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Columna
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Mejor la honestidad que la 'finezza'

Soledad Gallego-Díaz

Lo peor de la batalla política catalana es que casi todo el mundo admite ahora que era, y es, "un clamor" que la adjudicación de obra pública en Cataluña ha llevado aparejado durante muchos años el pago ilegal de una comisión del 3% al partido responsable de la autorización administrativa. El presidente de la patronal Fomento del Trabajo, Joan Rosell, lo subrayó, tal vez sin querer, el pasado martes: "Nosotros hemos de estar por las cosas que se prueban, no por las que oímos, ni por las que nos dicen, sino por las que se prueban".

Es decir, que la patronal, como todos, "había oído" y le "habían dicho" que existía ese pago. Y sin embargo, ante ese clamor, no consta que el señor Rosell exigiera en nombre de los empresarios catalanes que se despejara la sospecha. No. Incluso hoy día lo que pide es algo muy distinto: que los grupos parlamentarios lleguen a un acuerdo para "acabar con la inestabilidad política". Los empresarios y los políticos, las asociaciones vecinales, los sindicatos, los colegios profesionales y, sin duda, los periodistas "habían oído" y "les habían dicho", sabían que existía ese "clamor" pero nunca lo recogieron, ni lo tomaron en serio, ni lo investigaron ni pidieron que se investigara. Entonces, alguien puede preguntarse, ¿para qué sirven los partidos, los colegios, las asociaciones, los sindicatos y los periodistas?

El mayor cómplice de la corrupción es nuestra indiferencia. Nuestra capacidad para no tomarlo en serio, para considerar estúpidamente que es algo inevitable, cuando eso es absolutamente falso. No se paga el 3% del presupuesto de una obra pública en Suecia ni hay por qué pagarlo en Cataluña ni en Madrid ni en Andalucía ni en Baleares, ni en ningún lugar de España. Y si se paga, no es una tontería sino, simple y llanamente, corrupción.

Karl Kraus decía que la corrupción era peor que la prostitución: la segunda pone en peligro la moral de un individuo; la primera, la moral de todo un país. Se diría que en España la prostitución y la corrupción se toman como males menores, imposibles de combatir, merecedores de poca atención y de mucha indiferencia. Pero la prueba de que Kraus tenía razón es Italia: la indiferencia absoluta ante la corrupción de que los partidos hicieron gala durante décadas, la convicción de que lo mejor era echar tierra sobre esos escándalos, acabó llevando al poder al mayor de los corruptores del país, Silvio Berlusconi, sin que, al parecer, la sociedad tuviera ya fuerzas suficientes como para cortarle el paso. Salvo que alguien crea que el problema de Italia fue intentar acabar con la corrupción y no el grado de contagio tan enorme que existía y la feroz resistencia que opusieron muchos políticos a que desaparecieran sus prebendas.

El primer ministro Andreotti reprochó en una ocasión a los políticos españoles su manca de finezza, algo que, según él, valoran mucho los italianos, y que precisamente los catalanes reclaman también como seña de identidad propia. Pero la experiencia ha demostrado que a Italia le terminó sobrando la finezza y faltando la honradez. Sería una lástima que en Cataluña los políticos pensaran que la crisis abierta a raíz del Carmel se puede solucionar con finura y sin transparencia. Una lástima que no se aproveche la oportunidad para acabar con las "tentaciones italianas" de los partidos y dirigentes que permanecen demasiado tiempo en el gobierno y que terminan soñando con la vieja, exquisita y corruptora Democracia Cristiana.

Mark Twain pronunció el 4 de enero de 1901 un discurso titulado "Corrupción Municipal". Dijo: "Podemos estar seguros de que la corrupción no es algo universal. Es un hecho que de cada cincuenta hombres, cuarenta y nueve están limpios. El asunto es que el número cincuenta, y sus colegas, suelen estar bien organizados, mientras que los 49 andan cada cual por su lado". Se suponía, y se sigue suponiendo, que la mejor manera que tienen esos 49 para luchar contra la corrupción es elegir representantes que se impongan como primera obligación recoger el clamor, investigar las sospechas y reunir las pruebas. Pero está también claro que, como sucedía durante la Guerra fría, no basta con confiar: hay que verificar. Y ésta es la ocasión de verificar que nuestros representantes no trabajan "a la italiana". solg@elpais.es

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