Con vocación de claretes

Con la primavera, como las oscuras golondrinas, llegan los rosados, un festival de color que va desde el anaranjado pálido al cereza intenso, y aporta la gracia sugestiva de los aromas a frutas carnosas, frutillos silvestres, flores blancas o secas, hierbas húmedas de un bosque encantado. Una vez más, la cata evidencia lo que parece una tendencia imparable: nuestros rosados siguen ganando peso, se visten de mayor y aspiran a ser considerados auténticos claretes, que es la antesala del tinto sin tapujos.

No es de extrañar que esta escalada en el color, el cuerpo y la consistencia sápida desaten las alarmas. Sobre todo cuando la mayor opulencia, carnosidad e intensidad sápida ya no se basa sólo en varietales poderosos como cabernet, syrah o merlot. Ahora participan uvas tradicionales, como tempranillo, garnacha, bobal y monastrell, con la irrupción desprejuiciada de otras tenidas por menores, como la rufete, que dan brillo a la frescura aromática tradicional, democratizando el reino del rosado.

En este 2004, que jugó al suspense durante la pasada vendimia para terminar regalando una añada excepcional aunque complicada, la calidad alcanzada por los mejores rosados es soberbia. La mayoría resultan frescamente suculentos, subidos de color y ligeramente alcohólicos. Calidad que se expande como una gratificante mancha que cubre ya toda España.