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Pasión y fragilidad

Celebrar onomásticas es una costumbre religiosa (todas las costumbres lo son, hasta las más impías) cuyo oculto propósito es el de ensalzar, al tiempo que nos posee y nos abandona sin parar.

Un día como el de hoy, el 9 de abril de 2003, murió Jorge Oteiza. Después de estos dos años, todavía nos preguntamos qué o quién fue ese hombre. ¿Existió realmente? Él solía contestar que no; que era un hombre póstumo: "Moriría si no hubiera muerto", decía con una sonrisa irónica. Es una condición admirable y desgraciada a la vez, la de aquellos hombres-personajes que alcanzan en vida un lugar en el espacio de las leyendas, y con él, además de la excusa de cualquier responsabilidad, una presencia nebulosa e inaprensible.

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El Oteiza esencial se muestra en Alzuza

Para muchos, efectivamente, Oteiza fue un hombre demasiado extenso. Hay un Oteiza escultor, un Oteiza poeta, un pensador, un lingüista, un cineasta, un pedagogo, un conspirador y un sinnúmero de Oteizas más. El caso es que nos vemos obligados a elegir entre una multitud aceptando de partida la debilidad que tal reducción entraña. En esta proteica condición, la más esforzada de sus conquistas, el verdadero Oteiza se desvanece, se desvanecía incluso para él mismo.

Y sin embargo, dejando a un lado al inconcebible hombre doméstico, todos los Oteiza se resumen en dos: el artista y el político. El hombre de acción que exigía de sí en nombre de su misma condición artística, y el escultor, el poeta, cuya importancia el tiempo va despejando.

Hoy, dos años después de su muerte, celebramos el reconocimiento creciente del pensamiento y la obra de Oteiza, el valor de una escultura que parece alejarse, recogerse en sí misma e intimarse religiosamente hasta encontrar la plenitud en el silencio y la soledad de un espacio vacío. Y eso como fruto de un propósito, imposible de alcanzar, que pretende resolver la distancia enigma que separa al hombre antiguo, testigo lejano de un tiempo oscuro e inextinguible, del artista moderno, partícipe, como muy pocos en nuestro país, del esfuerzo renovador que protagonizaron las vanguardias de principios del siglo XX. Un personaje de otro tiempo y de otro lugar, y sin embargo de éste, en el que se resumían con una intensidad que yo no he conocido en ningún otro, las dos cualidades que conforman lo propio e incalculable de cualquier ser humano: una pasión más fuerte que sus fuerzas y una inmensa y secreta fragilidad.

Pedro Manterola es director del Museo Oteiza y de la Cátedra Oteiza de la Universidad Pública de Navarra.

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