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Columna
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La temporada sádica

Por fin llegó el ansiado buen tiempo (al menos cuando esto escribo) y con él la eclosión máxima de lo que más gusta y satisface a la mayoría de los españoles, a saber: el ruido. Hace ya mucho que sólo tenemos un rival mundial en este aspecto, el Japón, como es sabido. Una temporada son los japoneses quienes quedan primeros en la lista de países ruidosos y a la siguiente somos nosotros, y así se pasan las décadas, sin que nadie haga nada por remediarlo. Algunos Ayuntamientos, el de Madrid entre ellos, anuncian una denodada lucha contra el estruendo, algo mucho más dañino que el tabaco y los coches, porque no sólo afecta a la salud física sino sobre todo a la psíquica (no es de extrañar, por tanto, que tantos de nuestros políticos estén desequilibrados). Lo anuncian, claro está, en el periodo electoral, porque luego, una vez establecidos, son sin duda los que causan más estrépito, eminentemente con las disparatadas, injustificables y obsesivas obras. Ya saben que Madrid se lleva en esto la palma, y que de nada ha servido la sustitución del charanguero alcalde Manzano por el musical Gallardón. Yo tenía la esperanza de que, como todo melómano auténtico, él amara también el silencio. Pero se conoce que, más que cualquier otra afición o tendencia, pesa la excitación de verse, con casco, dirigiendo tuneladoras, martillos neumáticos y taladradoras, en permanentes viajes falsos hacia el centro de la Tierra. Si a eso añadimos que los servicios de limpieza contratados desde hace años por muchos de nuestros ediles han desechado las calladas escobas en favor de máquinas con monstruosos motores ensordecedores, nos encontramos con que los supuestos encargados de poner freno a los ruidos son sus productores más entusiastas y desconsiderados. Es como si la policía se dedicara a atracar bancos y transeúntes, a cometer asesinatos y a poner bombas, y por supuesto no se detuviera nunca a sí misma. Ya sé que esto ya ocurre en algunos países americanos: a su altura estamos, en lo referente al ruido.

Así, pese a las mendaces promesas, todo sigue igual en cuanto al estruendo. Pero no -miento-; no sigue igual, sino que empeora: como nada se está nunca quieto, y en España está comprobado que la disminución del ruido ni puede ni quiere darse, no dejan de buscarse medios para incrementarlo. No sé si lo habrán observado, pero yo he registrado nuevos focos de lo que tan hipócritamente llaman "contaminación acústica" quienes más contaminan.

He aquí unos pocos ejemplos: como casi nadie está dispuesto a esforzarse, el uso de altavoces, bocinas, megáfonos, micrófonos y amplificadores alcanza a cada vez más profesiones. En mi zona, los vecinos estamos condenados ahora a oír, en leguas a la redonda, los soporíferos y chillones discursos de los guías turísticos, quienes no van a forzar la voz por nada del mundo y, aunque lleven a su cargo a tan sólo diez visitantes, se valen con desparpajo de cualquiera de esos artilugios. Lo mismo hacen la mayoría de los músicos callejeros, que no temen a la disuasoria contradicción de pedir monedas al lado de potentes y lujosos baffles, dignos de discotecas. A mí sí me disuaden, y me abstengo de darles ni diez céntimos a cuantos me obligan a escuchar sus matracas desde mucho antes de divisarlos y hasta mucho después de perderlos de vista. Y qué decir de los manifestantes de las cien manifestaciones diarias: éstos no sólo llevan amplificadores varios para sus arengas, sino además, de un tiempo a esta parte, espantosos silbatos que soplan al unísono -no se sabe con qué fin, ya que ni contienen consignas ni hacen pareados-, para perforar los inocentes tímpanos de sus conciudadanos. Otra novedad, aunque no absoluta, es la de los demenciales equipos de música (percusión invariable) a bordo de los automóviles. Siempre ha habido descerebrados que se creen en una película de Tarantino mientras avanzan con sus volantes, pero veo con horror que ahora se le ha puesto nombre a la taradez en cuestión -tuning, creo, y los nombres legitiman mucho-, y que nuestras televisiones, habitual caja de resonancia de todas las estupideces nuevas, dedican largos reportajes al fenómeno, tratando de descerebrar a un mayor número de conductores y de dañar, en consecuencia, un número aún mayor de indefensos oídos.

Y por último, la gran plaga: los teléfonos móviles tendrán cada día más prestaciones absurdas, pero no logran mejorar la calidad de su sonido, a tenor de las tremendas voces que pegan cuantos hablan por ellos. Y como por ellos habla todo el mundo, esté donde esté y sobre todo en los trenes, hay que sumar ese guirigay general al descomunal, español ruido ambiente. Hace unos pocos años, al menos, por las calles no existía este actual gallinero, o vocerío indecente. Por fin ha llegado el buen tiempo. En seguida deberán ustedes abrir las ventanas, para no asfixiarse. Quizá así sobrevivan. Pero apréstense a dejar entrar, a cambio, con más fuerza que nunca, todos estos enloquecedores ruidos, y otros que aquí no han cabido.

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