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Columna
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Tres funerales y una boda

Como dijo El Roto en una memorable viñeta de hace unos días, a ver si se acaba todo esto de los príncipes, los emperadores y los papas y por fin regresamos a la edad contemporánea. Menuda pascua catódica, apostólica, romana, anglicana y monegasca. Y eso que cuando escribo estas líneas todavía no ha empezado el cónclave y sólo sabe el Espíritu Santo (o sea, aquel viento que soplaba en todas las direcciones y que durante el Gran Funeral agitó el Evangelio rojo que estaba sobre el ataúd de ciprés y, como dijo Peridis, a punto estuvo de hacer volar a los purpurados como en la novela de Gabo) quién saldrá vencedor de ese encierro cardenalicio en el más puro estilo Gran Hermano, con nominados y toda la pesca, en esa cámara de colores pop, tan warholianos, que es la Sixtina restaurada por Colalucci.

No importa. Este nuevo Papa que ustedes, cuando lean esto, ya conocen, sea quien sea, no cambiará una coma del discurso católico del actual milenio. Exactamente como el hijo de Grace Kelly no cambiará las leyes fiscales del Principado, ni la boda de Camilla, de ser un día reina, influirá lo más mínimo en la vida cotidiana, arquitectónica y humorística de Britania, ni siquiera en el fulminante sistema del Chelsea. Es lo bueno que tienen las monarquías, excuso decir las supermonarquías con dos milenios en las espaldas: que nunca dan sorpresas de guión cuando se renueva el casting y sólo hacen trabajar a los currantes de las prensas rosas o moradas.

Lo único que ha ocurrido en esta monotemática Pascua de Resurrección que hemos soportado ante los televisores es que nos han vendido globalmente, en plan Cecil B. DeMille, aunque con efectos especiales de la factoría Lucas (¡aquel viento sagrado!), una muy concreta, desfasada y litúrgica idea de la muerte que no encaja en las nuevas costumbres funerarias que nos hemos impuesto en la edad contemporánea. Habíamos quedado, si no recuerdo mal, que en la muerte moderna, digámoslo así, sólo regía el principio de la estética de la desaparición, del que tan excelentemente teorizó nuestro Vicente Verdú, ahora missing. Se trataba ante todo de esconder la agonía, de evitar el dolor, de ocultar el cadáver (o de maquillarlo, al estilo de la estupenda serie A dos metros bajo tierra), de transformarlo en polvo lo más rápidamente posible, de no espectacularizar el sufrimiento, de reconvertir los funerales plañideros en tanatorios, urnas, decoraciones minimalistas, discursos cívicos, oraciones mudas, espiritualidades íntimas y demás elegantes desapariciones.

Sólo la muerte catastrófica de masas y el accidente mortal de las estrellas escapaba a este principio de la disipación de la muerte por culpa del sensacionalismo catódico del prime time, tan parecido en todo al morbo católico del last time. Es más, los muertos que lógicamente exigirían mayor exhibición pública y mediática por aquello de engrasar el motor del patriotismo, los muertos de las guerras (los marines difuntos entre el Tigris y el Éufrates, por ejemplo), tienen rigurosamente prohibido el honor de salir en televisión, al contrario de lo que les ocurre a los cadáveres del enemigo.

Estas agonías, muertes y funerales de Wojtyla, Raniero y Terri Schiavo (la boda de Camilla también parecía una liturgia fúnebre con disparatadas pamelas) nos han retrotraído de golpe y porrazo a una premodernidad que ya creíamos superada, y que, seamos sinceros, nos ha deprimido a todos porque con la muerte no se juega ni se hace propaganda ideológica ni religiosa, ni mucho menos se filma a toda pastilla vía satélite. Es sencillamente de mal gusto a principios del nuevo milenio. Como dice Manolo Vicent, deberíamos aprender de la elegancia con la que mueren los perros, y en eso estábamos hasta esta muy obscena pascua florida.

Lo que no entiendo, dicho sea de paso, es la enorme contradicción católica sobre el asunto que estos días se ha evidenciado, y sinceramente me gustaría que los bioéticos de guardia vaticana me la explicaran, aunque sin gritar demasiado. ¿Por qué el Papa que salga de la Sixtina considera que es lícito echarle artificialidad a la muerte, utilizar toda clase de máquinas para alargar la agonía, y en cambio es pecado mortal utilizar esas mismas pericias científicas y técnicas cuando se trata no ya del nacimiento, sino de la fecundación? ¿Por qué los principios de la vida son tabú para la ciencia y la técnica, pero los finales artificiales y tan maquinales de la vida no sólo están permitidos hasta la crueldad, sino que se bendicen y retransmiten como si fueran bodas reales?

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