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Columna
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Nombrar o negar

A raíz de mi artículo de hace unas semanas "El objeto no permitido", en el que conté mis dificultades para hacerle llegar un libro a un preso, han sido varios los funcionarios de prisiones que, más o menos amablemente, me han escrito para darme explicaciones, la mayoría poco o nada convincentes. Pero además han aprovechado para afearme mi vocabulario. No es que soltara yo tacos en dicha pieza -quién sabe si les habrían molestado menos-, sino que recurrí a antiguas y verdaderas palabras castellanas, hoy sin embargo mal vistas por ellos y casi proscritas de los medios de comunicación, a lo que parece. Así, me han reprochado que hablara de "presos" o "presidiarios" y no de "internos"; de "carceleros" o "guardianes" y no de "funcionarios de prisiones"; del "alcaide" y no del "director" de una prisión; de "cárceles" y no de "establecimientos penitenciarios". Opinaban que la palabra "carcelero" la usaba yo despectivamente, y que lo de "alcaide" debía dejarlo para las películas. Es curiosa la inversión que hacían: si a éstos se los llama así en el cine es porque ese vocablo de origen árabe (al-qa-'id, el general, o el que conduce las tropas; se asemeja mucho a Al Qaeda) existe en español desde hace siglos y es el específico para denominar al que "en las cárceles tenía a su cargo la custodia de los presos", según el DRAE. En cuanto a "carcelero", dice el mismo diccionario, tan sólo significa "persona que tiene cuidado de la cárcel". No hay, por tanto, nada represivo, ni peyorativo, ni despectivo, ni despreciativo, en esos términos: son los que desde hace mucho han definido una realidad con precisión y sonoridad, con autenticidad y sin eufemismos. También sin remilgos ni cursilería.

Supongo que cada profesión, como cada raza, puede decidir llamarse a sí misma como le plazca. Pero no tiene derecho a imponer a los demás la denominación de su antojo, y menos aún a los escritores, que solemos ser de los pocos -bueno, algunos- que intentamos mantener viva la lengua, sin teñirla de homogeneidad y asepsia ni consentirnos tics burocráticos. Si ya en tiempo de Franco los porteros de las casas decidieron ser oficialmente "empleados de fincas urbanas", allá ellos en sus membretes y asociaciones, pero no podían pretender que el conjunto de la población se refiriera a ellos de esa manera antieconómica, pomposa e impropia. Si los profesores quisieron llamar a la pizarra "soporte vertical instructivo" o algo así de necio, y al recreo "segmento lúdico" o sandez parecida (comprenderán que no haya retenido las expresiones exactas), allá ellos en sus comunicados internos, pero habían de aceptar que nadie fuera a secundarlos en esas bobadas. Por desgracia sí han sido secundadas, en la prensa (con este periódico, ay, a la cabeza de toda filfa "correcta"), palabras larguísimas y absurdas como "subsaharianos" para referirse a los negros, o "magrebíes" a los moros. En este último término tampoco hay nada negativo, e indica más o menos lo mismo que la privilegiada "magrebíes", a saber: individuos procedentes de Mauritania. También está hoy prohibido hablar de "mongólicos", en favor de la interminable acuñación "afectados por el síndrome de Down", cuando aquel vocablo antiguo se limitaba a describir cierta semejanza de rasgos con los de los oriundos de Mongolia, contra los cuales, que yo sepa, nadie tiene nada, o si acaso pasmo ante el más famoso de ellos, Gengis Khan el conquistador.

Desde mi punto de vista, quienes en verdad ejercen discriminación hacia las profesiones, las razas o las personas son precisamente quienes se avergüenzan de sus inocuos nombres tradicionales y ven en ellos algo malo. Porque lo cierto es que en casi ninguno lo hay, si se acude al diccionario o se va a la etimología, y quienes los condenan, repudian y cambian, lo que suelen ver negativo es la cosa misma (al carcelero, al preso, al negro, al moro, al mongólico), y tratan de disimularla con la alteración y el eufemismo supuesto. Las lenguas han servido siempre para nombrar la realidad, no para negarla. Y sin embargo es esto último lo que los diferentes poderes llevan intentando hacer decenios, arrastrando consigo a muchos ingenuos. A los negros de los Estados Unidos no les gustó que se los llamara "Negroes" -una palabra extranjera, española, luego per se ya un eufemismo- y se cambiaron a "coloured-people" ("gente de color") durante unos años, hasta que eso les pareció también mal y escogieron "blacks" (lo mismo que "Negroes", sólo que ahora en inglés), hasta que al cabo de un rato eso les desagradó y pasaron a las siete sílabas de "African-Americans", que ya veremos cuánto más duran sin ser estigmatizadas. Si uno ve negatividad en inocentes palabras que nada tienen de negativo en sí mismas, lo que en verdad está proyectando es su negatividad hacia lo denominado, y no hacia la denominación propiamente.

Por eso, en lo que a mí respecta, y entre otros motivos, al hablar y escribir -aunque sea en prensa-, seguiré valiéndome de la lengua para nombrar la realidad, me guste o no, y jamás para ocultarla, enmascararla o negarla.

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