Momentos musicales
Siento una envidiosa fascinación hacia los músicos. Más concretamente, hacia los músicos que forman parte de una orquesta durante la celebración de un concierto retransmitido por televisión. Lo cual me permite contemplar sus rostros, admirar su concentración, valorar su esfuerzo. Pero me proporciona, sobre todo, la facultad de compartir durante un tiempo su concepto de la satisfacción, de la felicidad o del éxtasis, según cada cual.
Cualquiera que haya visto la película Cita con Venus, del húngaro István Szabó, sabrá que los intérpretes musicales, aunque capaces de extraer sublimes sonidos del arpa, el violín o la tuba, son a su vez seres tan prosaicos como nosotros, que también comen berzas o alubias y pueden soltar tranquilamente flatulencias en su casa, no importa cuánto Mozart o cuánto Bach hayan sido capaces de regalar al auditorio.
Sin embargo, en esos momentos en que se convierten en la viva encarnación de la grandeza, nada cuenta excepto la música que nos dan y la forma en que se entregan a su consecución. Y eso lo podemos gozar gracias a la maestría con que los especialistas de televisión captan sus gestos, a la perfección con que cada acorde notable, cada intervención adquiere protagonismo en primer plano. Cierto, nada tan único como asistir a un majestuoso concierto: nunca se repetirá, lo sabemos, por el lugar, los músicos, el director, la obra, la magia de la noche. Conservo un recuerdo impresionante de un acto así al que asistí hace veinte años, en el teatro Herodes Atticus, al pie del Partenón. Recuerdo que salí de allí llorando de gozo y que, incapaz de volver de inmediato al hotel, caminé durante horas por la ciudad silenciosa.
Pero, con todo, no pude ver el rostro de los músicos, ni el del director durante la ejecución. Las retransmisiones televisivas, aunque encapsuladas, sin la resonancia ni la ambientación de lo real, ofrecen esa alternativa. Y aunque sean grabaciones en conserva: congelan la actitud de los integrantes y la prolongan en el tiempo.
Nada se parece tanto a una mañana de domingo en una pequeña ciudad con sol y jardines como el gesto de una joven mujer con el pelo recogido, vestida de negro, y los labios y el ceño fruncidos que se van distendiendo conforme los acordes deseados emanan del arco de su violonchelo. Nada tiene tanto en común con la perfección como el rostro de un director, pongamos Claudio Abbado, mientras dirige la Quinta de Mahler al frente de la orquesta del festival de Lucerna. Fue en 2004, pero la ventaja de los canales exclusivos dedicados a música clásica con que cuenta la televisión de pago es que no paran de ofrecer joyas como ésta, y de mucho más atrás. A veces no hace falta saber de cuándo es la grabación, basta con echar una ojeada a los peinados de las damas que tocan sus instrumentos o a las patillas de los caballeros que hacen lo propio.
Sin embargo, tanto si se trata de añejas realizaciones en blanco y negro como de ofertas recientes efectuadas a todo color y con multitud de cámaras, de una forma u otra se nos acercan esos rostros suspendidos en la ejecución de sus partituras. Ese momento en que el solista se pone en pie y todo parece depender de él, todo depende: desde la tranquilidad del director y el placer del público hasta el eterno descanso del compositor, allá do more con sus musas.
Y hay siempre, también, tópicos que se repiten, amenos y tranquilizadores tópicos. El esfuerzo físico de todos y cada uno, domado con energía para que parezca terciopelo. Y ese hombre de edad curtido en tantas obras, casi siempre calvo pero que aún conserva una especie de níveo cruasán ceñido a la parte inferior del cráneo, que se asemeja a un personaje de ópera, pero que es en realidad el primer violín. Y el pianista, intenso, que pasa de la contundencia a una especie de desmayo físico.
Sí, sabemos, gracias a Cita con Venus y a nuestros propios conocimientos, que la música no libra a los músicos de las presiones y banalidades de la vida cotidiana. Pero mientras tocan hay algo que les convierte en mejores. En únicos.
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