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Nuestro infierno en Bagdad

Fueron liberadas el pasado 28 de septiembre, tras tres semanas de cautiverio. Simona Torretta y Simona Pari, las dos cooperantes italianas secuestradas en Irak, relatan, por primera vez y en primera persona, el miedo y la angustia del cautiverio, pero también la alegría con la que decidieron ir a ayudar a un país y a un pueblo a los que aún siguen amando.

Simona Torretta: "Desde el cielo, en el avión que me lleva de vuelta a Italia, veo Bagdad. Desde arriba parece una ciudad normal, tiene un diseño reticulado. Alguien que no la conozca, no puede imaginar lo desfigurada que está. Me entran ganas de llorar; dejo una parte de mi vida, mi trabajo y a los amigos, sin haber podido abrazarles de nuevo. Lo vivo como un exilio, como una emigración forzosa. Entiendo que no podré volver en mucho tiempo. El secuestro ha sido la ruptura traumática de una historia de 10 años. Una historia que recapitulo aquí, por primera vez, también conmigo misma".

Simona Pari: "En el aeropuerto de Ciampino, en Roma, Simona y yo sonreímos porque estábamos libres. El crédito de vida que se había acumulado durante todos los días del cautiverio, por fin nos había sido devuelto. Estábamos cargadas de esas ganas de vivir que habíamos acumulado durante tres semanas enteras. Sonreí y sigo sonriendo por respeto a quienes en este mismo momento están sufriendo, en cualquier parte del mundo. He retomado el flujo de mi vida y de las ideas que había dejado 21 días antes. Ésta es la narración de esos 21 días. Y del año que los precedió".

Mi Irak, por Simona Torretta

Era 1994 y yo tenía 19 años cuando fui por primera vez a Irak en un viaje de estudios. Esa experiencia me marcó. Hasta entonces, la palabra embargo no tenía para mí ningún significado; ahora, en cambio, la podía casar con lo que estaba viendo. En los hospitales, los médicos no podían tratar a los niños con leucemia. Lo que más llamaba la atención era que los pacientes eran, en su inmensa mayoría, niños nacidos después de la guerra del Golfo de 1991: el famoso síndrome del Golfo, provocado por el uso de uranio empobrecido durante los bombardeos. Sentí que tenía una responsabilidad, que me concernía. Prometí a algunas familias que me encargaría de que les llegaran medicinas, que me pondría manos a la obra.

Dos años después me presenté como voluntaria en la asociación Un Puente Para… Los puentes unen orillas. Los artilleros intentan derribarlos; nosotros intentábamos reconstruirlos donde había un aislamiento económico profundo. Era poco más que una adolescente. A esa edad nos hacemos pocas preguntas, y las respuestas se limitan a lo que conocemos: los niños enfermos eran mi pensamiento obsesivo. Sadam Husein debía ser derrocado, desde luego, pero ése era un problema político. Nuestro trabajo consistía en estar junto a una población extenuada. La gente sufría, y la presencia de extranjeros les consolaba. Ojalá hubiera habido entonces todas las ONG que llegaron en 2003. En 1998, en el momento en que Clinton amenazaba con bombardeos, volví a Bagdad. Visité las universidades y las escuelas, entrevisté a muchos profesores desanimados. En los años setenta y ochenta, Irak había alcanzado un nivel de alfabetización muy avanzado respecto a otros países del área. Eran los años en que Irak era popular en el mundo que cuenta, y Estados Unidos apoyaba a Sadam en su guerra contra los ayatolás de Irán. Emprendí una investigación sobre las bibliotecas universitarias, por lo que me quedé hasta diciembre, cuando llegaron los bombardeos prometidos. Mis primeros cuatro días bajo las bombas.

En aquella época nació el programa para restablecer la relación entre las universidades italianas y las iraquíes. Una de las primeras en responder fue Pavía. Mi elección estaba hecha. Dedicarme por completo a Un Puente Para… Por un sueldo de 1.500 euros realicé varios proyectos.

No sé si Irak estaba en mi destino o si todo se debe a la casualidad del primer encuentro. Probablemente habría buscado igual una experiencia de este tipo. Tenía voluntad real de adquirir un conocimiento sobre el terreno, más allá de una enseñanza teórica. Luego me fascinó el lugar. Me movía un interés cultural, además de la necesidad de estar junto a la gente que sufre. Es cierto el dicho que dice que dar beneficia a quien lo hace además de a quien lo recibe. Irak fue para mí un descubrimiento lento. Allí había mucho que descubrir, a partir de una dictadura que a mis ojos era silenciosa y no parecía oprimente. Quería saber dónde se escondía.

Iba y venía de Roma a Bagdad. En enero de 2003 llegué a Italia cuando ya se sentían los vientos de guerra. Allí la gente ya hacía acopio de azúcar, jabón, aceite, harina… Se preparaba para lo peor. En mi corazón ya había decidido volver a Irak durante la guerra. Me han preguntado y yo misma me he preguntado el porqué. No tengo respuesta. Me parecía lo más natural: había decidido estar junto a esa población, en lo bueno y en lo malo.

Los bombardeos habían empezado hacía dos días cuando conseguí el visado. No era fácil llegar. Volé a Damasco. Desde allí emprendí el viaje más largo de mi vida: 18 horas. En el aeropuerto me esperaba un chico de Ramadi. Quién sabe por qué canal se había enterado de que había una italiana que quería entrar. Me pedía que le llevara. Las fronteras ya estaban cerradas. Tuvimos que ir hasta el norte de Siria, donde encontramos una frontera informal dirigida por militares que no nos pusieron pegas. En el lado iraquí no había nadie. Llegamos a Ramadi, y el chico se bajó. Estaban bombardeando, pero decidí seguir. Llegamos a la capital acompañados por una estela de bombas que caían por ambos lados. Me instalé en el hotel Fanar, donde se habían refugiado muchas familias iraquíes con la convicción de que era un lugar seguro porque estaban allí los occidentales. Recuerdo a padres que se preocupaban por explicar a los niños por qué había guerra, y contaban que ellos, los iraquíes, ganarían. Por eso, cuando llegaron los estadounidenses, esos niños tenían la mirada triste. Y los padres tenían que contarles la historia de nuevo. Entre la población había sentimientos encontrados: por una parte, alegría por el final de la dictadura, felicidad porque Sadam ya no estaba; por otra, tristeza por el país ocupado, preocupación por el futuro: los iraquíes son un pueblo digno.

Ya en el mes de mayo, las ONG decidieron construir una coordinación alternativa a la estadounidense para realizar intervenciones de forma independiente e imparcial, según los principios del derecho humanitario. En agosto se produjo el atentado contra la sede de la ONU que cambió radicalmente el marco. Surgieron grietas en el mecanismo de la ocupación, y muchas ONG abandonaron el país.

No se respetó ninguna de las promesas sobre el futuro de Irak. La calidad de vida empeoró respecto al tiempo del embargo. Faltaba el agua, la gasolina, la electricidad, los servicios básicos que deberían estar garantizados según el derecho internacional. El agravamiento de las condiciones de seguridad impide el proceso de reconstrucción. Las únicas obras que se emprenden favorecen a las empresas estadounidenses en lugar de a las locales, y, por tanto, el desempleo llega al 60%. La misma Bagdad, una gran capital cultural, está irreconocible, desfigurada por la presencia de tanques, muros levantados para proteger edificios considerados de riesgo… Todo esto es el panorama visual de los hombres, las mujeres y sobre todo los niños, que, aterrorizados por los cazas, exorcizan todo lo que ven a través de dibujos en los que representan sólo escenas de guerra. A menudo, para definir la situación de Irak se usan términos como caos o pantano. Aparte de la ocupación está la guerra, y el terrorismo. A veces se suman y se confunden. Su unión hace al pueblo dos veces víctima.

Decidimos quedarnos por muchos motivos. El riesgo para nuestra integridad aumentaba, pero nos pedían que nos quedáramos; nos gusta nuestro trabajo, pensamos que nuestra tarea nos protege.

Mi Irak, por Simona Pari

Llegué al Irak ocupado en julio de 2003. Tenía que quedarme dos meses, pero decidí quedarme. En Bagdad nunca he deseado estar en otro lugar. Vivía en un país doblegado por 13 años de embargo, 30 años de guerra y un régimen. Irak era un país rico que luego cayó. Hace un año era un país agotado, con grandes problemas sociales y económicos; que no necesitaba intervenciones urgentes, sino desarrollo.

Después de la licenciatura en filosofía hice un curso de posgrado en cooperación internacional en Roma y había trabajado tres años para una ONG inglesa. Quizá no se tenga una visión clara de cuál es el trabajo de un agente humanitario. Se trata de gestionar recursos complejos y emprender intervenciones eficaces y sostenibles. Por eso, además de una pasión natural, se requieren competencias específicas. Mi sueldo era de unos 1.500 euros al mes y alojamiento. Ser creadora y realizadora de proyectos fue la salida natural de mis experiencias anteriores. Un largo recorrido con un hilo rojo que lo atraviesa. El deseo de contar, como periodista, me había llevado a Afganistán, Kosovo, Albania y Montenegro. Al mismo tiempo se había añadido un deseo de hacer algo. Desde un poco más dentro, sufriendo un poco más con los demás. Para contar tienes que sentir con, participar en lo que ocurre a tu alrededor. Cuando trabajas sobre el terreno y oyes cada día mil injusticias no puedes mantener la boca cerrada. Tienes que denunciar. La falta de interés por la vida de los demás es ignorancia, que se convierte en maldad, porque significa no estar interesados en la verdad. Es la negación del conocimiento y la afirmación de la ideología. Por mi formación, mis consideraciones siempre derivan de los hechos. Laicamente, siempre he intentado entender, y después tener y expresar mis propias opiniones. Esto también por lo que respecta a Irak: siempre he contado lo que veía y conocía. Sin ideologías.

Mi trabajo se basaba en los derechos humanos y en la implicación de la comunidad. La convención sobre el derecho del niño a la educación, el proyecto sobre las mujeres. En la decisión de nuestras intervenciones siempre han estado implicados los niños; los jefes religiosos y tribales; los padres, profesores y miembros de la comunidad. Eran los iraquíes quienes realizaban nuestras intervenciones con nuestra colaboración, pero por medio de sensibilidades culturales y códigos apropiados. No queríamos exportar o importar nada, sólo facilitar un proceso que nace desde abajo. En el verano de 2003 se sentía una energía fortísima entre la sociedad: nacían cientos de asociaciones, organizaciones, periódicos. Los acontecimientos del año siguiente los vivimos en nuestra piel: el deterioro de la situación y el vacío institucional crearon fuertes grietas. Ahora la sociedad civil es retenida como rehén por la barbarie de la guerra y del terrorismo, que han matado los derechos humanos y los violan a diario. Secuestros, coches bomba, violencias que golpean en primer lugar a los iraquíes, desarmados. Cada día es más duro.

Entre las tareas de las ONG está la de mejorar las condiciones de vida de la gente, implicar a las comunidades, enseñar a los analfabetos. Estas actuaciones pueden tener una función preventiva del terrorismo, que a menudo extrae su linfa de la miseria y la subcultura. No digo que sea la única respuesta. El del terrorismo es un problema complejo que hunde sus raíces en situaciones económicas, sociales y políticas. Yo, con mi trabajo, intentaba sacar un cubo de agua del mar del terrorismo.

A diario me enfrentaba a situaciones diferentes. Cada mañana preparábamos con el equipo iraquí la nota de prensa obtenida de la web de periódicos internacionales. Luego venían los encuentros con jefes de tribu y jeques. Iba a los colegios, a reunirme con asociaciones. Y teníamos que gestionar problemas logísticos como en todas las casas del mundo: desde el generador que se rompe hasta el fontanero. Cada día iba al mercado. En nuestra casa habíamos creado un espacio de belleza. Había un jardín para estar con los vecinos y un tobogán para Catherine, una niña de cuatro años, hija del vigilante. Catherine se presentaba todas las tardes, y para mí era una manera de hacer un descanso, después de un día en el que ni siquiera comía.

En más de un año, nunca he dejado de contar. He seguido colaborando con periódicos y radios. Muchas veces faltaban palabras para contar Irak. Lo que ha ocurrido y ocurre me paraliza. Cuando estás allí sufres, es algo que pasa dentro de ti.

Al llegar a Irak me puse a trabajar en un proyecto sobre los derechos de la mujer. En Irak existe una red de emisoras de al menos 60 asociaciones femeninas. Con ellas he visto el paso traumático hacia la restricción de sus libertades. Ahora es difícil salir sola, conducir un coche. Muchas se ponen el velo para protegerse. He apoyado sus protestas contra la aprobación de una ley del Consejo de Gobierno provisional que quería reformar el Código Civil y basarlo en la religión. Esta medida habría hecho retroceder a Irak, que en los derechos de la mujer tenía un código civil vanguardista para los países árabes. Los acontecimientos de Irak (y de Palestina) están creando fracturas definitivas. En Irak, una intervención unilateral ha violado reglas concretas, sancionadas por el derecho internacional.

Los derechos humanos se pueden violar de muchas formas sin tener que establecer una jerarquía: se trata siempre de una violación. Y por consiguiente, condeno el terrorismo, que para mí significa abuso de gente armada contra otros seres humanos desarmados; condeno los secuestros. Y condeno los bombardeos sobre civiles. Hemos vivido en nuestra propia piel el deterioro de la seguridad junto a los iraquíes. Cada día son secuestrados en Irak decenas de niños, mujeres, hombres. Hay centenares de muertos cada semana. Las primeras víctimas son ellos, los iraquíes. Observábamos a diario la situación a través de la coordinación de las ONG en Irak y nuestros contactos sobre el terreno. El asesinato de Enzo Baldoni marcó para nosotros la necesidad de hacer valoraciones aún más profundas. Enzo era un periodista y creía en nuestros valores. El hecho de que se hubiera convertido en un blanco nos planteaba, evidentemente, problemas de reflexión sobre nuestra presencia. Entonces iniciamos unas comprobaciones con nuestros contactos, institucionales o no, para comprender si nuestras actividades aún eran compatibles con la situación. Nuestros contactos habían demostrado en el pasado que podíamos confiar en su valoración del riesgo.

El secuestro, por S. Torretta

Con el asesinato de Enzo Baldoni sentimos un verdadero cambio. Empiezo a tener la sensación de que soy un blanco, precisamente por ser italiana. Cayó una granada en la casa que limita con la nuestra. Nos movíamos mucho y mantuvimos encuentros al más alto nivel. Cuando veo a los ulemas, veo que su percepción de nuestro trabajo es distinta de lo que creía. No tenían una percepción clara de quiénes éramos y qué hacíamos. No nosotros solos, sino las asociaciones humanitarias en general. Explicamos todo, salimos con la positiva petición de que siguiéramos en contacto. Al día siguiente, el secuestro.

Es la tarde del 7 de septiembre. Estoy en la oficina trabajando en la contabilidad. Voy hacia Hanan, una colaboradora, cuando oigo que lanza una exclamación de miedo. Veo a unos hombres armados entrar en la casa a cara descubierta. Apuntan contra nosotras, hacen gestos para indicar que salgamos. Me da tiempo a volver atrás, entrar en la habitación donde estaba Simona. De forma inconsciente, quería protegerla. No tuve tiempo, sólo pude decir: "Han llegado ellos". Ellos entran y nos sacan. Fuera hay uno de civil que controla las entradas y salidas. No sabría describirlo; ni a él, ni a ninguno. No eran los mismos que nos tuvieron secuestradas.

Intento comprender si son criminales dispuestos a matarnos enseguida o si hay margen para negociar. Al entrar al coche digo: "Salam" (paz), aunque me han ordenado que me calle. Es una forma de establecer una relación. Ellos contestan: "Salam".

Me siento responsable. Simona está junto a mí. Detrás, Mahnaz. Y Raad en el otro coche. Me pregunto por qué no hemos dejado el país, por qué esa tarde no hemos ido a hacer la compra. Luego pienso en mi padre, muerto hace un año. Le pido que nos proteja. Igual que se lo pido a Enzo Baldoni. El coche está lleno de armas. El hombre que está a mi lado aparta las granadas del suelo para que pueda apoyar los pies. Estoy muy asustada, mi vida ya no es mía. Alguien se ha arrogado el derecho a decidir por nosotras. Siento impotencia. Pero sabes que también depende de ti. Si te dicen que hagas algo, tienes que obedecer. Se trata de un secuestro.

Llegamos a un lugar. Nos meten en una habitación de mampostería, sin puertas ni ventanas, de cara a la pared. Desde entonces, y hasta la liberación, no volveré a ver a Mahnaz y Raad. Me doy cuenta de que sólo ha quedado Simona. Nos miramos. Son miradas perdidas que buscan una explicación. Nos vendan los ojos y nos tapan la boca con esparadrapo. Me atan las manos a la espalda. Es la anulación de mi naturaleza física.

Salimos de nuevo en coche hacia el que será el destino final, el único lugar de cautiverio. Hace calor, me cuesta respirar. No llegamos nunca y temo que nos estén llevando fuera de Irak, a Arabia Saudí. Que desapareceremos, que nos venderán. En cambio, llegamos a la base. Me desatan y noto una sensación de alivio. Empieza un interrogatorio. Me eligen porque saben que soy la responsable. Estoy sentada en una butaca. El que hace las preguntas está delante y tiene al lado a una intérprete.

El viaje me ha atontado. Estoy en un estado de gran resignación interior. Con gran dificultad, me pongo en la óptica de aceptar incluso una posible muerte. Pienso en mi madre, en mis hermanas, en el futuro que dejo. Considero injusto no poder gozar más de las bellezas de la vida, soy demasiado joven para irme y dejo algo sin terminar. Empieza, pues, el interrogatorio y le sigue una especie de fatalismo. Acompañado por un sentido de la responsabilidad por mí misma y por los demás secuestrados: mis respuestas pueden tener un peso determinante. Explico quiénes somos y qué hacemos, de qué lado nos hemos puesto en la guerra, cuántos recursos y energía hemos gastado por Irak. Intuyo que no tienen ni idea de quiénes somos y qué hacemos en Bagdad. Su objetivo era tener en sus manos a dos italianas. El primer interrogatorio fue muy violento. Hicieron preguntas concretas y querían respuestas concretas. Un sí o un no. Al final, uno me pone un cuchillo en el cuello diciendo: "Si no dices la verdad te matamos". Cuando acaba me siento agotada. No sé cuánto tiempo ha pasado. Me dicen que duerma. Se lo dicen también a Simona, y me doy cuenta de que ella también está en la habitación, pero no la puedo ver.

Duermo unas horas. Me despierto porque me duelen los ojos, las vendas empiezan a hacerme daño y el algodón que hay debajo se me ha metido en los ojos. No pido que me las quiten. No me atrevo ni siquiera a llamar a Simona.

El segundo día, el tono es más tranquilo. Me preguntan si tengo necesidad de ir al baño. Te aferras a cualquier cosa con la esperanza de encontrar un gesto amistoso. Advierto su intención de explicar el porqué del secuestro. Hablan de sus hermanos y hermanas encarcelados, de su deseo de liberarles. Han sufrido violaciones y perdido el concepto del límite entre el bien y el mal. Es gente destinada a morir por una u otra causa. Y esta determinación me da más miedo aún. El miedo a morir siempre ha estado presente, en todo momento, como una sombra oscura.

He excluido enseguida la pesadilla de que estuviéramos en manos de grupos de Al Zarqawi: en ese caso habrían podido decapitarnos. En el apartamento no hay muchas armas. Se preocupan de que esté limpio, de forma que no nos traumaticemos. O por lo menos ésa es mi hipótesis. Se presentan como religiosos salafíes, el grupo que se remonta al islam original. Son iraquíes. Y son religiosos; por tanto, no pueden hacer daño a las mujeres. Es lo que me repito para convencerme a mí misma.

Después de los primeros días nos quitan las vendas, nos dan vestidos y un velo. Nos llevan alimentos frescos. Se preocupan de no hacer gestos que vayan en contra de su moral. No nos tocan. Cuando entran en la habitación, sencillamente debemos bajar la mirada: sólo les veo los pies.

Simona y yo por fin podemos hablar. Llegamos a bromear. Es una forma de animarnos. La hago reír contándole que en cuanto me liberen quiero escribir un Manual del buen rehén. Subtítulo: Cómo sobrevivir en condiciones de restricción. Simona menciona la posibilidad de un secuestro largo, de años. Respondo que entonces debemos dar un giro a nuestro estado. Quizá nos casemos y fundemos una familia. Desdramatizar es sano; si la muerte llega mañana, al menos hemos pasado un momento de serenidad. En estas condiciones se aprecian las cosas sencillas, adquieren un valor altísimo: te dan un respiro, fuerza. Hay que mantener el control mental, no abandonarse a la desesperación. Tienes que luchar. Y luchamos con los medios de que disponemos: carácter y optimismo. Simona inventa historias extrañas. Yo sueño, lo que rara vez me pasa. Tuve tres veces el mismo sueño. Visito un mundo encantado, una ciudad que es Bagdad. Voy a descubrir un teatro griego, un templo romano que no están en ruinas, sino intactos. Inicio un viaje hacia atrás en el tiempo. Unas personas amables me hacen de guías. Probablemente necesito esas visiones para afrontar el despertar.

Las relaciones con los secuestradores mejoran poco a poco. Sobre todo con el jefe. Condena las acciones de cierto terrorismo que, afirma, está arruinando la imagen de la resistencia. Probablemente se incluye a sí mismo en la categoría de resistencia. No es que quiera saber nuestra opinión, son sólo monólogos. No conozco la finalidad de estas conversaciones, por lo que me cuido bien de estimularle o contestarle. En realidad, hay una pregunta que siempre estoy a punto de hacer: se refiere a la suerte de nuestros colaboradores iraquíes. Pero lo considero un riesgo demasiado grande para nosotras y también para ellos. El pensamiento de su suerte siempre me acompañó.

Debía de haber pasado una semana cuando subió de nuevo la tensión; un momento terrible, de un enorme riesgo. Vuelven las amenazas, nos dicen que nos van a matar. Creo que está relacionado con una situación que no conocemos, con una posible operación militar. Tememos que los estadounidenses puedan atacar la zona y que esto lleve a nuestra eliminación. Ya no habrá más amenazas. Una mañana nos dicen que nos vistamos porque nos tenemos que ir. Siento un aire de optimismo. Sí, me digo, es la liberación. Pero tengo una sensación ambivalente. Le había confiado a Simona que temía ese momento porque algo podía torcerse. Y además hay una dificultad psicológica: dejas un lugar maldito porque es tu prisión, pero ya te es familiar y allí te has construido algunas certezas. Veo poco porque llevo un velo. Me doy cuenta de la presencia de Mahnaz y Raad, y soy feliz. Nos tocamos, gestos de cercanía y solidaridad. En ese viaje nos regalan un libro en 12 tomos: la exégesis del Corán. Y nos piden perdón. Es un momento importante. Desde luego, en mi interior no les he perdonado: violentaron mi vida, me quitaron el derecho a la autodeterminación. Pero eso me pareció un acto de reparación: como si reconocieran el error cometido. Creo que lo que les convenció fue la enorme movilización por nuestra liberación. Me parece significativo que la gente desfilara no sólo en Italia, sino en Bagdad.

Bajamos del coche. Maurizio Scelli, comisario de la Cruz Roja, avanza hacia nosotros. Hay otras personas alrededor y un hombre con una cámara. Todavía no he visto esas imágenes, sólo fotografías. Me prometo que lo haré, con calma. Allí no me doy cuenta enseguida de que es el esperado momento de la liberación. Hay algo que no es de fiar, puede haber trampa. Y hay un hombre que no conozco con una pistola.

Scelli nos abraza, nos tranquiliza, pero nosotras aún estamos trastornadas. Subimos a un coche, luego bajamos y cogemos un taxi hacia el aeropuerto. Aún hay tensión; el camino, ya se sabe, es muy peligroso. Incluso dentro de la base estadounidense hay cierto nerviosismo, hasta que vemos a unos amables italianos que nos meten en el avión. Eso es, aquí realmente acaba la pesadilla. Intentamos en vano llamar a las familias. Pero hablo con Silvio Berlusconi. Le doy las gracias, igual que enseguida doy las gracias a todos los que se han desvivido por nosotros. Estamos volando. Scelli nos cuenta cómo ha conseguido que nos liberen. Muchos sostienen que se ha pagado un rescate: nunca hemos tenido sospechas o confirmación. Tengo muchas ganas de volver a abrazar a mi madre, Annamaria.

Mi pensamiento va a los otros rehenes. A Quatrocchi, a Baldoni. A todos los iraquíes que a diario son secuestrados y sufren una doble privación: la guerra y el secuestro. Me siento una superviviente. Con un viaje rapidísimo, llego a Italia con el mismo vestido y velo del cautiverio. Me cuesta quitarme esos elementos protectores. He necesitado tiempo para alejarme de esa condición y recobrar mi libertad. Porque libertad no significa sólo ser liberada físicamente, sino que es una conquista interior.

El secuestro, por S. Pari

Simona llega pálida, tensa. Me dice: "Han llegado ellos". Le pregunté: "¿Ellos, quiénes?". Ella dijo: "Simo, ellos". Evidentemente, había una imposibilidad lingüística para definirlos. Porque en ese momento, ellos sólo eran algo extraño y amenazador, desconocido. Había una gran discordancia entre el lugar, nuestra casa, y sus imágenes de hombres armados. Una violación íntima, porque toca algo de tu ámbito doméstico, hecho de experiencia, costumbres, calor. Entró un hombre a cara descubierta con un arma. Hablaba árabe, entendí que debía seguirle. Les pregunta el nombre a todos. Me cogen a mí, a Simona, a Raad y a Mahnaz. Lo primero que hice nada más subir al coche con Simona fue cogerle la mano. Ella me la estrechó con fuerza. Íbamos hacia lo desconocido, y nuestras manos eran el último asidero. Nos dijeron que mantuviéramos la cabeza agachada. Lo que me quedará siempre bajo la piel es el fortísimo olor a armas del coche. Un olor a muerte. Punzante.

Llegamos a una casa, nos vendan con esparadrapo. En esas condiciones sólo puedes confiar en los ruidos. Y cada ruido se convierte en algo terrible. Tuve miedo de perder a Simona y seguí buscándola no ya con la mirada, sino con los sentidos. No podía hablar; lo único que importaba era que estuviera, que existiese. Llegamos a la prisión. Nos mandan sentar. Siento la presencia de muchas personas. Oigo que interrogan a Simona. Le preguntan por los proyectos, por nuestro trabajo. Al final del interrogatorio dijo: "No hemos hecho nada malo, hemos ayudado a los iraquíes". Nos mandaron tumbar y nos dijeron que durmiéramos. Estaba en vela, daba vueltas, luego un sueño agitado.

A la mañana siguiente me llamaron, me llevaron a otra habitación y me interrogaron. Uno hacía preguntas, otro las traducía al inglés. Respondí sobre nuestros proyectos. Fue el interrogatorio más estructurado. Las otras veces no tenía forma. Hablaban de la violación de civiles, de sus mujeres y sus niños asesinados, de Abu Ghraib. Dije que siempre habíamos denunciado todas las violencias a las que se referían.

Nos llevaban mucha comida: carne, pollo, kebab. Después de algunos días nos dijeron que nos quitáramos la venda. Nos dieron los vestidos que llevábamos en el aeropuerto: los vestidos de nuestro cautiverio. Luego un velo, jabón, pasta de dientes. Siento alivio y por fin veo a Simona. Veo también mi celda: dos colchonetas y una ventana muy arriba. Cada vez que oíamos que llegaban, teníamos que bajar la mirada.

Los primeros días, terribles, estuvieron marcados por los interrogatorios. Respondía a las preguntas, orgullosa del trabajo que había hecho y en el que había creído. Tenía la fuerza de quien podía permitirse decir la verdad. Los días se transformaron luego en interminables minutos de angustia. Estaba en un precipicio y no tenía elección. Tenía que buscar una respuesta dentro de mí, recortarme un rincón de belleza. Nunca me pregunté: ¿por qué no estaría en otro lado? Estaba en Irak por propia elección, lo que siguió formaba parte de esa elección. Eso me dio fuerza para soportar lo que estaba viviendo. Y sin embargo, el miedo siempre estaba allí. Entonces pensé en el teatro, que siempre ha sido mi refugio. Me inventé historias con personajes fuertes que aceptan el destino, pero no sucumben. Pensaba en los lugares en los que me había sentido bien: Santarcangelo de Roma, Cisternino. Deseé papel y pluma para contar algo, dejar un pedazo de mí junto a esas historias. El miedo mayor era que nos separaran, no saber qué le ocurriría a Simona. El miedo era la puerta que se abría: cada vez podía ser portadora de cambios. En tu capullo carente de libertad que es la prisión intentas entender en cada signo si traerá un cambio. Esa habitación es un mundo ficticio donde estás sólo tú y no sabes nada. El que te alimenta podría ser tu verdugo, y ahí se esconde el gran chantaje: banalidad y brutalidad se confunden.

El secuestro viola los derechos humanos básicos, de la supervivencia a la libertad. Esto nunca me lo negué a mí misma, ni siquiera allí dentro. En todo caso, siempre he buscado una explicación a lo que me ha ocurrido. El secuestro es la confiscación de la vida de un individuo por parte de otro. Para sobrevivir a nuestro cautiverio nos recortaban pequeños momentos de libertad, como hablar entre nosotras de cosas absolutamente nuestras. Era como refugiarse en pequeñas grietas de la realidad, cálidas y envolventes. Simona y yo ya éramos amigas; durante el secuestro hemos aprendido a comunicarnos hasta con los silencios. La amistad nos ha salvado de las interminables horas de cautiverio, ahora es un antídoto y un bálsamo para el dolor. Es fuerza pura.

¿Qué es la falta de libertad? Es una sensación física de fragilidad, la imposibilidad de protegerte a ti misma a través de tus ideas, de un muro, una membrana. Estás completamente a merced de los acontecimientos. Podían matarnos nuestros carceleros o morir a consecuencia de una operación militar.

El tiempo lo marcaban las comidas. Desde el primer día me impuse una disciplina. Cada mañana, al despertar, debía recordar la fecha. Para no perder el sentido del tiempo, para no perderme definitivamente. Era una forma de anclarme a la realidad. En ese lugar, un segundo puede durar años, y un día, un segundo. Tenía presente que nuestro secuestro habría podido durar mucho. Pensé en los secuestros en Líbano en los años ochenta. Es más, un día, bromeando, le dije a Simona: "Torretta, si no nos matan prepárate: podríamos estar aquí incluso diez años". Ironizar entre nosotras era una forma de ahuyentar el miedo. El miedo era una sensación física. Por una parte, cuando estás allí ya no sientes tu cuerpo, ya no tiene forma. Intentaba anticipar en mi mente las sensaciones de una violencia que habría podido sufrir. Desde el primero al último día tuve miedo de morir.

En un momento llegó el cambio. Nos hicieron poner un abrigo, el que usan las mujeres para salir de casa, y el velo negro, los guantes. En el coche nos dijeron: "Perdonadnos si os hemos hecho esto, sentimos que tengáis que interrumpir vuestro trabajo aquí". En ese momento no podía creer en nada, no sabía lo que habría pasado. Estaba por primera vez al aire libre. Mi velo era mi única protección. Oí que me decían: "Quítatelo". Dudé. Esa membrana era mi último refugio.

Nada más subir al avión pregunté a Maurizio Scelli por mis padres, lo que me había preguntado durante 21 días. También le pregunté por los rehenes franceses, secuestrados poco antes que nosotras. En el aeropuerto, a pesar de que había centenares de personas, Simona y yo nos cogimos de la mano. Estábamos de nuevo, como siempre, ella y yo. Sonreímos porque estábamos libres. Probablemente nuestra alegría ha dado un vuelco, sin ser conscientes, al estereotipo de la víctima.

He sido yo misma, como siempre, también en los días siguientes. Quizá el hecho de que no hubiéramos cambiado se ha vivido como una traición. Nosotras, sencillamente, hemos retomado el flujo de nuestra vida y nuestras ideas, que habíamos dejado 21 días antes. Esto no significa que no sienta una profunda gratitud hacia todos los que se han empeñado en lograr nuestra liberación.

En pocas horas pasamos del aislamiento de la prisión a la exposición mediática. Desde que he sido liberada tengo cada vez más clara la importancia de contar, denunciar, como una forma de dar voz a quien no la tiene. Ahora que he experimentado esta violación en mi piel estoy cada vez más convencida de que el mundo no sólo está lleno de víctimas, sino que la mayor parte de ellas, además de vivir la falta de sus derechos fundamentales, como la libertad y a veces la vida, no tiene posibilidad de contar las violaciones que ha sufrido.

A menudo, Irak, en la percepción de la gente, es un lugar inmóvil, sin vida. Irak, en cambio, es muchas cosas. Contar la guerra es difícil. Las imágenes de la guerra corren el riesgo de resultar asépticas. Con nuestra historia, el espectáculo del "dolor de los otros" se ha transformado en el espectáculo del dolor de todos. Alguien me escribió: "Hasta que vuestra historia no me mostró que existen iraquíes que sufren, pensaba que Irak era un problema que había que eliminar. Quizá con una bomba que lo arrasara. Ahora he aprendido cuánto sufrimiento hay en una guerra".

Cada día convivo con estas contradicciones. Yo he sobrevivido. ¿Por qué? ¿Por qué han muerto tantos otros secuestrados? Es un alfiler que a veces se convierte en una losa. Quizá siento cierto sentido de culpa. Sigo haciéndome preguntas. Pero aún no he encontrado respuestas. No, no volveré a Irak en breve. Pero por lo menos no me quitéis el sueño de poder hacerlo un día. Quizá cuando Irak sea un país que haya recobrado la paz.

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