El precio de la entrega
"Yo también quisiera, como Manuel Vicent, / morir sentado en una mecedora blanca frente al Mediterráneo / mirando sin pestañear la línea del horizonte" (Francisco Tomás y Valiente). Seguramente ellos también lo hubieran querido, si alguna de las guerras que jalonan lo ancho y alto de nuestro planeta no se lo hubieran impedido. Frente al Mediterráneo o cualquier otro paisaje que les pudiera evocar una historia como la suya, vivida para que los demás no vivamos en la oscuridad, para que la compartamos con el resto del mundo. Ayer las familias de siete periodistas muertos en acto de servicio recibieron, en la sede de su asociación, las medallas de oro al mérito en el trabajo a título póstumo.
El Gobierno de España, haciéndose eco del sentir de la ciudadanía, ha querido reconocer el valor profesional y humano de siete periodistas muertos en el ejercicio de su trabajo. Unas medallas concedidas, según dice su reglamento, en mérito de una conducta socialmente útil y ejemplar en el desempeño de los deberes que impone el ejercicio de cualquier trabajo, profesión o servicio, y también en reconocimiento y compensación de los daños padecidos en el cumplimiento de los deberes profesionales. Se trata de honrar su memoria en su condición de trabajadores.
Couso, Anguita, Fuentes, Pujol, Ortega, Rodríguez y Valtueña, como todos los que han recogido su testigo de entrega y compromiso con la información, eran incómodos, y seguirán siendo incómodos en tanto no se cansen de difundir a todo el mundo lo que ven y oyen por nosotros: la miseria y la barbarie, esas lacras que tanto nos cuesta erradicar.
Una libertad consagrada en la Constitución como derecho a "comunicar y recibir información" que es preciso salvaguardar, para conformar una opinión pública libre, garantía de la salud y el pluralismo democráticos. Una libertad, por otra parte, que ha de actuar como antídoto frente a la tentación social de descargarse de responsabilidades, de deshumanizar lo humano. Una tentación que, de llevarse a cabo, podría desembocar en abdicación moral y, en última instancia, en totalitarismo.
¿Hubiéramos podido tener una visión real de la guerra de Irak sin las imágenes de José Couso o sin las narraciones de Julio Anguita? ¿Alguien podría haberse hecho una idea de la limpieza étnica que se estaba ejecutando en Kosovo sin la impecable descripción que nos ofreció Julio Fuentes? O ¿habríamos conocido la realidad de la ciudad mártir de Sarajevo sin la visión que nos trasladó Jordi Pujol Puente? Seguramente, no; como difícilmente conoceríamos la tragedia humana que vive y ha vivido Haití sin la crónica de Ricardo Ortega, las imágenes de la intervención norteamericana en Panamá sin el trabajo de Juantxu Rodríguez, o el horror de Ruanda contado a través de la lente de Luis Valtueña.
El alto riesgo personal que asumieron para poner ante nuestros ojos el producto de su libertad, su trabajo en forma de imágenes, de palabras y de sonidos, no es pagable. La recientemente desaparecida Susan Sontag, la "escritora del compromiso", la que viajó como periodista a Vietnam en 1968, afirmó en un pequeño ensayo: "Fotografiar es apropiarse de lo fotografiado. Significa establecer con el mundo una relación determinada que sabe a conocimiento, y, por lo tanto, a poder". Quizá en esa apropiación, en esa toma cotidiana de poder, radique el compromiso y el riesgo de aquellos que, con su lente y su pluma, atraen ojos, cuerpos, casas, paisajes, circunstancias, sentimientos y condiciones de vida de las gentes; una toma de poder, un derecho al conocimiento al que estamos llamados todos.
Jesús Caldera es ministro de Trabajo.
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