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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

A la carta

La cumbre europea clausurada ayer tenía como cometido central impulsar la modernización económica de la Unión Europea, previa realización de un balance sobre el grado de cumplimiento de la Agenda de Lisboa, cinco años después de su formulación. Adicionalmente, la revisión del Pacto de Estabilidad y Crecimiento (PEC) debía asentar ese impulso sobre bases menos restrictivas del crecimiento en las economías centrales, con unas finanzas públicas menos saneadas de lo que la versión inicial de ese pacto exigía. La realidad no se ha ajustado estrictamente a esos propósitos, puesto que en Bruselas ha cobrado un imparable protagonismo la liberalización de los servicios en la UE, la controvertida directiva Bolkestein.

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La alteración de esa agenda ha estado determinada por el empeño del presidente francés, Jacques Chirac, en adecuar a sus intereses el proyecto de directiva que pretende abrir a la competencia el mercado de los servicios en la Unión. Identificada en Francia con un eventual "dumping social", esa directiva se ha cruzado de forma adversa en la campaña para el próximo referéndum francés, el 29 de mayo, sobre la Constitución europea, y ha llevado a los máximos mandatarios europeos a ceder. Mal inicio de una cumbre que debería precisamente identificar y liberar los obstáculos a la recuperación del crecimiento económico, incluidos los que pesan sobre la configuración de un verdadero mercado único; también en los servicios. Algo más que un síntoma de las resistencias que los grandes -Francia y Alemania sobre todo- siguen imponiendo a las reformas estructurales con el fin de que la renta por habitante se aproxime a la existente en Estados Unidos.

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Ése fue el objetivo de la cumbre celebrada en marzo de 2000 en Lisboa. Desde entonces, casi todos los indicadores definidos para evaluarlo han sido decepcionantes en la mayoría de los países, excepción hecha de los nórdicos, España incluida. En realidad, Europa está hoy claramente más lejos de convertirse en 2010 en la economía más competitiva del mundo. Un resultado tal no significa en modo alguno que esa aspiración deba ser descartada o devaluada como pretende el presidente de la Comisión. Por el contrario, el impulso a las reformas y el papel central que se le asigne a la inversión en conocimiento han de constituir una prioridad más vinculante que la asignada en aquella agenda hoy distante.

La reforma del Pacto de Estabilidad y Crecimiento sancionada en esta cumbre, lejos de ser interpretada como una disolución de los propósitos por garantizar una estabilidad macroeconómica, como teme el Banco Central Europeo, debería serlo en la dirección de fortalecer el control individualizado de cada país, pero con la flexibilidad suficiente para que el rigor fiscal no acabe siendo un rigor mortis para las posibilidades de crecimiento económico. El acuerdo de los ministros de Finanzas previo a la reunión de jefes de Estado y de Gobierno incorpora un mayor número de excepciones a la superación del hasta ahora umbral en el que se sintetizaba la disciplina de las finanzas públicas: un déficit público no superior al 3% del producto interior bruto. Ese máximo sigue siendo una referencia básica, pero comparte protagonismo con el otro criterio hasta ahora relegado, el que limita la deuda pública al 60% del PIB. La combinación de ambos es mucho más sensata que la exclusiva consideración del primero.

La suavización de la disciplina acordada provoca razonable incomodidad en aquellos países que hasta ahora habían cumplido a rajatabla, sin atenuantes posibles, la formulación estricta del pacto. Pero, más allá de esa sensación cierta de que las normas se cambian cuando los grandes las incumplen, la flexibilización de su aplicación era la única salida razonable. La posición cíclica, el esfuerzo inversor en I+D, la aplicación de reformas estructurales o las contribuciones extraordinarias como consecuencia de episodios igualmente excepcionales son algunos de los factores que pasan a ser tenidos en cuenta a la hora de valorar los esfuerzos correctores de esos desequilibrios.

De los máximos mandatarios europeos dependerá ahora que esa relajación de las restricciones sancionada ayer no sea interpretada como una dejación del necesario control de las finanzas públicas que ha de presidir cualquier proyecto unificador, de forma particularmente vinculante en aquellos países que comparten moneda. Deben demostrar también en sus tareas de Gobierno que esa flexibilidad es del todo compatible con el fortalecimiento de las iniciativas encaminadas a acrecentar la competitividad de los 25 Estados miembros. En definitiva, se trata de evitar que los ciudadanos perciban la cumbre como una mesa más donde sólo se sirve a la carta para los intereses de los grandes.

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