcamiento de pago e intento reconocer la Ramblas de los prospectos, de las películas y de la literatura entre ese tumulto amogollonado que satura mi capacidad para analizar estímulos. La ventaja de ver por primera vez la plaza Reial es que no puedes darte cuenta de lo degradada que está. En la puerta del mercado de la Boqueria, me salva un tenderete minimalista de horchata Món. Una estructura simple y una dependiente amable, sofocada y muy competente, que me sirve una dosis razonable a cambio de dos euros. El mercado es, en efecto, una maravilla, y son muchos los turistas que se detenien a comprobarlo. Otro vaso de horchata. Recuerdo el libro de Sotelo: Machado vivió en una torre del paseo de Sant Gervasi y Rubén Dario describió el pueblo catalán como un pueblo robusto. Pongo la radio, algo que todo turista debería hacer cuando llega a su destino. Entrevistan a un tal Josep Piqué. Habla de una cosa llamada Estatut. Por lo visto, debería ser la Constitución de este pueblo robusto. Dice Piqué que se ha leído el borrador y que tiene 500 páginas. Quizá, más que políticos, necesitaría la intervención drástica de un editor o de esas brigadas incansables que, día y noche, abren zanjas, ponen y quitan conos, suspiran para desahogarse del calor y, de vez en cuando, clavan sobre el asfalto una conclusión que, seguro, marcará nuestro futuro: "Pas restringit per obres".

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