La dignidad de todos nosotros
Valentina casca los huevos en la ensaladera con mucho cuidado, vigilando que no caiga dentro ninguna diminuta esquirla de cáscara, de esas que, su madre lo decía siempre, pueden acabar provocando una embolia de lo más tonta. Las patatas se fríen muy despacio en la sartén, los niños no hacen ruido, y ella siente un calor templado, contradictorio, agradable e incómodo a la vez, porque le reconforta el corazón, pero le pica en el borde de los ojos. Valentina, luchadora curtida y maestra del segundo ciclo de primaria en un colegio público, se emociona con frecuencia, como todas las personas sensibles que trabajan con niños o, mejor dicho, como todas las personas sensibles. Pero no está acostumbrada a que la emoción la asalte por sorpresa, casi a traición, de una manera tan imprevisible, hasta tan estrambótica.
Porque mira que es un libro raro, se dice a sí misma, mientras bate los huevos con un tenedor y la lentitud precisa para no hacer espuma, porque con espuma, su madre lo decía siempre, la tortilla queda más seca, menos jugosa. Claro que, para espuma, la que se desborda por todas las esquinas de la primera parte de California, la novela que acaba de terminar, una historia rarísima o no, piensa después, tampoco tan rara, porque se acuerda de sí misma cuando era muy joven, una adolescente alocada y monísima, por cierto, a la que sólo le importaba no repetir modelo los fines de semana, que el pelo no se le hinchara después de hacerse la toga y ligar más que ninguna otra chica de su pandilla. Parece mentira, piensa Valentina mientras aclara el tenedor debajo del grifo, pero a los veinte años ella también era así, aunque no se hubiera ido a vivir a Hollywood. Quien a los veinte años no quiere cambiar el mundo, no tiene corazón, dice la gente. Ella lo escuchó entonces, acaba de volver a leerlo, y sabe que no es verdad. A Valentina, al borde de los cuarenta, le sobran corazón y ganas de cambiar el mundo. Pero si no hubiera leído este libro, nunca habría podido formular con tanta exactitud la heterodoxa progresión de su conciencia.
Ella, que se emociona con frecuencia, suele prever la intensidad y la estructura de sus emociones. Ha podido hacerlo siempre, excepto ahora. Lo reconoce mientras mueve las patatas con cuidado, para no romperlas, porque no es conveniente machacarlas con la espumadera, su madre lo decía siempre, que están más ricas cuando se deshacen solas, cuando se consumen sin ayuda en el aceite. Valentina sólo hace caso de lo que decía su madre en la cocina. En todo lo demás, hace aproximadamente lo contrario. Su madre nunca habría entendido lo que le está pasando, aunque, para ser justa con las dos, reconoce que a ella sola tampoco se le habría ocurrido anticipar una emoción como ésta que le reconforta el corazón y le pica en los ojos. La misma emoción que cambia la vida de un ejecutivo serio y sensato, con la más alocada juventud californiana a sus espaldas, cuando recibe la visita de un empleado treintañero, inteligente, capaz, con un buen puesto de trabajo, que vive en pareja desde hace años con otro hombre, mayor y enfermo de Alzheimer, y por eso reclama, sin chillar, sin hacer aspavientos, sin pretender escandalizar ni dar espectáculo, los mismos derechos laborales que tendría si su pareja fuera una mujer enferma, la reducción de jornada y el crédito blando establecidos en el convenio de su empresa. Por mucho que viva, Valentina nunca olvidará esas páginas, la historia de César Peralba, el dramatismo de su aparente inexpresividad, el equilibrio mantenido a pulso al borde del desastre, la fuerza interior que sólo se extrae de la certeza de tener razón.
Al final, concluye, lo mejor va a ser llorar, dejar que se vayan esas dos lágrimas tan molestas que bailan entre sus pestañas desde hace un rato. Y escoge un plato grande para empezar a darle la vuelta a la tortilla, porque en eso es mejor pasarse que quedarse corta, su madre lo decía siempre, y la vuelve una vez y remete los bordes con la espumadera, y siente la amargura de las luchas que parecen estériles y la recompensa de saber que ninguna lo es. Porque la lucha de uno solo es la lucha de todos nosotros, la libertad de uno solo es la libertad de todos nosotros, la dignidad de uno solo es la dignidad de todos nosotros, y basta con pensarlo, con decirlo, o con escribirlo tan bien como lo ha hecho Eduardo Mendicutti, para que cualquier esfuerzo merezca la pena. Valentina vuelve la tortilla una vez, y otra más, y le queda estupenda, como siempre, tan perfecta como las que hacía su madre.
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