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Columna
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No es igual cambiar que progresar

Soledad Gallego-Díaz

Si los fanáticos son quienes no pueden cambiar de idea y además no quieren cambiar de tema, es posible que en las próximas semanas los fanáticos florezcan en España como los tiestos en primavera. La ocasión es perfecta: están sobre la mesa nada menos que el Estado, por un lado, y el ansia soberanista de los nacionalismos, por otro. ¿Quién va a ser capaz de escuchar al oponente y de cambiar su idea, aunque sea ligeramente, respecto a la reforma de los estatutos? Y, lo que es casi peor, ¿quién va a ser capaz de hablar de otro tema, aunque en el mundo, y en la propia España, estén sucediendo muchas otras cosas igualmente inquietantes, y aunque la discusión autonómica no abra, precisamente, la puerta de la felicidad?

Quizás lo más sensato fuera plantearse si la reforma estatutaria trata simplemente de repartir poder o de llegar a un sistema socialmente más justo para el conjunto de los españoles. Para los nacionalistas vascos la pregunta, posiblemente, ya no tiene sentido: se trata de poder. Punto. Pero sí debería tenerla, todavía, para los socialistas catalanes. ¿Se trata de cambiar o de progresar? Bertrand Russell decía que el cambio es un hecho científico, pero que no tiene por qué acarrear el progreso. Progreso tiene un componente ético. El cambio es incuestionable; el progreso, en el sentido de perfeccionamiento, es materia de controversia.

Dado que es posible que se avecinen, lamentablemente, semanas de fanatismos en uno y otro lado, quizás sea aconsejable moverse con una pequeña brújula: las dos piedras clave de la reforma del Estatuto catalán. Una trata del sistema de financiación, pero no hay que fijarse en las cantidades concretas de dinero de las que se hable (quede claro, además, que Cataluña, como Madrid, Valencia o Baleares, tiene razón al reclamar más fondos dada su población y las competencias transferidas).

Lo importante es saber quién decide los límites de la solidaridad; ¿los puede fijar una autonomía unilateralmente? ¿negociando directamente con el Estado central? ¿o, como quieren los estatalistas, debe ser el Parlamento español, quizás el Senado como cámara territorial, el que decida el pacto, entre todos? Porque una cosa es que el Estatuto de Cataluña fije los criterios que la Generalitat se compromete a defender en el Senado y otra que establezca un sistema de financiación unilateral o bilateral que le permita establecer los límites de su propia solidaridad. ¿Es eso asunto de los catalanes o de toda España? En Alemania, de la que tanto se habla, no es asunto de Baviera, sino de todos los alemanes, representados en el Senado.

La segunda piedra clave es el deseo catalán de que se "blinden" sus competencias, propias y transferidas. La Generalitat, como otros Gobiernos autónomos, tiene razón cuando se queja de que sus competencias son a veces modificadas a la baja a través de las normas básicas que dicta el Estado central. Hasta hoy, era el Constitucional el que procuraba deshacer ese camino. El problema es que una comunidad autónoma, dicen los estatalistas, no puede establecer cuáles son las normas básicas (que rigen en todo el Estado) ni fijar las leyes orgánicas a modificar, tal y como pretende el nuevo Estatuto.

Una constatación inocente: es posible que en pocos años España pase a ser contribuyente neto de la Unión Europea y que el Gobierno español pague, mientras que las comunidades autónomas siguen recibiendo la parte de los fondos que les corresponda. Habría que tenerlo en cuenta para no estar obligado a promover otra reforma de los estatutos dentro de cinco años.

Y como ya se ha dicho que siguen pasando cosas importantes en el mundo, quizás sea bueno homenajear a los más de 200 profesores de los institutos de enseñanza media de Tokio que han sido sancionados (50 en lo que va de año) por negarse a cumplir la orden del gobernador de la ciudad que, desde 2003, les exige ponerse en pie y cantar el himno nacional, el melancólico poema Kimigayo, cuando se iza la bandera del sol naciente. Son profesores de izquierda que se oponen a Shintaro Ishihata, un conocido nacionalista que aspira a ser primer ministro y que, de momento, se ha hecho con el control de la capital. solg@elpais.es

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