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64ª FERIA DEL LIBRO DE MADRID
Columna
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El filósofo desenfocado

Manuel Cruz

Convocar a escena a un pensador por el solo motivo de que se cumpla un determinado número de años de su nacimiento o de su muerte implica colocar al convocado en una posición ciertamente delicada. Sartre murió en 1980 a los 74 años, por lo que se da la singular circunstancia de que en el presente 2005 se cumplirán tanto el vigesimoquinto aniversario de su muerte como el centenario de su nacimiento. Estamos, pues, ante un año Sartre matemáticamente anunciado.

El asunto carecería de mayor importancia -no dejaría de constituir una anécdota curiosa, una travesura de la contabilidad biográfica- si no fuera porque el autor de El ser y la nada no ha estado demasiado presente en el debate filosófico de los últimos tiempos. Por el contrario, la tendencia dominante ha sido más bien a apostillar casi de inmediato, en cuanto su nombre aparecía por cualquier circunstancia, el anacronismo, cuando no la obsolescencia, de buena parte de sus planteamientos.

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Alguien podría inferir de lo anterior el carácter no ya sólo convencional, sino completamente artificioso de las conmemoraciones que puedan organizarse, y no le faltaría un punto de razón. Pero esa razón sólo sería completa si consiguiera probar de forma concluyente que nada hay ni en las ideas ni en la trayectoria político-filosófica sartrianas digno de ser recordado. Y no parece, desde luego, que ése sea el caso. Sin necesidad de reincidir en el reiterado reproche de que Sartre se equivocó en casi todas las polémicas que emprendió a lo largo de su vida, de tal forma que el paso del tiempo ha terminado por considerar que tenían razón aquellos que en su momento fueron más denostados (Camus, Merleau-Ponty, Lefort...), lo cierto es que, a pesar de los años transcurridos, su presencia no se ha desvanecido por completo, sobreviviendo en nuestra sociedad en forma de tópicos que le son atribuidos y por los que se le define.

Tal sería el caso de la identificación de nuestro autor con la imagen del filósofo comprometido, identificación que alcanzaría una máxima repercusión publicística con ocasión de su rechazo, en 1964, del Premio Nobel de literatura, o su implicación política con la izquierda maoísta francesa a lo largo de los años setenta. Pero quizá mayor repercusión haya alcanzado la atribución a Sartre de una afirmación que, en el modo en que ha sido comúnmente interpretada, él nunca defendió. Me refiero a la afirmación según la cual "el infierno son los otros". Estas palabras, como es sabido, no pertenecen a ninguna de sus obras filosóficas sino a una obra teatral, A puerta cerrada, y el personaje que las pronuncia hace referencia al hecho de que la mirada ajena nos interpreta y nos pretende dominar.

Es curioso: quizá en aquello que nunca dijo es en lo que más razón tuvo Sartre. Contra lo que tantos blandos humanistas (alguno de ellos incluso de la tropa marxista) le recriminaron, son los demás la causa de nuestros sufrimientos. Maticémoslo, vale: probablemente lo son a su pesar, y el hecho de serlo también lo padecen ellos mismos. Pero -matiz arriba, matiz abajo- la intuición de fondo es potente: vivimos en un mundo cada vez más duro. El infierno se expande. El horror habita entre nosotros y ha venido para quedarse. Sartre no lo dijo exactamente así, pero nos lo anunció o, si se prefiere, nos dejó a las puertas de pensarlo. Pero eso, claro está, no significa que nos lo tengamos merecido.

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