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Columna
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La música más humana

Con la desaparición de Carlo Maria Giulini pierde la música a uno de sus más intensos reveladores y la humanidad uno de sus ejemplares que con mayor nobleza la enaltecen. Perteneciente a la generación de la posguerra mundial, en la que cuentan Celibidache y Karajan, Giulini se formó con los maestros de las generaciones anteriores, primero como instrumentista de viola, después como conductor capaz de reunir y unificar las líneas cualificadoras de la escuela germana y la latina en interpretaciones no ya de referencia, sino tan señeras como singulares.

La carrera del director Giulini comienza un día de 1944 con la Orquesta del Augusteo de Roma para continuar con las titularidades de las sinfónicas de la RAI de Milán, Viena o Los Ángeles, que alterna y compatibiliza con su grandiosa labor operística o la cada vez más decisiva tarea de magisterio, bien fuera en la Accademia Chigiana de Siena, bien en su última aventura en la Scuola Musicale de Fiesole.

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Era Giulini hombre de cultura tan refinada como demandaba la naturaleza de su espíritu. Conversaba sosegadamente y sin la menor pretensión de imponer sus juicios y opiniones y sentía desde el primer momento que su existencia no podía realizarse sino a través de la música: la que sabía explicar con clarividencia y sentir con pasión sometida a razón. Así pudo penetrar en las últimas verdades de Verdi (Traviata o Don Carlos), en la grandeza, y la intimidad de Bruckner, en la energía de Beethoven, en la pena de Falla, cuya Vida breve sentó cátedra, en el vuelo de Pergolesi que gustaba realizar junto a Teresa Berganza y Mirella Freni hasta tornar en trascendencia la levedad. Y es que el maestro que se nos ha ido alzaba la necesidad de sus primores a impulsos de su hondísima y pura humanidad.

Actitud humilde, primero, y coprotagonista, después. "En el momento de encuentro entre el intérprete y la obra en una suerte de romance amoroso", escribió Giulini, "debe primar la más acusada humildad y la igualmente grande intensidad iluminadora a fin de entender el genio que nos sobrepasa. Mas en el instante de subir al podio ante la orquesta la humildad no está permitida. El intérprete es ya Beethoven y su obra se torna mi obra. Desde ese primer momento hasta el último acorde no pienso en lo que yo pueda ser sino solamente en la música. Poco después, al descender del estrado, recobro al hombre ordinario que era antes". Sólo puede contradecirse el párrafo del maestro en las últimas palabras pues Giulini no fue jamás un hombre vulgar, como no lo fueron sus guías en la Santa Cecilia de Roma o en cualquier gran formación en la que Bruno Walter o Klemperer dictaban sus saberes y difundían la excelencia de un ideario que era, sobre todo, un acto de amor. Sin semejante actitud, la interpretación musical nunca será del todo verídica.

Hace cuatro años que Giulini recibió de manos de la reina doña Sofía el Premio Yehudi Menuhin a la integración de las artes y la educación instituido por Paloma O'Shea en su Escuela Superior de Música. Fueron jornadas inolvidables de las que nos queda, como recuerdo y enseñanza, una grabación preciosa. Una más y muy especial emoción entre tantas como nos hizo sentir Carlo Maria Giulini en Berlín, Madrid, París, Milán. Existencias como la de este artista sin vanidad ni fronteras nos dan fuerza incluso para superar los mayores duelos y quebrantos.

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