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Lo que está en juego

No es que la política española haya encontrado el equilibrio habitual en las democracias en el que Gobierno y oposición discuten sobre la política fiscal, sobre la reglamentación de la política inmigratoria, sobre aspectos de política educativa y sobre la política de infraestructuras, pues todavía colean más de lo necesario las ondas expansivas de las circunstancias en las que se produjo el cambio de Gobierno después de los atentados del 11 de marzo y las elecciones del 14 de marzo del año pasado.

Pero incluso esa circunstancia podría, con el debido tiempo, pasar a formar parte de lo habitual en democracia si no fuera porque la cuestión vasca sigue incidiendo de forma desproporcionada en el panorama político español. Las últimas semanas políticas, dejando de lado la campaña por el referéndum europeo y los debates que suscitó, y la cuestión de la inmigración, han estado caracterizadas por el debate en el Congreso del plan Ibarretxe y por las dos entrevistas secretas-discretas del presidente Zapatero con Imaz y con Carod-Rovira, siempre en el horizonte de la violencia terrorista que persiste y de los atisbos, sospechas y desmentidos relativos al final de ETA. La cuestión vasca marca de forma definitoria la agenda política española en sus dos formas: como violencia terrorista y como exigencias del nacionalismo al que nos hemos acostumbrado a llamar tradicional, democrático y pacífico.

Bien es cierto que ETA y su entorno de Batasuna, con suma inteligencia, han sabido tejer entre las dos cuestiones una maraña en la que ha quedado atrapado el PNV, y de la que no ha querido, no ha sabido o no ha podido soltarse debidamente, creando una situación de confusión total: el acompañante legitimatorio básico del plan Ibarretxe es su función de traer la paz, pero si desde los demás partidos se recuerda esa vinculación entre plan y pacificación -con todas las críticas debidas-, se eleva la voz del nacionalismo para criticar la criminalización indebida del mismo. Es un ejemplo que pone de manifiesto la imposibilidad del debate. Porque la instrumentalización del lenguaje, y del pensamiento, tendencia común a toda la cultura moderna -el racionalismo subjetivo que critica Horkheimer-, ha llegado en Euskadi a límites insospechados. El debate racional resulta imposible cuando se ha destruido todo sustrato común; cuando se convierte en tópico que define la corrección del discurso político afirmar que lo importante es el proceso, el camino, y no la meta, aunque se pueda caminar sin dirección; cuando se establece como principio fundamental que el diálogo debe producirse sin límites ni condiciones, es decir, que para poder dialogar es preciso renunciar a todos los lenguajes adquiridos, a todas las gramáticas existentes, a todas las definiciones conocidas para volver a crear el lenguaje desde cero; cuando se consigue inducir en buena parte de la población vasca que posee mayor legitimidad democrática, y merece mayor protección y estabilidad, un sentimiento particular -todos los sentimientos lo son-, que las instituciones democráticas establecidas por acuerdos legítimos, que los espacios de convivencia logrados a partir de la renuncia a intereses e identidades particulares.

La reconstrucción de la gramática fundamental de la convivencia social y política es la primera tarea que se impone si la meta de un futuro común entre vascos no se abandona al reino de lo imposible, más allá de lo que resulta necesario en el marco de las estrategias políticas para deshacer las enmascaradas dificultades creadas por el plan Ibarretxe, para empujar a la organizativa y políticamente debilitada ETA-Batasuna al cese definitivo del uso de la violencia terrorista y a entrar en el campo exclusivo del juego político democrático, y todo ello en el contexto de las tácticas políticas obligadas por las inminentes elecciones autonómicas vascas.

La reconstrucción de la gramática fundamental de la convivencia social y política entre vascos implica la conciencia de lo que está realmente en juego en la denominada cuestión vasca. En primer lugar está en juego la libertad, la libertad concreta de muchos vascos. De la misma forma que esa libertad no es posible sin la referencia a instituciones propias con capacidad de identificación, que encarnan la diferencia lingüística, cultural y de tradición de los vascos, con igual fuerza hay que subrayar que es esa libertad concreta la que impide que la sociedad vasca se pueda definir institucionalmente desde una mayoría particular.

El pluralismo de sentimientos de pertenencia de los vascos exige una institucionalización de la sociedad vasca que haga posible, al mismo tiempo, la existencia de referencias institucionales propias, diferenciadas -Parlamento vasco, Gobierno vasco, competencias claras, Concierto Económico, Ertzaintza-, que permitan una identificación diferenciada, y la posibilidad de participar en ámbitos de decisión plurales, que no se cierran en aquellas instituciones. Sin estas dos cosas, la libertad de los vascos está en peligro. Y el riesgo concreto en estos momentos no viene de la negación de la referencia institucional diferenciada, sino de negar la posibilidad de participar efectivamente, no nominalmente, en ámbitos de decisión plurales.

Lo que está en juego es el concepto mismo de ciudadanía. Ser ciudadano significa ser sujeto de libertades, de derechos y de obligaciones. Ser ciudadano supera el estadio de la identidad cultural, de la identidad lingüística. Lo que constituye al ciudadano no es una lengua, ni una tradición cultural, ni una religión determinada, ni una pertenencia étnica. Pero la ciudadanía no niega radicalmente ninguno de esos elementos. Todos nacemos a una lengua, a una cultura, a una tradición. No existe otra forma de acceder a la humanidad concreta de cada uno de nosotros. Ser ciudadano implica reconducir lo que nos es dado inevitablemente al reino de la libertad y del derecho: sin negarlo, hacerlo posible en convivencia con otras identidades, con otras lenguas, otras culturas, otras religiones. Ser ciudadano significa estar constituido por las garantías de libertad y de derecho aplicadas con independencia de la identidad de género, de clase, de raza, de religión, de lengua y de cultura.

Lo que está en juego es la memoria. No es posible tampoco hacer política democrática con planteamientos de legitimidades abstractas. Menos que nadie debiera poder hacerlo el nacionalismo, que por definición parece legitimarse desde la historia, desde la memoria histórica. No se puede construir la política vasca desde la pregunta de lo que es legítimo en pura abstracción, como si no existiera historia, como si no existiera memoria de lo que ha sucedido en la historia. Por recurrir a un ejemplo reciente, pero en el que no estamos directamente implicados: en el 60º aniversario del bombardeo de Dresde, en el que murieron 35.000 civiles, no es posible plantearse la valoración de dicho acto de guerra sin tener en cuenta el contexto de la guerra ilegítima desatada por Hitler con fines racistas y totalitarios.

De la misma forma no es posible plantearse lo que es legítimo o no respecto de la institucionalización de la sociedad vasca olvidando que ha habido asesinados en la historia reciente de Euskadi, y que esas víctimas lo han sido con una intencionalidad política concreta. Lo legítimo y lo ilegítimo para la sociedad vasca sólo se puede plantear en el contexto de la memoria de los asesinados.

Lo que está en juego es el futuro de la sociedad vasca. Futuro significa historia real. Fuera de la historia real no hay futuro, sólo existe un presente eterno estéril. Y el futuro de la historia real sólo se puede labrar desde la libertad concreta y desde las garantías que ella necesita. El futuro sólo se puede labrar desde las relaciones e imbricaciones que nacen de esa libertad concreta. En la legitimidad abstracta no hay historia real ni futuro. En el mundo previo a las limitaciones de la gramática de la convivencia no hay ni historia ni futuro. Para tener futuro real la sociedad vasca necesita recuperar los elementos básicos que permiten que haya un espacio de convivencia, una gramática que limite las pretensiones de exclusividad de las identidades y de los sentimientos.

El Estado español es la garantía de la doble libertad concreta de los vascos -y la de los demás ciudadanos españoles, por supuesto-. El Estado español es la garantía del derecho de ciudadanía de los vascos y demás españoles; el marco que permite institucionalizar la memoria de los asesinados. Nada más, pero tampoco nada menos.

Joseba Arregi es profesor de Sociología de la Universidad del País Vasco y presidente de la plataforma ciudadana Aldaketa-Cambio para Euskadi.

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