Las cloacas de la justicia china
Desesperados por la corrupción de las autoridades locales, miles de campesinos acuden a Pekín en busca de ayuda
Atenazada entre un canal sembrado de basura, una vía de tren que conduce a una de las estaciones de la capital y una amplia avenida por la que los coches circulan a toda velocidad, late en el sur de Pekín una barriada de chabolas y casuchas de ladrillo llamada Huayuan (Jardín de Flores). Las bolsas de plástico, los desechos y los callejones de tierra visten esta aglomeración rodeada de edificios dormitorio de nueva construcción. Pero, hoy, pocos llaman a este barrio por su poético nombre, sino Shangfang Cun (El Poblado de las Apelaciones).
Varios miles de personas llegadas de todo el país se hacinan en los asentamientos que han surgido en esta zona, a la espera de que el Gobierno central resuelva las peticiones que rechazan las autoridades en sus provincias. La mayoría busca justicia por la expropiación ilegal de sus tierras a manos de funcionarios corruptos, otros reclaman indemnizaciones por la demolición de sus casas o la solución a crímenes olvidados. Algunos llevan años residiendo en este lugar. Otros vienen cada mes. Por tres yuanes (30 céntimos de euro) al día alquilan un trozo de colchón en una habitación sórdida, compartida hasta por 20 personas, incluidos niños.
"Me quitaron la tierra, me dieron una paliza y rompieron mi familia", dice Ni Wuming
En los callejones insalubres del poblado cuelgan de las paredes bolsas de plástico, con las pertenencias de los inquilinos. Una mujer cocina en el suelo en un hornillo de carbón. Otra vacía una palangana.
Zhang Guiqing atraviesa el muro que separa la línea férrea de las casas, cruza la vía y se sienta en el suelo, a cubierto de oídos indiscretos. "Hay que tener cuidado, porque algunos peticionarios y periodistas han sido detenidos y golpeados", advierte esta mujer, de 49 años, de la provincia norteña de Jilin, que vive en Shangfang Cun desde finales de 2003.
Zhang lleva 10 años luchando para que le compensen por la tierra, que, según dice, confiscó y vendió el líder de su pueblo, a cambio de una comisión, sin pagarle nada a ella ni a su familia. Hoy, en su lugar hay una fábrica de componentes de automóvil. "Era nuestra tierra desde hacía 22 años. Acudí a todas las instancias provinciales, pero no logré nada, salvo que me metieran cuatro veces en la cárcel, dos de ellas durante seis meses", cuenta.
La expropiación ilegal de terreno agrícola para construir proyectos inmobiliarios o infraestructuras ha sido una constante en la última década por todo el país. En China, el suelo es propiedad del Estado, lo que otorga un gran poder a los dirigentes locales a la hora de confiscarlo en nombre del interés público. Los campesinos sólo poseen el derecho de uso.
Se estima que cada día hay en Pekín entre 6.000 y 36.000 personas que reclaman ante organismos como La Oficina de Quejas y Cartas, dependiente del Consejo de Estado, la Comisión de Disciplina del Partido Comunista Chino (PCCh) o el Tribunal Popular Supremo. El Gobierno recibió más de 10 millones de apelaciones en 2003.
Los peticionarios son detenidos a menudo por la policía, que viene a buscarlos desde sus provincias, sobre todo en periodos sensibles, como la sesión anual de la Asamblea Popular Nacional, en marzo. A pesar de ello y de que sólo el dos por mil de las demandas tiene resultado positivo, el número de quienes acuden a la capital -una costumbre que data de tiempos de los emperadores- no ha cesado de crecer en los últimos años, a medida que han aumentado el descontento y las protestas entre la población, causados por las crecientes desigualdades derivadas de las reformas económicas.
Durante el medio siglo de reinado del PCCh, el sistema de reclamaciones conocido como shangfang -que es independiente de la vía judicial- ha proporcionado a los afectados una oportunidad de ver corregidas decisiones injustas de los Gobiernos locales. Pero las quejas han alcanzado tal número que han obligado a Pekín a revisar el sistema. La nueva reglamentación, que entró en vigor el 1 de mayo, pretende forzar a los dirigentes regionales a que presten más atención a los afectados para que no viajen a la capital. Al mismo tiempo endurece las medidas contra quienes se concentran ante los edificios oficiales para protestar.
"Los habitantes de las áreas rurales necesitan el sistema de peticiones. Pero también lo necesita el Gobierno central. Por un lado, le sirve de canal de información sobre la gente, y por otro le permite supervisar y presionar a los Gobiernos locales", explica Zhao Xiaoli, profesor de la Facultad de Derecho en la Universidad pequinesa de Qinghua.
"La política del Gobierno central es buena. El problema son las autoridades locales, donde hay mucha corrupción", prosigue Zhang Guiqing, que vive de recoger botellas de plástico. A un centenar de metros, detrás de una valla de madera, un hombre se arroja al suelo ante el extranjero, hinca las rodillas y toca la tierra con la frente varias veces (el antiguo gesto de respeto y sumisión conocido como koutou) mientras estalla en sollozos pidiendo ayuda. Ni Wuming, de 58 años, de la provincia de Heilongjiang, comenzó a tener problemas cuando, a mediados de los noventa, se erigió en cabecilla en su pueblo para luchar contra las expropiaciones. "Todos tenían miedo, menos yo. Pero, al final me quitaron la tierra, me dieron una paliza y rompieron mi familia. Desde 1996, no sé dónde están mi mujer y mis cuatro hijos", dice.
"En China, sólo hay derechos humanos para los ricos", afirma otro hombre en una habitación oscura de apenas seis metros cuadrados en la que dormitan varias personas.
El profesor Zhao asegura que el shangfang supone un gran factor de presión para acelerar la reforma en marcha del sistema legal. Pero cree que su revisión no reducirá la llegada de demandantes a la capital. "La gente no confía en los Gobiernos locales. La solución debe ser una reforma democrática".
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