¡Por fin!
La inauguración del MNAC, después de tantos años de espera, es uno de los acontecimientos más importantes y de mayor trascendencia en nuestra vida cultural. Hay pocos testimonios históricos tan eficaces como la exposición sistemática de la historia del arte catalán, desde el Románico a las vanguardias, con puntuales referencias a la cultura internacional. Es un programa que se desarrolló con prontitud y con inteligencia admirables durante la autonomía republicana y que fue descoyuntado por el franquismo al dividirlo brutalmente en dos museos autónomos, negando la coherencia de una evidente continuidad. Ahora, en el Palau de Montjuïc, por fin, lo habremos recuperado, con una reinstalación que me parece modélica.
Supongo que aparecerán, como es lógico, las inevitables opiniones críticas, seguramente enfocadas sobre dos puntos básicos. El primero es la duda sobre si los grandes museos son más útiles que la suma de pequeños museos especializados o temáticos. Es una discusión que no puede ofrecer soluciones generales. Pero en el caso de Cataluña, con tanto fraccionamiento museístico, me parece evidente la necesidad de un museo central de contenido panorámico, en el que se puedan leer simultáneamente los episodios y los itinerarios. Y donde, además, la envergadura de contenidos y de medios operativos sea capaz de provocar un centro activo de investigación y divulgación, de pedagogía y polémica de alcance metropolitano y nacional. Un gran museo es una entrada a la cultura mucho más abierta al diálogo y a las interpretaciones que luego pueden complementarse con visiones más particulares.
El segundo punto es la persistente afirmación de que el edificio del Palau es viejo y anticuado y, además, no adecuado para instalar en él un gran museo. Lo primero parece bastante evidente, aunque en este caso la vetustez ha acabado subrayando algunos valores ambientales y urbanísticos que, en cierta manera, lo absuelven de su eclecticismo pasado de moda y han permitido adaptarlo a un uso museístico que no es tipológicamente demasiado concreto. En lo segundo, no estoy demasiado de acuerdo. Como ahora se comprueba, la antigua mole se ha adaptado a una museografía moderna con cierta facilidad, gracias a una reinterpretación correcta de la propia morfología. Por otro lado, en un momento que abundan por todas partes los criterios conservacionistas, no parece un exabrupto utilizar como museos los viejos palacios de formas y contenidos escuetos. Y los ejemplos positivos en la misma Barcelona son relativamente evidentes: el novedoso MACBA no es funcionalmente mejor que el rehabilitado Picasso.
En cambio, me parecerían más adecuadas las críticas referidas a los plazos y los costes. No comprendo por qué una operación tan importante para ilustrar la identidad cultural del país ha sido tan aplazada -más de 20 años- durante unos gobiernos autónomos que decían, precisamente, priorizar esa identidad. Ni es justificable que los costes se hayan elevado tanto, a consecuencia de las dudas, la falta de financiación continua, los cambios conceptuales, la sucesión de responsables y, sobre todo, los desperfectos y la falta de mantenimiento a lo largo de todo el interminable proceso. Nunca es tarde cuando llega, pero hemos dejado a dos generaciones sin el gran testimonio cultural.
¿Otra crítica puntual? Es una pena que hace 10 años el patronato, bajo la presidencia de Ramón Guardans, hubiese rehusado la construcción de la polémica escultura de Tàpies -el Calcetín- en el gran salón elíptico. Hubiera sido el arranque de una interpretación más actual y más polémica de toda la historia del arte que se resume en el MNAC y un punto de partida para usos colectivos más apasionados y decisivos.
Oriol Bohigas es arquitecto.
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