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EL CERVANTES PREMIA A UN PROSISTA ÚNICO
Columna
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Zurciendo

La mejor prosa de España no escribe novelas. Éste es el obstáculo que habrá tenido que vencer el jurado del Cervantes para darle el premio a Ferlosio. Honor al jurado. Sólo una literatura decantada abusivamente por la ficción puede plantear tales obstáculos e ignorar del modo que lo ha hecho a un escritor tan formidable, un maravilloso marginado capaz de deshacer el complot del mundo con la paciencia de una vieja zurcidora. No sé de dónde viene Ferlosio. En estos fastos dirán que de Cervantes, y es probable. La carga de su prosa, y su transparencia final, me recuerdan la de algunos prosistas del XVIII español, el siglo grande y secreto de nuestra modernidad. Tampoco sé si va a dejar herederos constantes y sonantes, cada día uno, como los dejó su amigo, y compañero de prístinos baños en los altos ríos, e interlocutor inteligente y velocísimo, aquel Juan Benet. Mi idea es que el peso de la tradición se sobrevalora, tradicionalmente. Y que, en cualquier caso, Ferlosio es tan hijo de Cervantes como del Corriere della Sera, uno de sus muchos periódicos diarios, más querido aún que el resto, por italiano y por alimentar, a veces, con sus claras fantasías dietrológicas, la rebusca ferlosiana. Lo cierto es que para sus lectores, muchos más de los que la actualidad dice y quiere, Ferlosio supone la aportación de la literatura al entendimiento de lo real. Y con el entendimiento, el consuelo. Magro, pero es lo que hay.

Ferlosio es tan hijo de Cervantes como del 'Corriere della Sera', uno de sus muchos diarios
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"¡Igual así alguno se anima a leer mis rollos!"

Su método tiene mucho que ver con la guerra. Es que es una guerra. Y la polemología, una de sus aficiones principales. Identificado el objetivo de conocimiento, corta primero todos los contactos con el exterior. Avituallamiento, comunicaciones, refuerzos. Se trata de la fase que él llama de organización de la islita de conocimiento. Una vez aislado, procede a envolver al enemigo con las derivas y rodeos que sean proporcionales a su resistencia. Luego, cuando con paso lento y elegante accede a la ciudadela ya rendida, estrangula con sus propias manos al último y más graduado resistente. Y nunca sale ni regresa. La poética de Ferlosio es una suerte de ciudadelas tomadas cuyo vínculo es una música que sólo él escucha.

Luego hay que escribirlo. El periodo ferlosiano es legendario. Especialmente por su fatalidad. Uno lo apura y comprende que aquello sólo podría haber sido dicho así. Su léxico es rico. Rico quiere decir que dentro de cada palabra hay una cosa y no un aire. De cuando en cuando el lector consulta el diccionario. Los grandes escritores obligan a consultar el diccionario de manera especial. No se trata tanto de acudir a la resolución de un inmediato problema semántico como de acudir a una cita. Te presentan una palabra y estás ahí un rato charlando, conociendo incluso a algunos de sus familiares o amigos más cercanos. Es la diferencia que hay entre una palabra y un sonajero. Aunque lo más fascinante de la prosa ferlosiana está en su sintaxis. Desde luego, si así se quiere, uno la atraviesa con facilidad y sin necesidad de volver hacia atrás porque olvidó el camino: sólo es preciso tener modos y recordar que Ferlosio nunca ha sido un hombre con prisa. El placer desbordante, sin embargo, viene de jugar con ella como con un mecano y de tratar cada palabra como si fueran piezas de una colosal ingeniería. Levantarlas, sopesarlas, darles la vuelta, ver si aquí iría bien otra, buscar tal vez en el montón connotativo que yace olvidado. El extraño placer de la literatura, más extraño aún porque tantos escritores premiados hayan renunciado a él.

A pesar del prestigio bien ganado de su periodo sintáctico, no convendría pensar que la escritura de Ferlosio desprecia el relámpago. ¡Quiá! La tradición aforística de la literatura española es muy escuálida. Pero por esos azares ha incorporado, gracias a nuestro hombre, una extraordinaria figura asociada. Hablo del pecio, ese artefacto que es la base de uno de sus libros más queridos y populares, su Vendrán más años malos... y de muchas de las inolvidables columnas que durante algún tiempo publicó en la última página de este diario. El pecio remedia lo peor del aforismo, que muestra a veces un punto atildado de verdad revelada. Los pecios no aspiran a ello. Son fragmentos, restos de algo que no se comprendió del todo o que no tuvo la forma adecuada para encajar en el zurcido. Una instrucción y un estímulo. Ferlosio es también un poeta inmenso y diseminado, poco práctico. ¿Hay en castellano una sencillez patética comparable a la dedicatoria a Marta, "su palabra aguda y redicha como una campanita de convento que, a despecho del mundo, todavía me sonaba a amanecer?".

En fin, si a todo esto se añade que es un hombre encantador y generoso, sin un centímetro de grasa, es decir, de vanidad, cuya conversación se rumia durante años, fácil se comprenderá que ésta sea una de las escasas tardes españolas que no merecen acabarse.

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