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Columna
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Siempre nos quedará Londres

"No queremos germanizar a Europa, sino europeizar a Alemania". Con esta frase histórica respondía el entonces canciller federal, Helmut Kohl, a los recelos y temores que la reunificación alemana producía en las principales capitales comunitarias, cuyos líderes, encabezados por el francés François Mitterand, predecían catástrofes futuras para el Continente, incluida la posibilidad de un futuro enfrentamiento inter-europeo. Kohl consiguió la reunificación gracias, principalmente, al apoyo sin reservas de EE UU, con Bush padre en la Casa Blanca, y a la anuencia del líder aperturista soviético, Mijail Gorbachov, cuya oposición inicial a la desaparición de la Alemania oriental fue vencida con la promesa de una sustancial ayuda económica por parte de Bonn. Kohl mantuvo esa política de contacto permanente con sus colegas de ambos lados del ya caído telón de acero en los ocho años que se mantuvo todavía al frente de la cancillería federal. Sus largas conversaciones telefónicas con grandes y pequeños explicando la posición alemana en toda clase de temas acabaron por disipar cualquier suspicacia inicial sobre los fines últimos de la reunificación.

Así siguieron las cosas hasta que, en 1998, Kohl perdió las elecciones tras 16 años al frente de los destinos alemanes. La derrota electoral del democristiano no sólo significó un relevo de líder y de partido en la cancillería, sino la llegada al poder del primer político de la generación de la posguerra. Gerhard Schröder no se sentía, como sus antecesores, atado por la historia y, desde el primer momento, trató de proyectar la influencia alemana al Este y de convertirse en el interlocutor privilegiado de la UE con Rusia. Tres años antes, en 1995, Jacques Chirac había triunfado en su tercer intento de llegar al Elíseo. Sólo que con unas intenciones distintas a las de Kohl. Chirac sí quería, en la mejor tradición gaullista, afrancesar a Europa y no a la inversa. Su obsesión era crear en el contexto mundial un contrapeso europeo "frente a" y no "junto a" EE UU. Y para esos fines buscó un aliado, el único propicio en la Europa de la década anterior a compartir esos objetivos: Gerhard Schröder. El eje París-Berlín había nacido con la pretensión de dominar en todos los órdenes la política europea. 23 al servicio de 2. Solo que algunos no se plegaron al binomio y, en seguida, fueron tachados de antieuropeístas. ¿Que, tras imponer a todos un pacto de estabilidad, de aprobar una directiva de servicios y de llegar a un acuerdo sobre productividad y crecimiento, los señores Schröder y Chirac deciden que, por el desastre de sus economías, no es oportuno aplicar los acuerdos? Pues, donde dije digo, digo Diego.

Es en esa prepotencia franco-alemana donde hay que buscar las razones últimas para el abrumador rechazo del tratado sobre la Constitución de un país tan eminentemente europeísta como Holanda, el mayor contribuyente neto per cápita de la Unión, así como el sustantivo avance de los noes en países tan diversos como Dinamarca, Luxemburgo, Irlanda, Polonia y la República Checa. En cuanto al no francés, las razones son distintas, pero todas derivan de la inseguridad ante el futuro, del convencimiento de que su modelo actual es insostenible y de que los cambios, inevitables, serán traumáticos. Es magnífico hablar de la Europa social y buscar un chivo expiatorio en el liberalismo económico y el modelo anglosajón. Pero la realidad es que, como recuerda Nicolas Baverez, en los setenta el PIB británico era un 25% inferior al francés y ahora es un 10% superior e, incluso, la renta per cápita de Irlanda rebasa a la francesa. El ex comisario del Mercado Interior, Frits Folkenstein, se preguntaba en Financial Times: "¿Cómo se puede calificar de social un modelo económico que genera un 12% de desempleo en Alemania y un 10% en Francia? En su Prólogo para franceses de La rebelión de las masas, Ortega calificaba a los pueblos continentales de "inmaduros y pueriles". "Y, al fondo, detrás de ellos, Inglaterra, como la nurse de Europa", escribía. El 1 de julio, el Reino Unido se hace cargo de la presidencia semestral de la UE. Siempre nos quedará Londres.

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