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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Disculpas y razones

Miguel Ángel Moratinos se equivocó en la forma y en la oportunidad de sacar a relucir en un programa de televisión de formato inadecuado para un debate político el "apoyo" del anterior Gobierno al golpe de Estado contra Hugo Chávez en abril de 2002.

Oportuna y adecuadamente, el ministro de Asuntos Exteriores pidió ayer disculpas por este error que hay que calificar como grave. Pero aportó elementos convincentes sobre el fondo de su afirmación: la diplomacia de Aznar no condenó a tiempo el golpe, lo endosó, y aceptó una conversación telefónica con Carmona, el golpista autoproclamado presidente. Sobre todo, el Gobierno de Aznar intentó buscarle al golpe legitimidad internacional: en la UE, con un comunicado que no lo condenó; con EE UU, a través de otro texto y de la visita de los dos embajadores a Carmona, y presionando a otros países latinoamericanos, sin éxito, en contra de los principios de la Organización de Estados Americanos. El ministro puntualizó que el Gobierno de Aznar no instigó ni participó en el golpe. De su boca no salió el grave insulto de "golpista" dirigido al anterior Gobierno.

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Esos días que van del 11 al 14 de abril de 2002 fueron confusos. Sería conveniente pasar página sobre ese episodio y mirar hacia el futuro. España debe recomponer un mínimo consenso en política exterior. No va a resultar fácil, especialmente con el regreso del aznarismo al PP. En general, la ciudadanía parece apoyar la política exterior de Zapatero de retirada de Irak, de acercamiento a la Europa franco-alemana o de buenas relaciones con Marruecos. Pese a algunos titubeos y tropiezos iniciales, está dando sus primeros frutos con la liberación de disidentes en Cuba o la visita del líder del Frente Polisario, Mohamed Abdelaziz, a Madrid, donde el presidente Aznar no le había recibido nunca. Hay, es verdad, un problema pendiente con EE UU, que se puede y se debe encauzar.

El portavoz del PP, Gustavo de Arístegui, como si sintiera el soplo aznarista en el cogote, fue de una dureza extrema al pedir la dimisión de Moratinos pese a no aportar nada que desmintiera las afirmaciones del ministro. Sería un error grave que el PP no considerara ya a Moratinos como interlocutor, renunciara a llegar a un pacto de Estado en política exterior y rompiera las relaciones institucionales. Y grave es la velada amenaza de Rajoy sobre la campaña del referéndum de la Constitución europea si Moratinos sigue en su puesto.

El PP debe reconsiderar seriamente su actual situación: es el mayor grupo de la oposición en el Congreso, pero está encastillado en su soledad y orgulloso de ella. Los ciudadanos están hartos de la crispación como técnica política, algo que el PP ha venido utilizando desde 1993 con distintos énfasis, pero sin tregua, y teme que algunos quieran recuperarla. El relevo de Aznar por Rajoy fue recibido como un cambio en el estilo de hacer política, pero el viento de la bronca está barriendo los buenos augurios.

El PP amagó el martes con un plante en el Congreso y con la reprobación de su presidente, Manuel Marín, que le había amparado unos días antes, por una cuestión formal artificialmente magnificada en relación al procedimiento para tramitar la reforma del sistema de nombramientos judiciales. Hay un chantaje de la derecha en todo este asunto: por una parte, denuncia el intento de cambiar las reglas de juego sin consenso, a la vez que utiliza la mayoría de sus patrocinados en el Consejo del Poder Judicial para hacer el copo en los nombramientos que de él dependen. Es falso que la reforma sea para favorecer al PSOE. De lo que se trata es de obligar a un consenso mayor en los nombramientos para evitar esa imposición avasalladora por parte de una mayoría coyuntural.

Vista la actitud del PP, los demás partidos deberán extremar la atención a los más mínimos detalles procedimentales. El partido que introdujo una reforma del Código Penal por la puerta falsa en el Senado ahora actúa con mentalidad cicatera y exigente. Eso no es hacer oposición, sino obstruccionismo, una actitud que difícilmente permitirá el afianzamiento de Rajoy al frente del PP. La campaña del referéndum sobre la Constitución europea constituirá un examen para este partido; los debates sobre la reforma de los estatutos y de la Constitución, otro. Pero con un PP aznarizado es difícil imaginar que se produzca sin bronca y sin crispación.

España enfrenta en los próximos años cuestiones trascendentales: una reforma constitucional, la amenaza del terrorismo global, los cambios vertiginosos en Europa o la adaptación al mundo unipolar y a una presidencia de EE UU preocupante, pero con la que hay que entenderse, mientras el gigante chino rompe su cascarón. Cosas todas ellas que convierten las broncas de estos días en minúsculas e irresponsables querellas de campanario.

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