Tras los pasos del hidalgo
Anchas llanuras, castillos pedregosos y, por fin, el mar. Las huellas de Don Quijote nos acercan a pueblos que participan de la leyenda, rutas que siguen con devoción de peregrinos quienes honran al ingenioso caballero que viajó por estas mismas tierras hace ahora cuatrocientos años.
Cuando emprendimos la ruta de Don Quijote, finalizando noviembre, el cielo nos ofrecía días de mañanas nebulosas, atardeceres de sol frío y una noche de luna llena. A diferencia del viaje del famoso caballero, que echó a andar en el verano, sobre nuestros pasos pendía la luz del tardío otoño. Era época de campos muertos, tiempo de limpiar las tierras, de roturarlas para la nueva siembra y de podar las vides hasta dejarlas mondas y lirondas. De eso se ocupaban braceros balcánicos y andinos, los nuevos proletarios de La Mancha, mientras nosotros cruzábamos junto a un famélico melonar en donde se pudrían los últimos frutos, rumbo a un incierto paraje de La Mancha desde el que iniciar nuestra partida. Teníamos una empresa grata y ardua: caminar tras la sombra de dos personajes que nunca existieron por sitios que jamás pisaron; para escribirlo luego en un periódico que, como todos, trata de la realidad.
¿Y por dónde empezar? Muchos pueblos se apropian la gloria de ser ese "lugar de La Mancha" con el que se abre la historia de Don Quijote. Y todos tienen buenas razones para sostener su candidatura. Pero Cervantes fijó con claridad sus intenciones finalizando el libro: " cuyo lugar no lo quiso poner Cidi Hamete puntualmente, por dejar que todas las villas y lugares de La Mancha contendiesen entre sí por ahijársele y tenerlo por suyo".
De modo que chitón. Y una mañana, "antes del día", nos echamos al campo desde una población manchega para cumplir la primera salida de nuestro héroe, la que emprendió a solas en busca de algún alcaide que le nombrase caballero. A decir verdad, no es que no hubiera amanecido; es que la espesa bruma no dejaba ver el sol. Y en vez de tirar para Puerto Lápice como hacen muchos, lo dejamos a Occidente y tomamos una carretera comarcal que une Alcázar de San Juan con Manzanares, en busca de las ruinas de lo que se llamó Venta de Motillas, en donde varios estudiosos cervantinos sitúan el hostal en donde Alonso Quijano veló sus armas y devino en caballero andante.
Sobre la ancha llanura, la niebla se retiraba y la escarcha iba esfumándose, dejando a la vista un campo adusto y pardo. Aquí y allá punteaban algunos majanos, especie de cerrillos levantados con los pedruscos que los campesinos encuentran al labrar. Pasado el cruce que lleva a Argamasilla de Alba por el Oriente, en un desangelado galpón rodeado de vides sin podar, unos paisanos trajinaban con maquinaria agrícola. "¿Busca la venta de Motillas, la de Don Quijote?", me atendió Juan Serrano. "Allí la tiene". Y señaló un caserío del otro lado de la carretera, a cosa de medio kilómetro. "Lleva cerrada cien años, pero todavía se ve la aspillera desde la que la ventera estudiaba a los 'trasuantes' antes de abrirles la puerta". Pregunté: "¿Ha leído usted la historia de Don Quijote?". Y él respondió: "Pues no. Pero me lo sé".
Era un magnífico caserón en ruinas, un gran edificio de dos pisos del color de la tierra: de amplia portalada, muros a punto del desplome, techumbres hundidas, cuadras en donde quedaban aún pesebres y ganchos de amarrar caballerías, cocina con chimenea de espacioso tiro, varios aposentos y una explanada central cubierta por jugosa hierba de alfalfa.
Nada faltaba para imaginar: un pozo seco tras las cuadras y el patio anchuroso bajo cielo raso, iluminado ahora por los rayos del rubicundo Apolo. No había alcaide-ventero que nombrara caballero a nuestro héroe ni dos "mozas del partido" que sirviesen de testigos y le ciñeran las espada. Pero pintaba bonito: si no era el lugar que imaginó Cervantes, sin duda estaba ben trovato. Al irnos, recitamos aquello de "dichosa edad y siglo dichoso". Y un cuervo graznó en la trasera del corral, como un Merlín cabreado.
Fuimos a dar, un poco más arriba, con una profusa arboleda y un caserío al que llaman Valdivieso y que es poco más que una quesería. Pero bien pudiera ser aquél el bosque en donde Don Quijote liberó a Andresillo de las iras de su amo, asunto que a la postre le costó más azotes al muchacho de cuantos llevaba ya encima. Y quizá fuese en el camino de las Perdigueras, cerca de Cinco Casas, en donde recibió Don Quijote los primeros palos de los muchos que se llevaría en el libro. Se los sacudieron unos mercaderes valencianos. Un vecino de su pueblo lo recogió al poco y, molido, lo devolvió a su casa.
Entramos en Argamasilla de Alba, que es ciudad de poco más de 6.000 habitantes, limpia y cuidada, y que se precia, como otras cuantas, de ser la cuna de Don Quijote. Azorín estuvo aquí en 1905, cuando el tercer centenario del libro, y sentenció en sus crónicas de El Imparcial que Argamasilla era la patria de Alonso de Quijano. Los del pueblo le devolvieron el favor con una estatua.
Lo oportuno era buscar al barbero y al cura, por lo de la quema de los libros. Y aunque hoy existen dos barberías en Argamasilla, todos nos dirigieron a la de Pedro Serrano Ocaña. Periqui, que es su apodo, tiene 53 años, es pequeño de estatura y luce un espeso bigote gris. En la pared de su local se anuncia el Cervantes Fútbol Club, que es como se llama el equipo de Argamasilla. "¿Ha leído usted el Quijote?", le solté de sopetón a poco de presentarnos. "Hombre, es casi obligado leerlo aquí. Y los que no lo han hecho, allá ellos". Le pregunté luego si había quemado alguna vez libros. "¡Ni siquiera los malos, Dios me libre!", exclamó. Pedro forma parte del grupo de teatro de Argamasilla y, en las fiestas, cuando se representan piezas dramáticas sobre el Quijote, interpreta a Sancho Panza. José Luis Fernández, dueño de una pequeña empresa de reparto de refrescos y gaseosas del pueblo, hace el papel de Caballero Andante.
Una llamada de teléfono y José Luis, delgado de figura y rostro adornado de una barba incipiente, se plantó en la peluquería y nos estrechó la mano. "Hola, Panza", le dijo a Periqui. "Hola, mi señor", respondió el otro. "Yo soy gaseosero -nos explicó sonriendo-. Lo de Don Quijote es afición, porque en la realidad no llego a su altura". Pregunté: "¿Y qué opina de los libros de caballerías?". Contestó guasón: "Hombre, en Argamasilla son intocables".
Eso nos dio la idea de asomarnos a la biblioteca, que está en la Cueva de Medrano, un antiguo calabozo en donde se dice que estuvo encerrado Cervantes por piropear a una noble dama. La bibliotecaria, Ana María Carrasco, buscó en el ordenador. Sólo había dos libros de caballerías, el Amadís de Gaula y el Tirante el Blanco. "¿Y le piden a menudo el Quijote?", pregunté. "La verdad es que no mucho. Más se lee en estos días El código Da Vinci".
El cura de la localidad, Benito Huerta, es un hombre de edad mediana y trato agradable. Viste de laico y no se pone el alzacuellos ni para las fotos. "Leí el Quijote en el seminario, cuando tenía 12 o 13 años", me contó, "y este año he vuelto a leer la primera parte. Ahora tendré que leer la segunda, porque, con el aniversario, no vamos a dar abasto con los visitantes". El padre Benito se corta el pelo en donde Periqui, como está mandado. Sonreía negando con un movimiento de cabeza cuando le pregunté si quemaban libros juntos para entretenerse. Nos enseñó la iglesia, un templo monumental en el que se encuentra el lienzo en donde aparece Rodrigo de Pacheco, un supuesto modelo para Cervantes de su Alonso de Quijano. Los ojos de Pacheco nos contemplaban extraviados desde este óleo de 1601. Al pie del cuadro se lee que el hombre padecía "de un gran dolor que tenía en el cerebro de una gran frialdad que se le cayó dentro". ¿Quijano el loco? Vaya usted a saber.
En la guía de teléfonos de Argamasilla aparecen 22 Carrascos. Le pregunté al cura si alguno era bachiller y se llamaba Sansón. Sansón no había, ni simple bachiller tampoco. Pero sí un profesor de griego y lenguas clásicas, Joaquín Menchén Carrasco. Vive nuestro hombre a la vuelta de la esquina de una casa que se conoce en el pueblo como la del Bachiller, y debajo de su ventana se alza la estatua de Sansón Carrasco. También es casualidad. Joaquín utiliza parte de su tiempo en traducir la Biblia a una versión en la que intervienen traductores de varios credos. Cuando le pregunté quién era su personaje favorito del libro de Cervantes, no se lo pensó un segundo: "No me siento ni como Don Quijote ni como Sancho. Me identifico con el Bachiller, un personaje al tiempo cachondón y discreto". Joaquín no dudaba que Argamasilla es "el lugar de La Mancha": "Avellaneda nos hizo un gran favor al situarlo aquí", dijo. "Y Cervantes, que se lo negó todo a Avellaneda, no le negó eso".
Nos retiramos a dormir a una incierta población. Y a la siguiente mañana, también nebulosa, emprendimos la segunda salida. Ahora ya éramos cuatro: los dos que seguíamos la ruta y la sombra del escudero Sancho Panza unida a la de su señor. Elegimos los molinos de viento de Campo de Criptana, patria de Sara Montiel y Jesús Cobos, porque en la antigüedad fueron los más numerosos, según cuentan. Ahora quedan nueve, de los cuales seis no funcionan o son falsos. Arriba de la loma, un grupo de jubilados de Jaén atendía las explicaciones de un guía. Reparamos en un cartel con indicaciones escritas en japonés. Manu Leguineche, en su andadura quijotesca de hace unos años, ya citaba la pasión nipona por nuestro hidalgo. Y Miguel Ángel Cuesta, empleado de turismo de Criptana, me lo confirmó: "Hace dos años nos visitaron entre 13.000 y 14.000 japoneses. Y el pasado, entre 10.000 y 11.000. Raro es el día que no hay un par de autocares de ellos. Hacen la ruta Toledo, Criptana y Granada. Y creen que Don Quijote existió".
El poderoso sol espantó la niebla y el cielo se abrió inmenso, como los sueños del hidalgo. En los anchos horizontes se alzaban las humaredas de la quema de rastrojos y olía a ceniza el campo. Las lejanas columnas del humo parecían señales indias de un filme de John Ford.
Seguimos a nuestras sombras amigas hacia el Oeste y luego al Sur. Por Manzanares, imaginamos amables cabreros, y yangüeses por Puerto Vallehermoso, en cuyas cumbres retan al espacio las espigadas figuras de los generadores eólicos. Pensé que a sus altas aspas no llegaría la lanza del Caballero Andante. Por Villahermosa había rebaños de ovejas. Dimos allí cerca con un pastor jubilado: "¿Que si alguna vez me atacó alguien las ovejas a lanzazos? A mi sólo me atacaron los patronos, con la porquería de salarios que daban".
Alcanzamos el bello pueblo de Alcaraz y entramos en las serranías y desfiladeros del río para ver los batanes en cuya cercanía durmieron los dos caminantes la noche que Sancho se jiñó de miedo. "Ahora huele más que nunca", dijo el caballero, "y no a ámbar". Después, en Povedilla, pueblo alto a la salida de Alcaraz, le quitó Don Quijote la bacía al barbero, creyéndola el yelmo de Mambrino. Y también por allí liberó a los galeotes, refugiándose luego de la persecución del Santo Oficio en las escarpaduras de Sierra Morena.
Echamos hacia el Sur, nos metimos en las serranías por Almuradiel y, en busca de la sierra del Cambrón, donde hizo penitencia Don Quijote, nos perdimos en un lugar llamado La Nava. Entre los cerros, avistamos una pista de aterrizaje y un avión reactor de no pequeñas proporciones. Rodeados de campos recién roturados, perdices sin miedo, encinares y tierras de cereal, un tractorista nos orientó: "Éstas son fincas de los Botín y de los Meden. Si hay un avión, es que seguramente andan cazando por aquí. Algunas veces viene el Rey. Pero entonces todo esto se llena de Guardia Civil. A su majestad le gustan la caza y el buen vino", concluyó zumbón.
Volvimos a las llanuras, en busca de la venta de la dadivosa Maritornes. Pero sólo había puticlubs en los caminos, algunos de nombres llamativos como Los Ángeles de Charly o El Conejo de la Suerte. Nos decidimos a entrar en uno cercano a Puerto Lápice, el Hotel Club Dulcinea. Cuatro pobres chicas esperaban clientela en la barra. "¿Quieres subir, mi amol?", preguntó una. "Ahora voy con prisas, lo siento. ¿Por qué se llama esto Dulcinea?", pregunté. "No lo sé, mi amol. Creo que era una señora muy importante de por aquí. Sube, anda, son 43 euros nada más, mi amol". Las Maritornes de La Mancha vienen hoy de América del Sur y del este de Europa.
Entramos de anochecida en Argamasilla, por suerte sin enjaular, al contrario que Don Quijote. Y como la primera parte del libro termina con sonetos burlescos sobre la Asociación de Académicos de Argamasilla, fuimos en busca de Pilar Serrano Menché, secretaria del grupo. "Azorín estuvo con los académicos en 1905 y luego el grupo desapareció. Lo intentamos refundar en 1961, pero entre los solicitantes estaba el pintor Gregorio Prieto, mal mirado por el régimen franquista, y se nos denegó la petición. Al fin, pudimos legalizarnos en 1980". Le pregunté: "¿Y no les acompleja que Cervantes se burlara de sus antecesores llamándolos Monicongo, Paniaguado, Caprichoso, Burlador, Cachidiablo y Tiquitoc?". Sonrió Pilar: "En absoluto. Además, le hemos sacado partido a la chanza cervantina. La burla nos dio fama mundial".
Pintaba de nuevo nublada la mañana cuando salimos por tercera vez. Y llegamos a El Toboso casi a tientas, como Don Quijote y Sancho, hasta el punto de darnos casi de bruces con la iglesia. Galdós describió este pueblo, que hoy suma 2.000 almas, como "alegre, destartalado y grandón, de una irregularidad deliciosa". Pero yo lo encontré anchuroso, ordenado y limpio. En el colegio público Miguel de Cervantes, los niños de enseñanza primaria revoloteaban como pajarillos en la hora del recreo. El director del centro, Ángel Gerardo Gómez Salazar, me explicó el ciclo especial de actividades preparadas especialmente para el aniversario. "Intentamos fomentar en los niños la lectura del Quijote", dijo. "¿Cree que mucha gente de El Toboso ha leído el libro?", pregunté. "Quien no lo ha leído, por lo menos lo ha escuchado. Aquí la gente vive con intensidad el Quijote". En el colegio no hay ninguna niña que se llame Aldonza, y sí una Vanessa y una Tatiana.
En cuanto a Dulcineas, la única con ese nombre en el pueblo es hija del farmacéutico y se apellida Ortiz Merín. Tiene 25 años y vive en Madrid, donde ha estudiado la carrera de ingeniero químico. Su padre, José Luis Ortiz, se mostraba orgulloso del nombre de su hija. "Yo he leído el Quijote varias veces", me dijo, "y hasta me sabía párrafos enteros de memoria".
Salimos de El Toboso. El aire se había aclarado y lucía el sol. Los llanos oceánicos de La Mancha se tendían vacíos ante nuestros ojos. ¡Qué soledades aquéllas! Por Alhambra, fisgamos en busca de algún lugar que recordase las bodas del rico Camacho. Y fuimos a dar, de súbito, en un desértico paraje, con una suerte de gigantesco partenón, de alto frontón sostenido por columnas dóricas, que se anunciaba como "Lord Carrington. Salones de Bodas". No había casamientos en esa hora, pero el amable encargado, Luis Miguel Melgares, nos mostró el interior del edificio: suelos de mármol, lámparas de cristal, inmensas mesas para invitados, tapices en las paredes, estatuas de bronce en las esquinas, cortinajes de raso en las ventanas. "En la temporada de verano hay un par de bodas por semana", dijo. Yo le hablé de las bodas de Camacho, y Luis Miguel me respondió con sorpresa: "Pues el año pasado se casó aquí un Camacho; son una familia que tiene herrerías".
Y así seguimos camino sobre la llanada, dejando atrás al Caballero del Verde Gabán, La Solana y los bosques cercanos en donde Don Quijote retó al león. Las lozanas lagunas de Ruidera asomaron cerca de Ossa de Montiel, con "sus claros, azules, sosegados, limpios espejos", como las describió Azorín. Los patos echaban a volar a nuestro paso, y los breves saltos de agua se sucedían entre laguna y laguna al lado del camino. Alcanzamos la altura de una loma y allá cerca se abría la boca de la cueva de Montesinos, a cuyas honduras descendió Don Quijote para sentir las más hermosas alucinaciones de su vida. Luego, seguimos hacia Ossa, quizá el lugar en donde el buen maese Pedro montó su teatro de marionetas y mostró las habilidades de un mono adivino, Y dejando atrás los campos en que nuestro héroe derrotó al Caballero de los Espejos, nos fuimos rumbo a Aragón.
Estepas áridas hasta La Roda, recias serranías cerca de Cuenca, pinares por Teruel, fértiles vegas de los ríos Jiloca y Jalón. Y sobre el alto Ebro, una boina de niebla que entristecía el mundo. En Pedrola, más allá de Alagón, el palacio de los duques de Villahermosa bien pudiera ser aquel en que los duques de Castilnuevo de la novela cervantina acogieron a Don Quijote y Sancho para organizar una gran burla. La historia ha dado la victoria al caballero, porque los nuevos duques alardean hoy en Pedrola, más que de cuna noble, de su rango cervantino. Siguen siendo dueños de vastas tierras y el palacio es una joya renacentista como hay pocas en España. La guardesa, Rosaura Herrero, una mujer joven y afable, no me dejó visitarlo porque no traía permiso de los dueños, pero me regaló un folleto explicativo que convendría a los duques quitar de circulación, pues más parece una exaltación del franquismo que otra cosa. "Tiene usted nombre de princesa de libro de caballerías", le dije a Rosaura. "O de doncella de aristócratas", me respondió orgullosa. Añadió que sus abuelos y sus padres sirvieron en el lugar y me contó que hay 24 camas en el palacio y que el mayor de los hijos de la duquesa de Villahermosa, hoy duque de Luna, viene a menudo. "El sitio en donde mataron al jabalí debe de ser el de la sierra de Guara, en Huesca", me informó, "porque en el coto que tienen aquí los duques no hay caza mayor".
Seguimos camino hasta Alcalá de Ebro, la supuesta ínsula Barataria. Hay allí una estatua de Sancho sobre el río bravo y rebelde, una iglesia de tres torres y un alcalde socialista, Antonio Ríos Ruiz, que me enseñó el pueblo y el supuesto caserón en donde residió Sancho. "Tuvo que ser aquí", dice, "porque éstos son los muros más antiguos de Alcalá". Juntos fuimos a ver al juez de paz de la villa, José María Leza Barrios, un campesino alto, nervudo y recio, de 69 años, que hablaba un pausado y elegante castellano. José leyó el Quijote con 22 años y conocía de corrido los famosos juicios de Sancho: "Me gusta su sentido común, que es enorme para un hombre sin cultura. Su cabeza era muy práctica. Daba en el clavo y hacía jurisprudencia".
Tras pasar la noche en una fonda de Alagón, sin que la boina de niebla se apartara del cielo, rodeamos al día siguiente Zaragoza y alcanzamos Barcelona. ¿Cuáles serían los bosques en donde campeaba Roque Guinart, el bandido catalán tan admirado por Don Quijote? ¿Los pinares cercanos a Igualada?.
Entramos en la ciudad por el lugar en donde estuvo el Portal del Mar y hoy se alza la escultura Barcelona Head, que parece una cerámica gigante de Sargadelos. Cervantes amaba la urbe, sin duda: "El mar alegre, la tierra jocunda, el aire claro", escribió. Y la definió más adelante: "Archivo de cortesía, albergue de los extranjeros, hospital de los pobres, patria de los valientes, venganza de los ofendidos y correspondencia grata de firmes amistades, y en sitio y en belleza, única". El Quijote une a los españoles, quiero creer a veces.
No había en esa hora una multitud jubilosa para recibirnos, como la que saludó al caballero. Pero nos hicieron de guías las amigas Alicia Martí y Marta Salvador. En la Barceloneta nos asomamos al Mediterráneo: " vieron el mar, hasta entonces de ellos no visto: parecióles espaciosísimo y largo, harto más que las lagunas de Ruidera", escribe Cervantes. De allí nos encaminamos al Carrer Ample, antigua zona palaciega y lindante del barrio Gótico, en donde bien pudo vivir Antonio Moreno, el anfitrión barcelonés de Don Quijote. Ahora, el Ample es calle en donde abundan comercios de instrumentos musicales. Durante los años ochenta, según nuestras amigas, el Ample fue el lugar de la movida juvenil barcelonesa, cuando las juergas se organizaban a base de beber un brebaje de nombre dinamitador de mentes: leche de pantera.
Seguimos camino hacia el Carrer de Call, la antigua judería, en busca de la imprenta que llamó la atención de Don Quijote y en la que quizá se editó el apócrifo de Avellaneda. Hoy es un comercio de materiales eléctricos, y el dueño, el señor Obiols, me dijo que, antes de que la compraran sus abuelos, era una tienda de paños. "Hasta 1915 hubo un pozo aquí dentro. Pero ya no quedaban restos de la imprenta". Y añadió: "Es seguro que éste es el lugar cervantino y también el taller que imprimió el primer Quijote en la ciudad".
Bajamos de nuevo hacia la mar, hasta la Facultad de Náutica, en cuya zona de aparcamiento se dice que estaba la playa en la que Don Quijote fue derrotado por el Caballero de la Blanca Luna y obligado a dejar la caballería andante. Pregunté a unos estudiantes si sabían algo de ello. Se encogieron de hombros y uno dijo: "La verdad es que no hemos leído el Quijote". El ujier, sin embargo, sí conocía algo de la historia. "Ahí enfrente, en Colón, tuvo su vivienda", me dijo. "¿Quién, Don Quijote?", pregunté. "¡No, hombre, ése no existió! ¡Cervantes vivió en la casa!".
Hasta aquí llegaba la mar en aquel tiempo y, una vez perdido el combate, terminaron aquí las andanzas de nuestro héroe. "¡Aquí mi desdicha, y no mi cobardía, se llevó mis alcanzadas glorias!", clamó. Y respondió Sancho: "La Fortuna es una mujer borracha y antojadiza".
Regresamos de luna llena hacia las castellanas llanuras, con el ánimo encogido, atrapados por la misma pena que abrumó a nuestro héroe y a su escudero.
No obstante, consolaba nuestra tristeza lo que dijo el noble caballero a su amigo Sancho: "¿Acaso es tiempo mal gastado el que se gasta en vagar por el mundo?".
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