La valentía de Júnior
Júnior respira hondo antes de abrir la puerta. Luego enciende la luz, se sitúa delante del espejo, se levanta la chaqueta del pijama y se mira de frente, pero no guiña los ojos ni los entorna para hacer trampas, como antes. Sí, se dice, seguro que sí, y entonces se atreve a ponerse de perfil. Se mira, relaja el cuerpo, vuelve a mirarse, mete tripa, se mira otra vez. Y entonces, por fin, se dirige con aplomo a la esquina del cuarto de baño. Cuando tiene la báscula delante, cierra los ojos y piensa en Matilde.
Júnior, que tiene trece años y dos costumbres, la de ser el niño más gordo de su clase y la de pensar mucho, porque en su situación y llamándose además Pascual Martín Martínez, no le queda más remedio que pensar mucho, dedica desde hace tiempo una buena parte de sus pensamientos a Matilde, su amiga gorda y fea, con el pelo rizado y hierros en los dientes, que apenas puede salir de casa porque es hija y nieta de dos mujeres acostadas, tumbadas por la vida y sin fuerzas para levantarse. Él, que ha aprendido en los libros casi todo lo que sabe, porque a los niños como él, en la vida verdadera no les pasa casi nada, ha desarrollado un sentido estricto, hasta exasperado, de la justicia, pero antes de conocer a Matilde, esa militancia solitaria nunca le había servido de mucho. Ahora sí. Ahora, en lugar de compadecerse de sí mismo, tiene alguien de quien ocuparse, alguien que se lo merece, que le necesita, que tiene mucha menos suerte, un destino mucho más injusto que el suyo. El patito feo no podía contemplarse a sí mismo más que en la belleza de sus hermanos. Júnior, inteligente, gordo, invisible para todos en el instituto, en las excursiones, en las fiestas a las que rara vez le invitan, ha podido sin embargo mirarse en Matilde, mirarse y reconocerse, mirarse y preocuparse, mirarse e indignarse, mirarse y trazar una raya en el suelo para proclamar con rotundidad que hasta aquí, sólo hasta aquí, hemos llegado. Pero ni un paso más.
-No te entiendo -le dijo ella cuando se lo anunció.
-Pues está clarísimo -contestó él-. Tú y yo vamos a cambiar, Matilde. Vamos a cambiar, pero del todo, completamente, vamos a cambiar pero ya.
-No sé cómo
Júnior se paró, resopló, la miró, se preguntó si iba a atreverse, si ella podría soportarlo, si no estaría equivocado, si aquello valdría la pena, y cuando estaba a punto de renunciar, tuvo una idea.
-No estoy hablando de ti, Matilde, hablo sólo de mí, pero te lo cuento porque estás ahí, porque eres mi amiga, y yo nunca he tenido una amiga así, como tú, antes de ahora, ¿sabes? Así que no hablo de ti, hablo de mí, y yo estoy harto ya de ser yo, estoy harto de ser el empollón gordo y con gafas, estoy harto de que las chicas que me gustan ni siquiera me vean, estoy harto de que se rían de mí y de preocuparme cuando nadie se ríe, porque eso significa que no me tienen en cuenta ni para eso. Estoy harto y Bueno, voy a dejar de ser así. Y ya sé que el mundo es un asco, que todo es injusto, que no me merezco lo que me pasa. Pero yo vivo aquí, no puedo mudarme a otro mundo, no lo hay. Yo no puedo cambiarlo, y quejarme no me sirve de nada. Eso es lo que yo creo y te lo digo por si No sé, por si te apetece acompañarme, porque si nos ponemos los dos, sería más fácil.
Ahí se atascó, la miró, afrontó su mirada. Su amiga tenía los ojos muy abiertos, una expresión amarga en los labios y ganas de estar callada. Cuando se decidió a hablar, huyó con los ojos hacia algún lugar impreciso, al otro lado de la ventana.
-¿Sabes lo malo de eso, Júnior? Lo malo de eso es que hay que verse primero, ver lo que pasa, entenderlo, aceptarlo. Eso es lo malo, que luego, ya, si no sale bien Ya te has visto, ¿no?, te has mirado, ya lo sabes No sé cómo explicarlo, pero -entonces volvió a mirarle, sonrió-. Eres muy valiente, Júnior.
-Nada está escrito -respondió él-. Nada. Todo puede cambiar, si uno quiere.
Ahora, al poner los dos pies en la báscula, lo repite, nada está escrito. Desde que lo dijo por primera vez, ha pasado exactamente un mes. Un mes sin bollos, un mes sin pan, un mes sin chocolate, un mes sin salsas. Un mes entero. Ése fue el plazo que pactaron, y los dos sabían que la gente suele pesarse todas las semanas, pero ellos eligieron el riesgo, el camino más duro, la perseverancia en la valentía.
Júnior abre los ojos, mira la báscula y sale corriendo. Cuando llega al piso de arriba, Matilde está en la puerta, muy sonriente.
-¡Cuatro setecientos! -grita, y le abraza.
Júnior le devuelve el abrazo y la sonrisa. Él ha adelgazado cincuenta gramos más.
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