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COLUMNISTAS
Columna
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Días de rosas

En todo ciudadano defensor de la vida de barrio se esconde un nostálgico de pueblo; en mi caso, concretamente, hay una mujer nostálgica del pueblo al que nunca pertenecí. Esa vaga reminiscencia de excursiones campestres, flores no intervenidas, caminos de arcilla y frutas en los árboles; esa ráfaga sombreada de patio trasero, casa de dos plantas y cortinas de cuentas.

Hace un montón de décadas, a mis 10 años, pasé dos meses en un lugar así, curándome de un ganglio en un pulmón a fuerza de respirar aire sano. Regresé hace pocos días, después de tanto tiempo, por uno de esos apretones de mano con que la casualidad y el destino a menudo se saludan. Yo había reelaborado parte de mis recuerdos de aquel verano en uno de mis libros, y alguien, que lo leyó años más tarde, pero en el momento oportuno, reconoció en mi descripción su propio pueblo, Abrera, al pie de la montaña de Montserrat. En resumen, fui invitada para dar una charla en lo que resultó ser la magnífica Biblioteca Josep Roca i Bros, que dispone de una amplia área infantil en la que se realizan actividades, aunque, por razones obvias, mi comparecencia se produjo en el sector adultos.

En mi recuerdo, algunas calles, una iglesia, cruz de piedra, una tienda de ultramarinos que olía a manteca y de cuyo techo colgaba una tira embadurnada de grasa a la que las moscas se acercaban para morir de adhesión; en esa tienda tuvo lugar la matanza del cerdo, cuyos alaridos, tan desgarradores, todavía me persiguen sin que haya mermado mi afición al jamón. También recuento, de aquellos días lejanos, otros ingredientes: la barranca, los dos lavaderos públicos, un chaval con quien yo jugaba, y la muchacha que cosía su ajuar en el portal de al lado, dale que te pego a la máquina de coser, mientras el sol se columpiaba en los melocotoneros del cercano horizonte.

Con este bagaje aparecí en la moderna Abrera, con 10.000 habitantes, un polideportivo de campeonato, la eficaz biblioteca que he mencionado y, además, un buen trabajo realizado en la recuperación de la memoria histórica y del patrimonio monumental. El inevitable crecimiento, sin embargo, supuso al principio, para mí, una especie de ataque del mal de Stendhal, pero al revés. Aquello había cambiado mucho: idas y venidas, transformaciones urbanas. Perdida entre las nuevas instalaciones, sin embargo, pronto recibí ayuda. Gloria y Núria, jóvenes y dinámicas organizadoras culturales (entre otras), me prometieron la inminente llegada de una persona clave: la concejala de Cultura, Teresa Morral, que además de acercarse a mi edad es un archivo viviente de Abrera. Cuando llegó, montadas en un coche nos fuimos todas a por la magdalena de Proust.

Cuando has reinventado tu infancia en un libro, a veces los recuerdos se confunden con lo escrito. Por eso traté de buscar pistas que no tuvieran relación con aquella novela, pistas más fiables: vine aquí el año en que el tren cremallera de Montserrat sufrió el accidente, dije; de eso me acordaba bien. Fue en 1953, me informaron. La barranca, añadí, llevadme a la barranca, si todavía existe. Claro que sí, y fuimos a la barranca, cuyo acceso ha sido adecentado. En su fondo, no tan profundo como yo lo sentí de pequeña, el lavadero comunal y el del tuberculoso, más un tercero, los tres convertidos en estanques con peces de colores.

Quedaba un interrogante. ¿Y la casa? Nos pusimos a reconstruir. Ellas con mi libro, yo con mi memoria. Tiene que ser por aquí. No, por allá, decía Teresa. Hasta que surgió la pequeña magdalena, tan orientativa ella: rosas, dije, había unas rosas increíbles, silvestres, que crecían en el jardín. Y entonces Teresa me señaló la casa de enfrente, en cuyo jardín, cuando ella era pequeña, crecían unas rosas que eran únicas en el pueblo, y a las que nadie cuidaba, que se supiera. Ahora las flores son otras, pero aquellas rosas siguen representando, para mí, la perfección de su especie.

Tal vez estuvieron allí para retener mi memoria. Para que la mujer de ciudad tenga un rincón de pueblo dentro. Un lugar al que volver.

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