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Reportaje:LIBROS PARA NIÑOS Y JÓVENES

A vueltas con los cuentos

Gustavo Martín Garzo

Hace unos meses, en este mismo suplemento, César Aira, el gran escritor argentino, narraba su encuentro con una niña en un aeropuerto. Están pasando el control para embarcar, y deben dejar sus equipajes de mano en el escáner, pero cuando llega el turno de la niña ésta se niega a separarse de su muñeca. Tratan de convencerla, pero todo resulta inútil y cuando finalmente le quitan la muñeca la niña se sume en un llanto desesperado. Todos ven cómo la muñeca es arrastrada por la cinta transportadora hacia el oscuro interior de aquella máquina y cómo, sólo unos segundos después, aparece intacta por el otro lado, sin que esto llegue a tranquilizar a la niña, que sigue llorando con el desconsuelo del que teme que se haya producido un daño irreparable.

Los verdaderos cuentos no tienen que ver con las falsas esperanzas. Les animan a ser atrevidos y curiosos
El adulto cuenta historias de dragones o brujas no por sadismo sino para ponerse de su lado
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César Aira se imagina conmovido la angustia de la niña ante el hecho de tener que abandonar a su pequeña compañera en las fauces de aquella máquina insaciable, y recuerda algo que le sucedió a Franz Kafka. Se trata de una historia real que ha leído en una biografía del escritor checo. Kafka pasea por un parque y al ver a una niña llorando se acerca para consolarla. La niña, entre hipidos, le cuenta que ha perdido su muñeca y ambos se ponen a buscarla. Como no dan con ella Kafka se aparta un momento y regresa contándole que la acaba de ver. Tenía mucha prisa por irse a recorrer el mundo y le ha pedido que le diga que no se preocupe, ya que la escribirá todos los domingos. Enviará las cartas a ese señor tan amable y él será el encargado de llevárselas. La niña escucha complacida a Kafka y se despide de él hasta el domingo siguiente. Y en efecto, llega ese domingo, y Kafka y la niña vuelven a verse en el mismo lugar. Kafka lleva con él la carta de la muñeca, y la niña escucha arrobada su lectura. Y a esa primera carta le siguen otras nuevas en los sucesivos domingos, de forma que aquella correspondencia se transforma en un cuento maravilloso en que la muñeca va pasando revista a sus aventuras por esos mundos de dios.

César Aira afirma que ese cuen

to perdido es el último cuento infantil. Es más, que Kafka fue en el fondo el último escritor de cuentos de hadas, heredero de una estirpe que tuvo en el escritor danés Hans Christian Andersen uno de sus máximos representantes, como dando a entender que después de él ya no es posible escribir cuentos para niños. Pero César Aira no explica qué le lleva a pensar así. Es más, resulta extraño que haga una afirmación semejante cuando lo que parece demostrar la escena del aeropuerto es que los niños de hoy siguen necesitando cuentos que les ayuden a sobrellevar la angustia presente en tantos momentos de su vida. En ese caso ¿por qué los adultos habrían de renunciar a inventárselos?

Todos los padres que tienen niños pequeños saben hasta qué punto éstos pasan por múltiples momentos de zozobra y angustia, y están esperando que alguien les ayude a comprender lo que les pasa. Puede que los cuentos no disipen esa angustia tan presente en el mundo infantil, pero ayudan a los niños a elaborarla, ofreciéndoles mecanismos para enfrentarse a ella. Por ejemplo, todos los niños tienen miedos. Miedo a la noche y su reino oscuro e indeterminado, miedo a los pasillos interminables de las casas, a los ruidos misteriosos. Y el miedo, claro, no tiene que ver con la razón. No cabe pues enfrentarse al miedo de un niño haciéndole ver que es absurdo y que no debe sentir algo así puesto que en una casa de ciudad, pongamos por caso, no es concebible que aparezca un león o un cocodrilo gigantesco sólo con el propósito de devorarle. Negar lo razonable de ese sentimiento no le hará dejar de sentirlo, por lo que esa literatura encaminada a volver razonables a los niños es tan inútil como desafortunada. Pero bastará con contarle una historia en que aparezcan dragones, sacamantecas o brujas malvadas para que el niño sienta un vivo interés por lo que se le cuenta. Y el adulto le cuenta esas historias no por puro sadismo sino para ponerse a su lado. "Es lógico que tengas miedo, le dice, pues la vida es difícil y está llena de cosas que no comprendemos, pero no te preocupes, también hay aliados maravillosos, figuras que vendrán en nuestra ayuda y, sobre todo, facultades como la astucia, la voluntad o la imaginación que nos permitirán burlar a esos fantasmas devoradores".

Es lo que hace Kafka. Kafka no

trata de convencer a la niña de que no tiene que llorar, haciéndole ver que esa muñeca está lejos de ser un ser vivo y que puede ser fácilmente sustituida por otra, sino que le dice que tiene razón en sentirse así, pero también que las cosas casi nunca son como parecen y que si la muñeca ha desaparecido puede que sea porque ha tenido algo importante que hacer. Y entonces se inventa que se ha tenido que ir a recorrer el mundo, y elabora el recurso de las cartas hasta que la niña esté en condiciones de aceptar que muchas veces en la vida tenemos que despedirnos de las cosas que amamos, lo que es muy distinto a perderlas, pues para que eso no suceda existe la memoria y la imaginación.

Uno de los problemas de la llamada literatura infantil es que nadie cree en ella. Muchas veces ni siquiera los que supuestamente la practican. Tolkien se desesperaba cuando se le hablaba del éxito de su libro entre los jóvenes, y Andersen siempre deseó triunfar como dramaturgo y novelista de adultos, y de hecho gritaba como un niño cuando fracasaba en los estrenos de sus obras para adultos. Lewis decía que los libros deben escribirse no para gustar a nadie sino por el amor que el autor siente hacia la historia que cuenta. De forma que es imprescindible que el escritor ame lo que quiere decir, antes de pensar en los niños que supuestamente le van a leer. Pero, claro, también tiene que pensar en los niños si es un cuento lo que quiere escribir. Y debe tener en cuenta su menor experiencia, y hacer un esfuerzo para ser comprendido por ellos. De hecho, gran parte de la mejor literatura infantil ha surgido como un acto de amor hacia un niño concreto. Es el caso de Barrie, de Carroll, que escribieron sus libros pensando en los niños que amaban, pero también en el de Kafka. Puede que un psicólogo, al menos los de ciertas escuelas, no hubiera aprobado la actitud del escritor checo. Pensaría que engañaba a la niña. Tendría que haberle dicho que la muñeca se había perdido, y enseñarle desde muy temprano que la vida era así de complicada, en vez de darle falsas esperanzas. Pero los verdaderos cuentos no tienen que ver con las falsas esperanzas. Aún más los cuentos no sólo querrán tranquilizar a los niños, sino que les animarán a que sean atrevidos y curiosos, pues los cuentos no han nacido para comentar la vida sino para completarla, ofreciéndoles territorios y opciones nuevas que tienen que aprender a explorar. Eso es más o menos lo que Kafka con su historia le viene a decir a la niña. Que bien mirado lo extraño es que ese juguete que se deja al pie de la cama durante la noche siga estando en el mismo lugar cuando nos despertamos. Una visión así nos hace ver los objetos del mundo desde una actitud de asombro, con los ojos en definitiva de los que ven su paso por el mundo como una aventura fugitiva, pero digna de ser vivida. Ésas son las lecciones de los cuentos. Chesterton nos recuerda algunas. La lección de La Cenicienta es que sólo los humildes pueden encontrar las llaves del jardín del amor; la de La bella y la bestia, que hay que amar las cosas antes de que se vuelvan amables; la de La bella durmiente, que todos los niños al nacer entre los dones de la bendición reciben la maldición de la muerte, y que la muerte puede desvanecerse hasta transformarse en un sueño. No son malas lecciones, ¿verdad? En ese caso ¿por qué los adultos renunciarían a ellas cuando están al lado de los niños que aman?

Gustavo Martín Garzo obtuvo el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil 2004 con Tres cuentos de hadas (Siruela).

Ilustración de Ana Juan para su libro 'Comenoches'.
Ilustración de Ana Juan para su libro 'Comenoches'.

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