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Columna
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Hacia el berrinche eterno

Javier Marías

Tomemos por una vez medio en serio a la actual Iglesia Católica, como si fuera una institución razonable y adulta y no pueril y caprichosa, con el berrinche y la rabieta como formas de expresión más habituales. Quejas, exigencias y quejas son casi lo único que oímos salir de sus diferentes bocas, de un largo tiempo a esta parte. Las últimas, cuando escribo esto, han surgido de la del mismísimo Papa, en su amonestación ad limina (nadie ha explicado lo que significa eso y no pienso ir al diccionario, pero todos los diarios se han hartado de repetirlo, así que ahí va, para no ser menos) a las altas jerarquías eclesiásticas españolas, de peregrinaje en el Vaticano. Y el Cardenal Rouco aprovechó para hacer sus apostillas: en Madrid "se peca masivamente", dijo. Y yo, que vivo aquí, imbécil de mí, sin haberme ni enterado.

La Iglesia parece haber olvidado que ninguna religión ha subsistido cuando ha dejado de hacer falta, o, mejor dicho, cuando los hombres han dejado de creer en sus preceptos primero, en su doctrina luego, y finalmente en sus deidades. Y una de las principales cosas de las que las sociedades occidentales han descreído es de la noción de "pecado", lo cual no supone por fuerza, sin embargo, que se hayan convertido en desalmadas. En ellas continúa habiendo acciones que se tienen por perniciosas, indebidas, condenables o simplemente "malas". Es más, en una época tan dada a legislar y a reglamentarlo todo -no debería ser así, no por parte del Estado-, cada día que pasa descubrimos más actividades prohibidas y mayor número de delitos improvisados. Dentro de poco lo será fumar, como saben, y no quiero ni imaginar el fortalecimiento de las mafias que significará eso, cuando se les añada el beneficio del tráfico de cigarrillos y habanos. No escasean, pues, las cosas que los contemporáneos encuentran muy censurables, y estos tiempos, para mi gusto, en realidad están entre los más puritanos y represores de los últimos sesenta años. Nunca en ese periodo se había querido controlar tanto el lenguaje y por lo tanto el pensamiento, que le va unido indisolublemente. Nunca se había cercenado la espontaneidad como ahora, ni había habido tantas demandas y pleitos -tanto recurso a la justicia- para dirimir asuntos que tradicionalmente no requerían de ella. La gente se ha desacostumbrado a zanjar sus diferencias por su cuenta, y no me refiero a la puñalada y la venganza, sino al diálogo, la concesión y el razonamiento. El actual intervencionismo de los Estados es monstruoso, con legislaciones hasta para arrancarle una hoja a un árbol en mitad del campo.

Pero la Iglesia no está contenta con tanto orden, y patalea porque quiere que sean sus leyes las que sigan rigiendo la vida de las personas, incluidas las no creyentes. El problema que no alcanza a ver, borrosa su visión por el despecho, es que, si la gente no cree, no cree, y nada puede hacerse al respecto. La gente de hoy sí cree que está "mal" matar, aunque lo vea a su alrededor a menudo y según quién lo haga no se inmute en exceso; desaprueba que se robe, pese a que a veces le haga gracia, extraña gracia; y sin duda le parece fatal levantar falsos testimonios, aunque la mayoría de nuestros políticos y periodistas se dedique entusiásticamente a ello, a diario. Pero la gente de hoy no ve mal alguno en el sexo, cuando se da a solas o de mutuo acuerdo; ni considera que el adulterio incumba más que al marido, a la mujer y quizá al tercero, ni condena los divorcios rápidos; tampoco ve nada punible en no "santificar" las fiestas, y no logra que le parezca "pecado", ni siquiera metafóricamente, la gula ni la pereza. En cuanto a amar a Dios por encima de todo, me temo que a eso hace mucho que casi nadie está dispuesto, ni los fieles, porque a nuestro alrededor hay demasiadas personas tangibles a las que profesar más grande afecto. Y me juego un dedo a que no hay nadie -ni Rouco, estoy convencido- que juzgue muy grave saltarse ese primer mandamiento.

Sin duda a muchos les parece mal el aborto (yo, que no soy creyente, sé que nunca habría consentido en uno que de mí hubiera dependido), pero casi ninguno cree obrar "mal" por utilizar un condón, entre otros motivos porque percibimos gran diferencia entre interrumpir algo iniciado y evitar que eso se inicie. Y pocos objetan no ya a la homosexualidad, sino a que quienes la profesan se unan de manera legal si lo desean, con o sin "matrimonio", la palabra es lo de menos, un antojo. Para que unos preceptos y una doctrina sigan vigentes y vivos, hace falta que se acepten, que se compartan, que acerca de ellos exista un común acuerdo no impuesto. Pretender que hoy las personas vean mal el uso de un preservativo, o el sexo, equivaldría a pedirles que condenen la idea de que la tierra es redonda. Y eso es lo que la actual Iglesia, tan tozuda y caprichosa como un niño malcriado que gozó durante demasiado tiempo del común acuerdo -y además lo impuso a menudo, cuando le fue posible-, no comprende. Y así se lleva después tanto berrinche, que hasta la eternidad puede durarle.

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