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Columna
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El prestigio de Cataluña como "bien público"

Antón Costas

No parece arriesgado afirmar que la economía catalana está viviendo uno de los momentos más delicados de su historia. La especialización en la producción de manufacturas de baja o media sofisticación, que durante el último siglo ha sido su fuente principal de riqueza y empleo, está ahora amenazada por la aparición de nuevos competidores y por la desaparición de las restricciones que en las últimas décadas la han protegido. El textil es, quizá, el caso más paradigmático, pero otras actividades, como la industria electrónica, ya han desaparecido prácticamente. Además, otras manufacturas tradicionales, como la metalurgia o el automóvil, están amenazadas de deslocalización. Por otro lado, su especialización en turismo vacacional de masas y de bajo precio ha llegado a una fase de rendimientos decrecientes; y hasta la producción agrícola y ganadera se ve amenazada por la competencia de los nuevos miembros de la UE.

Por lo tanto, nos estamos jugando la posibilidad de mantener las actividades productivas que hasta ahora han sido la base de nuestro crecimiento y bienestar. Sólo con un enorme esfuerzo orientado a la mejora de la productividad, de la innovación y de la competitividad será posible sostener esas fuentes de riqueza en el nuevo escenario de fuerte movilidad productiva que trae la ampliación europea y la globalización.

Coincidiendo con este agotamiento del modelo de crecimiento económico, se está produciendo un cambio tecnológico como no habíamos visto desde la aparición del ferrocarril, el barco de vapor, la electricidad, la telegrafía, la química industrial o el motor de combustión interna, que dio lugar al automóvil. Ahora las nuevas tecnologías de la información, las telecomunicaciones, la nanotecnología o las ciencias de la vida están alterando las bases de la economía y abriendo nuevas ventanas de oportunidad a los países más dinámicos. La historia económica nos dice que esas ventanas se cierran muy rápidamente, y que sólo aquéllos que han sido capaces de aprovechar la oportunidad se benefician después, durante décadas, de las ventajas de haber sido pioneros en la aclimatación de lo nuevo.

Paralelo a este cambio económico, el modelo social, construido trabajosamente durante los últimos 25 años de democracia, se está viendo amenazado por la llegada de distintos e intensos flujos de inmigración que son promesa de nuevo dinamismo y riqueza, pero traen también retos para la convivencia y la cohesión social, especialmente en aquellos lugares o zonas en las que se concentran los nuevos inmigrantes.

Si aceptamos este análisis de la situación económica y social catalana, se hace evidente que es necesario concentrar todas las energías de las que dispone el país en definir la agenda de problemas urgentes y poner en marcha políticas públicas y empresariales orientadas a la búsqueda de soluciones creativas a estos retos.

Sin embargo, esta agenda de problemas económicos y sociales urgentes se está viendo distorsionada por la agenda política. Las prioridades de los políticos y sus reyertas están distrayendo la atención y las energías de lo que realmente es importante para el futuro. Viven encerrados en sus propios problemas y percepciones, aparentemente incapaces de comprender que el anem per feina que necesita el país no es la reforma política, ni menos aún arreglar sus diferencias.

Pero el peor de los efectos de esta distorsionada agenda política catalana es, en mi opinión, que está dilapidando uno de los capitales más preciosos que tiene un país pequeño para competir: su prestigio. Este prestigio es un ejemplo de lo que los economistas denominan "bienes públicos", es decir, los que pueden ser disfrutados por cualquier miembro de la comunidad sin por ello privar a otros de su uso, y cuya existencia favorece el crecimiento y el bienestar. Un clima benigno, la lengua, la cultura propia o un buen sistema educativo son ejemplos de bienes públicos. Y también lo es el prestigio como país serio, honesto, dinámico, creativo, complejo y abierto.

Cataluña, en particular Barcelona, se benefició de la existencia de este prestigio a lo largo del último medio siglo. Su imagen de dinamismo, de modernidad, de país de oportunidades para todos aquellos que estaban dispuestos a ser emprendedores ha sido un bien público de incalculable valor. Por encima de los celos que siempre provoca la riqueza, la mayoría de españoles han admirado y valorado este prestigio. Y atraídos por él, llegaron capitales y personas que han mejorado su condición material personal y han contribuido al progreso y dinamismo del país.

Sin embargo, ahora, la política está deteriorando ese bien público tan preciado para un país pequeño. Cataluña se está transformando en crecientemente antipática a los ojos de muchos de los que antes la admiraban. Y deja de ser vista como tierra de acogida, como país de oportunidades. Un ejemplo: cuando el Banco Sabadell adquirió el Banco Atlántico, ninguno de los directivos de este último quiso venir a Barcelona.

En contra de lo que se suele pensar, esta pérdida del prestigio atractivo para los emprendedores no viene de la complejidad social y cultural, del hecho de tener una lengua propia. Al contrario, en la complejidad reside el atractivo de los países pequeños. Barcelona es la ciudad europea que más estudiantes erasmus atrae. El problema surge de cómo las fuerzas políticas utilizan esa complejidad en beneficio propio, deteriorando ese precioso capital inmaterial que es el prestigio como país. Ésta es en mi opinión la principal responsabilidad de los políticos catalanes actuales. Está bien cultivar las raíces, pero sin olvidar que también se necesitan alas para volar más allá del propio corral y afrontar la movilidad del mundo que viene.

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