"Vicente era el niño ideal del nacionalcatolicismo"
A su aguda capacidad de observación y su infalible detector de imbecilidades, Azcona añade un talento narrativo asombroso, mezcla de ingenio, inventiva y síntesis. Y ante semejante despliegue no cabe ocupar espacio con preguntas más o menos ficticias que estorben sus palabras. Mejor ser fieles a lo que pasó: la boca abierta, y a escuchar.
- El nacimiento del repelente sucedió en La Codorniz. Supongo que para darle más variedad a sus páginas, los colaboradores teníamos varios seudónimos; yo publicaba con todos los míos, pero ni aun así me hacía rico, porque los artículos se pagaban a 75 pesetas. Viendo trabajar a Mingote empecé a hacer monos por puro mimetismo -y con escasa habilidad, todo hay que decirlo- y pude aumentar mis ingresos dibujando chistes; pero tampoco me lució el pelo, porque los chistes era aún más baratos: 40 pesetas.
"Yo prefiero ver a la gente de ahora, tan contenta con sus bolsas de El Corte Inglés, que a la de la larguísima y lúgubre posguerra"
Entonces, Pancho Pérez González abrió la colección de humor de Taurus y me ofrecieron 5.000 pesetas por un libro sobre Vicente. Eso me cegó. Yo no había visto nunca tantas pesetas juntas. Así que escribí su vida, la cobré, pagué algunas deudas y me dispuse a realizar un sueño: conocer Barcelona. Mi padre había estado de soltero y contaba maravillas. ¡El partido que mi padre le sacó a aquel viaje como tema de conversación! Se quedó poco tiempo, porque parece que estuvo a punto de casarse dos veces y salió arreando. Pues bien: puesto a comprobar si era verdad tanta belleza, para ir a Barcelona realicé otro sueño: viajar en coche cama. Llegué por la mañana y al anochecer ya estaba en la estación: entre una cosa y otra se me acabaron las 5.000 pesetas. Debía ser que había subido todo, pues recuerdo que en la biografía de Vicente un anciano venerable cuenta lo que costaba en sus tiempos montar una zarzuela: "Con 10 o 12 duros pagaba usted decorados, cantantes, coros y músicos, y le sobraba dinero para invitar a cenar a la tiple, y eso que la tiple comía como un heliogábalo. De los grandes".
- Antes había sido recepcionista. Al llegar a Madrid pasé ciertas dificultades y prácticamente vivía en el café Varela. El dueño, que era una excelente persona (permitía incluso que un otorrino represaliado pasara consulta en los baños), me ofreció trabajar en la Residencia Waldorf, en la calle María de Molina. Me preguntó si sabía idiomas y le dije que no. ¿Y contabilidad? Sí. Estuve un año allí. Eran apartamentos que se alquilaban por meses, no trabajaba mucho y fue allí, en su recepción, donde empecé a escribir para La Codorniz. Volviendo al Varela: el café era muy acogedor. Estaba suscrito al Boletín Oficial del Estado y mucha gente, entre ella dos sacerdotes asiduos, venían a consultarlo. A los poetas se les permitía pedir agua sin tomar nada, y luego, a cambio, recitaban poemas los viernes por la noche. Yo, en lugar de consultar el BOE, me hice poeta. Unos amigos alquilaron una máquina de escribir con el aval del dueño, y como tenía miedo de que la vendieran, la custodiaba en su despacho; cuando llegaba por la mañana se la entregaba y ellos se iban a una mesa y se ponían a escribir novelas rosas y del Oeste: uno dictaba y el otro escribía. Y nadie se extrañaba.
- Los orígenes del niño. La vida del repelente niño Vicente alcanzó un cierto éxito; se hicieron media docena de ediciones, y el título del libro devino en una frase coloquial. Que yo sepa, el repelente tuvo dos ancestros: uno era más o menos literario, el ejemplar niño Juanito, de finales de XIX, que se pasaba la vida besándoles las manos a las personas mayores en edad, dignidad y gobierno -como se llamaba entonces indistintamente a sacerdotes, padres y maestros-, y otro, un condiscípulo mío durante la guerra, siempre muy repeinado y con los zapatos limpios, que se aprendía de memoria las cosas más abstrusas y aburridas y que dedicaba los recreos a darles coba a los escolapios. Supongo que Vicente debe algo a los dos: era la caricatura del niño ideal del nacionalcatolicismo de los años cincuenta, una criatura social, política y confesionalmente correcta según los dogmas de la época. O sea: un monstruo. Por cierto: obligado por un desastre informático a reescribir el libro, en esta versión "no autorizada" he incluido algunos episodios que en la original hubieran irritado a los censores.
- Tono era un tío estupendo. En aquellos tiempos frecuenté mucho a Mingote -él me introdujo en La Codorniz- y a Tono. Tono era un tío estupendo, divertido y reconfortante, una de esas personas que las ves al otro lado de un sitio tan peligroso de cruzar como la plaza de la Concordia en París, y te lanzas a tumba abierta entre el tráfico con tal de pasar con ellas un rato. Yo nunca lo vi de mal humor. Era muy infantil, y sospecho que lo que más le gustaba era hacer cosas que no servían para nada. O sea: jugar. Si se compraba una máquina de afeitar eléctrica enseguida la desmontaba y hacía un ventilador. Una vez le concedieron un coche, lo vendió y con el dinero se fue a Tánger a comprar material de oficina. Edgar Neville y él se querían mucho, Neville tenía dinero y él no, y se veían para reírse juntos. El primer taladro que hubo en Madrid se lo compró Neville, llamó a Tono y se pusieron a hacer agujeros en la tapia del chalé de Neville. Llegó su mujer, Conchita Montes, y se enfadó mucho. "¿Qué hacéis?". "Mira, es una máquina muy práctica, hace agujeros". "¿Y para qué sirven los agujeros?". Y Tono: "¡Para mirar!".
- Si la gente se ponía pesada, Tono siempre tenía una ocurrencia para que se callaran. Una vez en el café Gijón uno empezó a dar la lata con que se le secaba la boca por la noche, pero que como no tenía sed no podía beber agua. Tono le dijo: "Yo lo que hago es poner dos vasos de agua en la mesilla. Uno lleno y otro vacío. Si tengo sed, bebo del lleno. Y si no tengo, del vacío". Tono escribió con Mihura Ni pobre ni rico, sino todo lo contrario, una comedia que se estrenó con gran escándalo: trataba de una chica que quería un novio ni pobre ni rico, sino todo lo contrario, una cosa normalísima, pero había gente tan estólida que se enfurecía. ¡Y querían quemar el teatro!
- Tengo un buen recuerdo de La Codorniz. Hacíamos una comida mensual en la que nos divertíamos mucho. Esa leyenda de que los humoristas son gente triste debe estar basada en que no cuentan chistes de esos que se sabe todo el mundo: los humoristas, si no hay más remedio, los inventan sobre la marcha. Tono, por ejemplo: un anochecer volvía de San Sebastián a Madrid en coche, con el arquitecto Carlos Arniches, y cuando quisieron encender los faros resulta que no funcionaban. Se apearon, levantaron el capó y en ese momento vieron que un coche que venía en dirección contraria tampoco llevaba los faros encendidos. Y Tono, muy serio, le dijo a Arniches: "Déjalo, que es apagón general".
- En los cincuenta me instalé unos meses en Ibiza. Estaba lleno de locos, de ingleses y de criminales de guerra, pero era muy barato. Por una peseta te tomabas una copa de absenta, así que con un duro ya no podías beber más. Allí me pasó una cosa muy hermosa. Estábamos en una sala de fiestas al aire libre, un grupo tocando música, la gente bailando, yo estaba en la barra porque nunca bailaba y de repente se empezó a morir la música y la gente paró de bailar. Por el cielo pasó una estrella a velocidad inusitada. Era el Sputnik. Es un recuerdo precioso.
- Releyendo Los muertos no se tocan, nene, me he reído bastante. La mejor consolación para la muerte es ponerse a comer y a copular en cuanto se pueda. Antes, cuando la gente se moría en casa, había poca luz, una vecina aparecía por allí y uno podía sentirse vivo enseguida. A eso, los ensayistas serios le llaman Eros y Tanatos. Ahora, con los tanatorios, el sexo rápido es más difícil, pero si te fijas, el bar siempre está lleno. Hace años, cuando los deudos venían del cementerio del Este en coches de caballos, se paraban siempre en la carretera de Aragón a comer chuletas. El mundo de las funerarias es muy importante en la vida, y por eso el libro se lo dedico a las pompas fúnebres, "sin cuyo concurso la muerte no sería una cosa de tanto lucimiento".
- Digan lo que digan, cualquier tiempo pasado fue peor. Eso de que el consumismo es una especie de suicidio colectivo me parece una exageración; el suicidio estará en el derroche, no en el consumo. En cualquier caso, yo prefiero ver a la gente de ahora, tan contenta con sus bolsas del Corte Inglés, que a la de la larguísima y lúgubre posguerra, que parecía que nos ibamos a pedir limosna los unos a los otros al cruzarnos por la calle. ¿Y los olores? Enrique Herreros, el autor de tantas portadas de La Codorniz, me dijo un día que él era una de los primeras personas que habían empezado a lavarse en Madrid. Tras el jabón vino el desodorante y ahora hasta hay líneas de cosméticos para el hombre. ¡Menos mal!
- Admiración por un sastre. Cuando Marco Ferreri me ofreció la posibilidad de trabajar para el cine, dejé La Codorniz. Uno de los pocos refranes que no tienen vuelta de hoja es ése que sostiene que quien mucho abarca poco aprieta: yo, cuando hago algo, intento hacerlo a conciencia. Siempre he admirado a aquel sastre judío que necesitaba mes y medio para confeccionar unos pantalones. "¡Mes y medio para hacer unos pantalones!", se quejó un cliente cuando se los entregó. Y agregó: "¡Y Jehová hizo el mundo en una semana!". El sastre abrió la ventana, y abarcando al mundo con un gesto, lo compadeció, un pelín desdeñoso: "¡Mira ese mundo!" -y luego, señalando los pantalones, exclamó con más orgullo que don Rodrigo en la horca-: "¡Y mira esos pantalones!". Lo malo es que a mí, aunque hago lo que puedo, no me salen los pantalones como a aquel sastre.
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