Pasiones de familia
Los Borgia, una de las dinastías más odiadas de la historia. De origen español, marcaron una época de la Iglesia y de los Estados italianos. Derribaron príncipes y principados, utilizaron el poder del papado como arma personal, y forjaron una leyenda basada en la corrupción y en los más perversos crímenes.
El cardenal valenciano Rodrigo Borgia, vicecanciller del Vaticano, tenía la mente puesta en el cónclave, a punto de abrirse en la Capilla Sixtina, y los dedos y los labios en la piel de Julia Farnesio, de 19 años, tendida voluptuosamente en el lecho cardenalicio.
Borgia, el llamado "cardenal faldero", había rescatado a Julia la Farnesina, apetitosa de cuerpo y de vocación mercenaria, de la miseria de la campiña romana.
Rodrigo Borgia era el cardenal más rico del Sacro Colegio y también el más ambicioso. Fue su hija Lucrecia la que, a los 16 años, vendió a Julia, compañera de juegos infantiles, a su padre. Como obispo de Oporto, Borgia tenía el monopolio del comercio del vino. En España, además de Valencia, su feudo, controla 16 obispados y una decena de abadías que pagan regios impuestos y alcabalas.
Había pasado de los olivares y campos de naranjos de su Xàtiva natal, donde los árabes españoles fabricaron el primer papel que se conoció en Europa -una familia aislada en la España islamizada-, a un suntuoso palacio romano. Todo gracias a su mente aguda, su rapidez de reflejos y a una dosis inicial de fortuna. La fortuna y el instinto de supervivencia de los Borgia, traducción al italiano de Borja, nombre de la ciudad aragonesa de la que procedían.
Julia Farnesio Orsini puso la mano del cardenal Rodrigo, de 61 años, sobre su vientre:
-¿Lo notas, lo sientes? Es tuyo.
-O del simplón de tu marido.
-No, no, es tuyo -insistió la cortesana.
Rodrigo Borgia era padre de siete bastardos, cuatro de ellos de la misma mujer, Vanozza Cattanei. En 1492 es cuando empieza la historia de Rodrigo Borgia, como la de Cristóbal Colón, que se dispone a zarpar con sus carabelas rumbo al Nuevo Mundo. Vannozza, su amante, contaba 50 años y estaba casada con Carlo Canale. El cardenal adoraba a sus cuatro hijos, César, Juan, Lucrecia y Jofré, la base de la dinastía borgiana. Un amor que fue a todas luces absorbente, posesivo, abrasador. Fernando el Católico nombró a los cuatro, ciudadanos españoles por decreto.
A los siete años, César es nombrado canónigo de Valencia, rector de Gandía y archiduque de Xàtiva. Los que rodeaban en Roma al cardenal eran españoles; catalanes los llamaban. Rodrigo se sentía español hasta la última gota de sangre, y hablaba con sus hijos en valenciano y en castellano.
Rodrigo Borgia, sobrino de Calixto III, estaba seguro de que el hijo era suyo. La niña nació meses después, cuando el cardenal valenciano ocupaba la silla de Pedro. "Con sólo mirar a las mujeres nobles", escribió uno de sus contemporáneos, llamado Gaspar de Verona, "enciende en ellas el amor con maravilloso modo, y las atrae a sí más fuertemente que el imán atrae el hierro".
-¿Te van a elegir papa? -preguntó Julia de pronto.
-Depende de cómo actúe en los próximos días, de lo que diga y de lo que haga.
Todo se compraba y se vendía al mejor postor en Roma; hasta el papado, sobre todo el papado.
Pedro Calderón, llamado Perotto, el camarlengo favorito de Borgia, llamó a la puerta de la alcoba.
-Vuestra eminencia, es hora de acudir al cónclave -dijo con la cabeza inclinada en señal de respeto.
-¿Alguna novedad?
-Vuestra eminencia tiene motivos para sentirse optimista.
-¿Cuántos son los cardenales que no estarán presentes en el cónclave?
-Cuatro, vuestra eminencia.
-Entonces deberé asegurar 14 votos. ¿Qué se sabe del cardenal De la Rovere?
-Se dice que Carlos, el rey de Francia, le ha ofrecido 200.000 ducados para comprar el trono de Pedro.
-Una bonita suma que nunca me hubiera ofrecido a mí, como español que soy.
-Ahora, querida, deberás perdonarme, tengo que ir a trabajar -dijo a Julia mientras la estrechaba en sus brazos y en su rojo vestido cardenalicio de anchas mangas.
Trabajar significaba comprar votos -las bolsas de ducados pasaban en aquella época de mano en mano-, dominar voluntades, hacer promesas: un cargo para ti, una catedral para ti, unas tierras para tu amante, una promoción para tu hijo La corrupción era tal que un judío romano anunció que se convertía al catolicismo con este sólido argumento: "Esta Iglesia ha llegado a tal punto de mierda y degradación que es indestructible".
Había tenido Rodrigo la suerte de traer a Roma la lanza con la que Longinos atravesó el costado de Cristo en la cruz. En realidad era una lanza cualquiera comprada en un zoco a los turcos en Constantinopla, pero Borgia, el mistificador, la hizo pasar por buena y auténtica.
La peste, el turco, el lobo, la malaria (del italiano mal aire), el mal francés o napolitano, que contagió a papas, cardenales y al pueblo llano, a reyes y mendigos, eran los enemigos de Italia. Rodrigo Borgia ya lo había intentado a la muerte de Sixto IV, pero fallaron sus cálculos y sus alianzas. Ahora, con la desaparición de Inocencio VIII, se le presentaba una nueva oportunidad, la definitiva. El médico hebreo de Inocencio hizo todos los esfuerzos posibles para salvarle, incluida la administración en vena, según los rumores, de sangre joven de niños asesinados para ese menester.
Las campanas de Campidoglio tocaron a difunto. Rodrigo Borgia se puso a maniobrar con rapidez y suma habilidad, a su estilo. Era un hombre lleno de energía y vitalidad; de cuerpo rotundo y gran nariz aguileña, ojos oscuros, piel olivácea y una vistosa tonsura entre los cabellos grises. Se sentía en la mejor edad para la política, para la caza, para el amor; sobre todo para el amor.
En el curso de los siglos, el nombre de los Borgia, una de las familias más odiadas de la historia, se ha convertido en sinónimo de crueldad y de bajeza, de pasiones, incestos (era vox pópuli que Rodrigo Borgia y su hijo César se acostaban con su hija y hermana Lucrecia), de toda clase de delitos y faltas. Durante 10 años, Rodrigo y su hijo, el temido César, escandalizaron a lo que quedaba del mundo civilizado persiguiendo sus objetivos de ambición dinástica: utilizaron el poder del papado como arma personal; derribaron príncipes y principados; se sirvieron de Lucrecia para su política de alianzas matrimoniales; eliminaron sin escrúpulos a sus rivales, familiares o no; enfrentaron al rey de España, Fernando el Católico, y al de Francia, el feo, contrahecho y tardo de palabra Carlos VIII, el primer invasor de Italia en 1494.
Los enemigos de los Borgia, el terror bajo la tiara, probaron el veneno, el arsénico, la daga o el lodo del Tíber. Cada familia tenía un alquimista de cámara encargado de ensayar nuevas pócimas para matar. La familia valenciana llevaba siempre en el zurrón una dosis de cantarella, el mortífero polvo blanco, eficaz, fulminante.
Buscaron con ahínco una Italia a su medida con la violencia y las maniobras de poder que caracterizaron este importante periodo del Renacimiento. Italia en esa época (mediados del siglo XV) estaba formada por una serie de Estados independientes, como Venecia, Florencia o Milán, que asombraban a Europa por su cultura, por su progreso artístico o tecnológico. Un mosaico de ciudades-Estado regidas por señores feudales que eran parientes entre sí, que vivían en una magnificencia y un lujo interrumpido a veces por explosiones de violencia. Este mundo aristocrático se vendría abajo con la aparición de las pasiones y las ambiciones de los Borgia, ávidos de poder.
Durante el año que Rodrigo Borgia pasó en España como embajador del Vaticano dio unas fiestas y recepciones en carnaval que deslumbraron a los severos prelados españoles. Quiso hacer como en Roma, donde las misas eran menos frecuentes que las francachelas carnavalescas. "E tutto festa". Esas mismas fiestas atraen todavía hoy a los turistas.
Durante aquella estancia en España, el joven cardenal arregló el matrimonio entre Fernando el Católico e Isabel la Católica, y más tarde, ya como papa, resolvería con el Tratado de Tordesillas el contencioso entre Portugal y España. Será, además, padrino del primer hijo de la reina Isabel.
Era una mañana plúmbea de agosto del año 1492, iluminada por relámpagos intermitentes. Bocaccio, embajador de Ferrara, fue el único que adivinó la elección como papa del cardenal de Xàtiva. El pueblo romano se hallaba congregado y expectante en la plaza de San Pedro -otros historiadores señalan que no había público- cuando se abrió una ventana: "Habemus pontificem", dijo una voz. "Su eminencia Rodrigo Borgia ha sido elegido papa con el nombre de Alejandro VI" (escogió el nombre de Alejandro llevado de su admiración por Alejandro Magno). El pueblo estalló en vítores hacia el nuevo papa, al que tenían por jovial y generoso. Fue el último papa español después de Dámaso I, Benedicto XIII y Calixto III, este último también de la cepa borgiana.
"¡Soy papa, soy el pontífice, el vicario de Cristo!", exclamaba un Rodrigo Borgia, alias Valenza, la casulla blanca, la mitra bordada en oro, fuera de sí de gozo. Por fin había logrado su sueño, aunque hubiera sido a costa de dinero, favores y títulos.
Oro, sangre y orgías. Los Médicis dejaron a Italia el Renacimiento clásico; los Borgia, el lujo bizantino, la perfidia, la lujuria, el veneno como una de las bellas artes. Alejandro VI escribió que quería darle a Roma el esplendor de Córdoba. Pero Roma era entonces más un burdel que una ciudad santa, rendida al evangelio del placer, a la satisfacción de todos los apetitos. Alejandro VI sin duda contribuyó con entusiasmo, y con su ejemplo, al nacimiento y desarrollo de la reforma protestante.
Un gran conocedor de aquella hora y de aquellos días, Eneas Silvio, sostenía que "en nuestra Italia, tan gustosa de mudanzas, donde no hay nada seguro, ni soberanía arraigada de antiguo, fácilmente pueden los siervos convertirse en reyes". Esa circunstancia estaba hecha a la medida de César Borgia, obispo de Pamplona, que se hallaba cazando con halcón en las colinas de Siena a la espera de que sonaran las campanas anunciando la elección del papa. Era alto y musculoso, un atleta; aficionado a la equitación, a la esgrima y a toda clase de ejercicios gimnásticos. Participaba en carreras de caballos como la del famoso palio de Siena, y se batía con los campesinos en pruebas de fuerza. César Borgia estaba considerado como "el hombre más guapo de Italia".
Maquiavelo, que era consciente del terror y los odios que el bello César despertaba, hizo de él el modelo del Príncipe por su determinación, su oportunismo, su rápida capacidad de ejecución, su falta de escrúpulos. Tras la elección del nuevo papa, le había seguido como embajador florentino en la campaña de 1499, en la conquista de Forli e Imola; luego en la de Rímini, Pésaro y Faenza; posteriormente en la de Urbino. Fueron batallas menores, si se quiere, que César libró con el dinero papal y las armas francesas. Tampoco llegó a ser un hombre de Estado ni un mecenas de las artes, aunque Leonardo da Vinci trabajó para él como inspector de fortalezas. Su lema, "o César, o nada", da idea de sus ambiciones y del concepto que tenía de sí mismo.
Guicciardini, que odiaba a los Borgia, sobre todo a Rodrigo-Alejandro VI, dijo de ellos que eran de "índole regia, hermosos de cuerpo, sensuales y altaneros". En Rodrigo, nombrado cardenal por su tío Calixto III a los 20 años, reconocía "una rara prudencia y vigilancia, madura consideración, maravilloso arte de persuadir, y habilidad y capacidad para la dirección de los más difíciles negocios". César, inteligente y sagaz, luchaba siempre por ser el ganador, el número uno. En su escudo de armas lucía un toro bermejo en campo de oro, el lema de los Borgia, símbolo de la acometividad y el ardor guerrero, un precedente del toro de Osborne. Reaccionaba mal a la derrota. Tenía escasa vocación por la carrera eclesiástica, aunque su padre le hubiera destinado a ella como trampolín hacia otras empresas. Eso sí, el arrogante César, a ratos taciturno y a ratos extravertido, gustaba de vestirse a la moda con los más excéntricos ropajes, cubierto de brocados y piedras preciosas, rubíes en el penacho y oro en las botas. Su sonrisa era de rencor, vindicativa frente a sus aristócratas compañeros de estudios en Perugia y Viena, los Médicis, los Orsini, los Colonna, los Este, que le miraban por encima del hombro. Los batió a todos en las aulas y en el campo de batalla.
No había tiempo que perder: entregó el halcón a su cetrero y subió a su caballo para picar espuelas con dirección a Roma. Empezaba la saga de los Borgia, pero su padre, el papa, le frenó en Espoleto. Le pidió que esperara allí para evitar cualquier problema con un joven caballero tan impetuoso, tan imprevisible en sus humores, pronto a ajustar cuentas.
Juan, el segundo hijo, el preferido del padre, encantador e indolente, estaba destinado a ser el capitán general del ejército del papa. A César se le llevaban todos los demonios por esta elección paterna a favor del hermano. Con el orgullo herido esperó a que le llamaran a Roma. Jofré, príncipe de Esquilache, era aún muy pequeño, y aplaudía a su padre con entusiasmo mientras el nuevo papa acariciaba a Julia Farnesio.
¿Y Lucrecia? Lucrecia sí, lloraba de alegría. A los 12 años estaba a punto de casarse con Juan Sforza de Aragón, señor de Pésaro. Un trato que fue el precio del papado. El pontífice y César Borgia sentían celos uno del otro con respecto a Lucrecia. "Es bella de cara, tiene hermosos ojos despiertos. El rostro, más bien largo; la nariz, bella y bien perfilada; los cabellos, dorados; los ojos, blancos", tal como la describía un contemporáneo. En la fuerza singular de su mirada residía uno de sus atractivos. El poeta Hector Strozzi lo cantaba en versos latinos. Venía a decir, con la hipérbole propia de estos vates, que quien miraba al sol se quedaba ciego, quien miraba a Medusa se quedaba convertido en piedra y quien miraba a los ojos de Lucrecia Borgia quedaba primero ciego y petrificado después.
La figura de Lucrecia fascina a los poetas y escritores, desde Víctor Hugo, en tiempos más o menos recientes, o Blasco Ibáñez, el valenciano que saca la cara a los Borgia y los defiende en su obra A los pies de Venus, hasta Mario Puzzo, el autor de El padrino, la obra en la que se inspira la película de Coppola.
"Los Borgia eran hombres de su época", se justifica uno de los personajes de la novela de Blasco Ibáñez. "Vivieron con arreglo al ambiente de entonces". En cuanto a Lucrecia, que murió de parto como princesa reinante de Ferrara, el escritor valenciano la describe de esta guisa: "Usaba cilicio, vivía devotamente, fue la admiración de sus contemporáneos y jamás le atribuyó nadie envenenamiento alguno, ni los más encarnizados enemigos de su familia", se lee en A los pies de Venus. Blasco Ibáñez puso en marcha el proceso de revisión de Lucrecia, a la que pinta como una especie de Lady Di avant la lettre; algo casquivana, pero auxiliadora de los desvalidos.
Lucrecia nació de la relación entre Vanozza Cattanei y Rodrigo Borgia. La Vanozza se casó tres veces, pero sólo tuvo un amante, el cardenal Borgia. El futuro papa y la Vanozza se conocieron y enamoraron en el Concilio de Mantua. Fue el cardenal el que, para salvar las apariencias, le buscó casa y maridos, dos ancianos con dinero.
Rodrigo Borgia tuvo otros tres hijos, Pedro Luis y dos niñas, Jerónima e Isabel. Los tres murieron muy jóvenes. Pedro Luis falleció nada más llegar a Roma. Nadie dio explicaciones sobre la causa, pero el crimen llevaba la etiqueta Borgia. Su hermano Juan se quedó con el título de duque de Gandía, y Lucrecia, con su fortuna. "Más vale perder un marido muerto que un amante vivo", señala el Satiricón.
Cuando Carlos VIII ataca Italia -entraría en Roma en 1494-, el papa mira a su alrededor, descubre el vacío y no se le ocurre otra cosa que pedir ayuda a los turcos, sus grandes enemigos. El ejército de Carlos, formado por arcabuceros y alabarderos suizos y gascones, arqueros franceses y 50 pesados cañones, avanza hacia los Alpes. A aquella guerra la llamaron "de la fornicación". Motivos había. En Lyón, el rey francés pasaba la noche con una prostituta mientras su esposa, Ana de Bretaña, esperaba en la habitación de al lado, y sus soldados lo celebraban en la calle con vino y mujeres.
Borgia se desespera: los turcos del sultán Bayaceto no llegan en su ayuda. Cuando le informan de que el rey Carlos se encuentra ya en Milán, se atrinchera en el castillo del Santo Ángel. Antes pronunció un discurso a los romanos que le había preparado su hijo César: "Vosotros, mis súbditos fieles -solloza Alejandro- no os someteréis a las despóticas órdenes de estos franceses extranjeros; al igual que yo, moriréis antes que rendiros ", según escribe Claude Mossé. ¿Morir por el Borgia? En lo que pensaban era en abrirles a los franceses las puertas de Roma.
En Florencia, el monje Savonarola se encarga de azuzar a las masas diciendo que Carlos VIII se precipita sobre Roma "con la espada de Dios". Alejandro VI juró que lo enviaría a la hoguera, "después de escoger él mismo los leños". Así fue.
Hasta Julia Farnesio huye de Roma. La detienen los franceses, y Alejandro VI se imagina a su rubia amante pasando de soldado en soldado. El rey Carlos se siente magnánimo y libera a Julia, a cambio de que el papa entregue a su hijo César. Lucrecia -"una perla en este mundo", como la llamó un admirador- y la nuera del papa, la esposa de su hijo Jofré, sustituyen a Julia en el lecho del papa mientras la Farnesio está presa. La hija del pontífice es libre de elegir sus vicios y sus otros amantes. Presume de ello. Desde que se casaron, su marido, el señor de Pésaro, ni la ha tocado.
Fue entonces cuando Juan, el elegido de Rodrigo, volvió a Roma tras una larga estancia en España. César sufrió de nuevo un ataque de celos. Juan, que ha entrado de lleno en la degradación de los Borgia, huele a cadáver. Una mañana de junio, su cuerpo, acuchillado, apareció en las redes de un pescador en las fangosas aguas del Tíber, el desaguadero de la dinastía. El papa, en una crisis de llanto, se acercó al cuerpo desfigurado del hijo, con la garganta seccionada, y lo besó en la boca. Luego se refugió en sus aposentos e hizo propósito de enmienda. El asesinato de su hijo Juan, a manos o no de César -no está demostrado, el difunto tenía muchos enemigos-, era la consecuencia de sus pecados. Se rasgó las vestiduras, pero el arrepentimiento le duró pocas semanas.
César, entre el amor, las campañas militares y algún asesinato que otro, incluida la ejecución en masa de los conspiradores, tenía tiempo para encerrarse con ocho toros en los jardines del Vaticano. El duque del Valentinado hacía alarde de su físico y exhibición de sus lujosos vestidos, el Beau Brummel del Renacimiento, el "más elegante de su tiempo". Los romanos, ansiosos de diversiones, de pan y toros, agradecían a César Borgia su desprendimiento y alegría de vivir.
Al hijo de papa le correspondían los dos primeros toros. Al primero lo despachó de un lanzazo en la garganta y al segundo lo toreó a pie con la capa y lo dejó en la arena muerto de una innoble cuchillada. No era Curro Romero. El público aplaudía enardecido a "nuestro César".
En 1498, César colgó los hábitos: dejó el cardenalato para casarse -otra boda de conveniencia- con la hermana del rey de Navarra, Carlota de Albret. Logró superar la firme oposición de su suegro: "¿Mi hija casada con un bastardo del papa? Jamás". Accedió el padre, y Luis XII, entonces rey de Francia, le otorgó el título de duque del Valentinado. Según la carta que el novio envió a su padre, la noche de bodas fue un éxito. La luna de miel duró pocas semanas, porque "la guerra estaba a las puertas de la cámara nupcial".
De los múltiples crímenes que se le atribuyen a César Borgia, el de su cuñado Alfonso, duque de Bisceglie, casado con Lucrecia, es de los más ominosos. Fue más una venganza que un asesinato político. Alfonso bajaba una noche de junio por las escaleras de San Pedro cuando fue asaltado por un grupo de sicarios que se hacían pasar por mendigos. El duque pide socorro a los catalanes de la guardia, que le salvan del espadazo de gracia. Pero está malherido. Para rematar la faena, César enviará a un embozado a la habitación en la que convalece Alfonso: es el verdugo del castillo del Santo Ángel, que lo degüella con impecable profesionalidad.
¿Quién mató al segundo marido de Lucrecia? Hay quienes apuntan al papa, por los celos, y hasta a la propia Lucrecia, que harta de él se lo quería quitar de en medio. Con los Borgia, nunca se sabe. Sin embargo, todos los dedos acusadores señalan también en esta ocasión a César.
Después de la segunda campaña de la Romaña -domina el centro de Italia del Mediterráneo al Adriático-, César se disponía a conquistar la Toscana de los temibles Médicis, su sueño adorado, pero la muerte de su padre el papa, el 18 de agosto de 1503, interrumpió ese y otros proyectos.
Otra vez los enigmas, la novela de serie negra. A Alejandro VI ¿lo mató la peste, la malaria o fue envenenado por los propios Borgia? También César ha caído enfermo. Los dos, padre e hijo, han acudido al banquete, una tórrida noche de agosto, ofrecido por el cardenal de Corneto, que se habría adelantado a los acontecimentos: el papa y el hijo prepararían un atentado contra su vida. Pero César se encierra desnudo en las entrañas de una mula -otros dicen que de un toro-, se reboza en la sangre del animal y luego lo sumergen en agua helada. Mano de santo. ¿Se puso César enfermo de verdad o fue una argucia para encubrir el parricidio? Antes de morir, Alejandro VI, el 214º sucesor del apóstol Pedro, pedía más tiempo: "Ya voy, ya voy. Espera todavía un poco".
El pueblo romano desfila ante el catafalco de Alejandro. El cadáver aparece putrefacto, horriblemente hinchado, lo que abonaría la teoría del envenenamiento. El embajador de Venecia certifica: "Es el más horrible cuerpo de hombre que jamás se haya visto". Maquiavelo, citado por Jacques Robichon, escribe: "Se encargó de la oración fúnebre: 'El espíritu del glorioso Alejandro fue transportado entre el coro de almas bienaventuradas, teniendo a su lado, apretujadas, a sus tres fieles seguidoras, la Crueldad, la Simonía, la Lujuria". Para redimir tantos pecados, un Borgia bueno llegó a la Iglesia, el jesuita Francisco de Borja. Nacido en Gandía en 1510, nieto de Juan Borgia y biznieto de Alejandro, fue canonizado en Roma en 1671.
El nuevo papa, Julio de la Rovere, Julio II, dejó caer a tierra la estrella de César Borgia. Le despojó del título de duque de Romaña y capitán general de la Iglesia, y le encerró en Ostia. En Nápoles fue detenido por Gonzalo de Córdoba, el Gran Capitán, que lo vendió por un plato de lentejas. Le envió a España, desembarcó en el Grao de Valencia y fue hecho prisionero en el castillo de Chinchilla, en Albacete, y más tarde en Medina del Campo, de donde se evadió en 1506. Mientras, lleno de melancolía, contemplaba el vuelo de los halcones comprendió que se había convertido en un peón de la partida que disputaban Castilla y Aragón.
Después de una peripecia sin cuento por Castro-Urdiales, Bilbao y Durango, el proscrito en Italia y perseguido en España, el que había sido obispo de Pamplona, murió como un valiente en una escaramuza en solitario contra 20 jinetes, rebeldes navarros de Beaumont, cerca de Viana. El rey de Navarra, Juan de Albret, descubrió el cadáver de su cuñado, desnudo, mutilado y herido de muerte, en un barranco con 23 golpes de lanza. En la iglesia de Viana, el cuerpo del hombre que casi llegó a reinar en Italia recibió cristiana sepultura.
En 1937, en el curso de la Guerra Civil española, el alcalde de Pamplona mandó levantar un monumento en Viana en honor de César Borgia. Pero la victoria franquista puso en tela de juicio la reivindicación que los republicanos hicieron del hijo del papa. El cuerpo de César volvió en 1954 a su sitio natural en la iglesia de Viana.
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