Pasado de moda
El problema de escribir ficción es pasarse demasiado tiempo a solas en un cuarto. A ratos, me pregunto si no estaré volviéndome loco. O si tal vez, y a pesar de las dudas, mi ira silenciosa no será la reacción normal de un ciudadano de a pie. El 11 de abril, para gran alegría mía, la Universal va a sacar un nuevo DVD de La canción de Carla. Un filme protagonizado por Bobby Carlyle, escrito por mí y dirigido por Ken Loach, cuya acción transcurre con el telón de fondo de la guerra financiada por EE UU en Nicaragua durante los años ochenta. Un lugar donde yo mismo había trabajado para una organización de derechos humanos. La gente de la Universal se ha mostrado realmente emprendedora y ha hecho cuanto estaba a su alcance para realizar un trabajo conjunto. Además del nuevo montaje del director, se incluye un folleto satinado con fotografías y extractos de mi introducción escrita en 1996. Yo estaba en un rodaje cuando me llegó la noticia de que se iba a publicar y apenas me dio tiempo a echarle un vistazo al sumario. Les mandé por fax un epílogo de un párrafo y entonces empezaron los problemas...
A pesar de los verdaderos esfuerzos que hizo el joven empleado de la Universal para que añadieran mi epílogo, los abogados le informaron de que, pese a la fórmula usual que les sitúa al abrigo de posibles responsabilidades, no podían arriesgarse. Mi agente recibió una llamada telefónica de un abogado informándole de que habían recabado la opinión de un asesor legal y consideraban lo que yo había añadido susceptible de ser "polémico e incendiario". Solicité una copia de dicha opinión, pero alegaron que habían sido manifestaciones "verbales". Pregunté quién era el asesor y en qué se basaba él o ella para emitir su opinión. Ni pío. Llegó la fecha límite y mi añadido fue excluido. No responsabilizo al equipo de la Universal, pues me consta que, en el mundo empresarial, la opinión de un asesor legal es tan importante como la del oráculo de Delfos entre los antiguos griegos. Y que unos y otros tiemblan ante sus presagios.
Aquí está el párrafo ofensivo: "El hombre que estaba en el centro de la operación USA que pretendía destruir Nicaragua durante los ochenta era mister John Negroponte, antiguo embajador de EE UU en Honduras. Éste afirma desconocer que se practicaran violaciones de los derechos humanos en Nicaragua o El Salvador durante esa época. En enero del 2005, George Bush Jr le nombró jefe del Servicio de Inteligencia Nacional. No le va a costar ningún trabajo dar todas las mañanas con un terrorista".
David Corn, periodista estadounidense, escribió largo y tendido sobre Negroponte: "Mientras estuvo en Honduras, y durante muchos años después" Negroponte negó repetidamente que tuviera noticia de atentados cometidos contra los derechos humanos en ese país. En una carta que dirigió a The Economist manifestó que "era sencillamente falso que los escuadrones de la muerte hubieran operado en Honduras". Corn le pidió entonces que explicara la existencia de un informe de la CIA que señalaba a los militares hondureños como los autores de "cientos de violaciones de los derechos humanos a partir de 1980, muchas de las cuales tuvieron motivaciones políticas y fueron sancionadas oficialmente" y las relaciona con "actividades de los escuadrones de la muerte". También cita una serie del Baltimore Sun publicada en 1995 que afirma que "una y otra vez... enfrentaron a Negroponte a la evidencia de que una unidad de inteligencia del Ejército hondureño, entrenada por la CIA, estaba acosando, secuestrando, torturando y asesinando a los sospechosos de subversión...".
Estados Unidos sobornó e intimidó a Honduras para que diera cobertura a la Contra que combatía a los sandinistas en Nicaragua. Negroponte, en calidad de embajador, era el animador en la zona que seguía las instrucciones de Washington. Todas las organizaciones de derechos humanos serias realizaron detalladas investigaciones en la Nicaragua del momento. Y por más que los sandinistas también fueron objeto de severas críticas, los observadores coincidieron unánimemente en señalar los abusos generalizados y sistemáticos que llevó a cabo la Contra. Abusos que mayoritariamente se ejercieron sobre la población civil.
Hay dos recuerdos que siguen rondándome. Una noche nos informaron de que la Contra había atacado una cooperativa. En pleno caos, dispararon sobre una joven que no pudo huir. Sus padres lograron ponerse a salvo en una zanja, desde donde reconocieron los gritos de su hija mientras era torturada. Al día siguiente la hallaron muerta en una cuneta con los pechos cortados. Este tipo de incidentes fueron muy frecuentes durante toda la guerra.
Otro día entrevisté a un joven miembro de la Contra, de apenas 20 años, a quien habían apresado los sandinistas. Me contó que habían participado en docenas de emboscadas. Mientras su mirada se perdía a través de la ventana, cayó en una suerte de horrorosa ensoñación y, blandiendo un cuchillo imaginario, lo agitó describiendo con todo lujo de detalles cómo había dado muerte a los heridos del coche que habían asaltado.
Casi veinte años después, su rostro sigue regresando a mi recuerdo. También vuelve la imagen de Negroponte en un nuevo despacho del Servicio de Inteligencia Nacional, donde es el responsable de más de quince agencias y de sus presupuestos millonarios, destinados a buscar terroristas por todos los rincones del globo. Seguro que nunca llegaron a conocerse y que este último condenaría categóricamente en lenguaje diplomático las antiguas matanzas. Si se me permite la pregunta: ¿cuál es la diferencia entre estas dos personas? Uno de ellos no tiene nombre, lo hemos olvidado hace tiempo. Es uno de tantos miles de adolescentes, campesinos analfabetos, que hicieron el trabajo sucio con sus machetes, y se destruyeron a sí mismos y a sus vecinos. El otro es un licenciado en Yale, altamente preparado. Un políglota promocionado por Henry Kissinger después de aprender vietnamita, que llegaría a ser embajador de EE UU ante la ONU e Irak. Y que ahora, jefe del Servicio de Inteligencia Nacional, tiene por única arma un bolígrafo y un micrófono. Kofi Annan, en la sede de las Naciones Unidas, le llamó "gran diplomático y magnífico embajador". De modo que ¿quién soy yo, en mi pequeña habitación, para llamar a mister Negroponte adversario de los derechos humanos y jefe de las bandas de jóvenes mutiladores? ¿Un polemista?
Soy un evocador de la brillante observación del filósofo estadounidense John Dewey: "Si quieres sacar alguna conclusión sobre una sociedad, observa a quién tiene en las cárceles". Una frase que, tal vez, en nuestros días deberíamos actualizar añadiendo "y a quién en los altos cargos".
En mis fantasías imagino al fantasma de Peter Benenson, fundador de Amnistía Internacional, revolviéndose en su tumba ante hechos como que la CIA secuestre en Europa a sus sospechosos del terror y se los lleve a Estados satélites donde, a través de terceros, sean sometidos a torturas. Que el nuevo fiscal general de EE UU, Alberto Gonzales, aconseje al presidente Bush calificar de "obsoletos" algunos aspectos de la Convención de Ginebra. Que, en consecuencia, el memorándum del general norteamericano Ricardo Sánchez autorice nuevas técnicas de interrogatorio que violan dicha convención; así como su subcontratación a empresas privadas norteamericanas en Irak. Que el embajador británico, Craig Murray, fuera destituido de su cargo en Uzbekistán por "motivos operativos" cuando, casualmente, aceptó investigar la denuncia de una madre que declaraba que a su hijo lo habían hervido vivo mientras estaba detenido. O que, posteriormente, el mismo diplomático afirmara que el MI6 había utilizado información obtenida mediante tortura y se la había cedido a la CIA.
Los torturadores ya están en camino. Algunos esgrimen músculos y guantes de plástico. Otros alardean de una educación tan selecta que les permite evadir las convenciones legales. Y los más pérfidos de todos, los artífices de la palabra, "ablandan" a la opinión pública con eufemismos como "manipulación del sueño" y llaman yoga a las "posturas estresantes".
Siguiendo con mi anodino ensueño, Peter Benenson regresa de la tumba enarbolando un pequeño símbolo de la balanza de la justicia envuelta en una alambrada, con una cita de Kundera debajo: "La lucha contra el poder es la lucha contra el olvido". Nos conmina así a crear una asociación hermana de Amnistía, tal vez Memoria Internacional, que utilice el poder de la opinión pública y la decencia del hombre de a pie; no sólo para rastrear el destino de los presos, sino para controlar y desafiar a la otra parte de la ecuación. Una organización que no sólo observe a aquellos que sufren los abusos, sino a los mismos "abusadores". Ya sea el responsable del centro de detención, el fabricante que le vende los electrodos o, aún más importante, el líder político que alienta los trabajos sucios, pero que nunca se ensucia el traje.
El año pasado, mister Negroponte llamó "pasados de moda" a quienes habían manifestado críticas hacia su persona. Dijo: "Quisiera decirles a esa gente: ¿es que no han avanzado nada?". Ni un ápice, señor director del Servicio de Inteligencia Nacional. Yo tengo memoria.
Paul Laverty trabajó como abogado especializado en la defensa de los derechos humanos en América Central. Obtuvo en 2002 la Palma de Oro al Mejor Guión en el Festival de Cine de Cannes con Sweet sixteen, dirigido por Ken Loach
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