La ciudad de los políglotas
Dicen que en el pasado Bruselas era un pueblo burgués y aburrido del cual había que huir de vez en cuando para conocer mundo y airearse un poco. Las cosas empezaron a cambiar en los años cuarenta cuando italianos, españoles y otros pobres del sur desembarcaron aquí en busca de una vida mejor y, sobre todo, cuando se asentaron poco después las instituciones europeas. El resultado es una ciudad repleta de extranjeros donde reina el multilingüismo, el lugar ideal para que de vez en cuando haya disputas lingüísticas como la que Italia y España acaban de librar contra la Comisión Europea por eliminar la traducción del italiano y del español de parte importante de sus ruedas de prensa.
La tendencia a reducir el número de lenguas en las instituciones europeas tiene su reflejo opuesto en la realidad plural de Europa y también de la propia ciudad de Bruselas, moderno cruce de caminos donde españoles e italianos tienen que hacer verdaderos esfuerzos para poder practicar otra lengua que no sea la suya. Ello se debe no sólo al hecho de que la italiana y la española sean de las comunidades más numerosas de Bruselas. También a la cultura de esta capital en la que todo el mundo parece dispuesto a chapurrear lo que se ponga por delante.
Los bruselenses están sumidos en su propio caos lingüístico. Aunque Bruselas se sitúa en Flandes, cuya lengua es el flamenco u holandés, la influencia extranjera ha logrado que la mayoría hable francés, aunque en muchas multinacionales y sociedades aquí radicadas lo que verdaderamente se practica en exclusiva es el inglés. A ello se suma el gusto de los bruselenses por hablar otras lenguas; un gusto contagioso, por cierto.
En el barrio europeo (donde se alzan los edificios de las instituciones europeas) hay una cafetería de dimensiones minúsculas que surte de comida rápida a decenas de funcionarios. La dueña, una belga de rubia melena, saluda, cobra, devuelve los cambios y desea un feliz día en media docena de idiomas, dependiendo del cliente. No es una excepción. En Bruselas, para ser dependiente en una tienda de moda de la avenida de Louise hay que hablar tres idiomas, aunque el último que me atendió era un catalán que, en realidad, maneja cinco: inglés, francés, holandés, español y, por supuesto, catalán.
En sentido contrario, hay muchos anglófonos que llevan años viviendo en Bruselas sin saber ni intentar practicar ningún otro idioma distinto al de Shakespeare. Los anglófonos disfrutan aquí de una extensa red de lugares comunes -desde su propia guía cultural hasta sus librerías o pubs- por la que circular como si estuvieran en casa, y si salen, el inglés es la lengua extranjera dominante.
Los hispanos, sin llegar a tanto, pueden disfrutar de una situación similar. Con alrededor de 30.000 residentes (equivalente a la ciudad de Teruel) entre el millón de habitantes de la capital, los españoles también tienen su propia red, formada por tascas, restaurantes, centros culturales (el del Principado de Asturias, situado en una joya arquitectónica recién restaurada es especialmente importante, además del oficial Instituto Cervantes), sus tiendas, su emisora en español, su propia revista...
Antes de la emigración económica llegaron unos 3.000 niños de la guerra. Muchos se han jubilado aquí, donde viven sus hijos y sus nietos, ya más belgas que españoles. La posterior emigración económica ha dejado huellas indelebles y los muchos que se han quedado confraternizan con los altos funcionarios europeos. Es un mundo de círculos concéntricos enriquecido por otra oleada migratoria, más reciente, de latinoamericanos.Bruselas tiene un millón de habitantes, pero la tercera parte somos extranjeros o de origen extranjero. Es el peor lugar del mundo para sumergirse en un idioma distinto al propio, pero también uno de los peores para sentirse forastero.
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