El cadáver jovial
Si hace unas semanas hablé aquí de la desastrada y casi abandonada tumba del legendario bandolero Dick Turpin, en la ciudad de York, quizá no esté de más hacerlo hoy de otra, cercana, de un contemporáneo suyo por quien he tenido siempre especial debilidad: no en balde pasé un par de años remotos -de 1975 a 1977, vivía entonces en Barcelona- traduciendo su gran obra, de unas ochocientas endiabladas páginas, La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy, más conocida por el nombre de su narrador a secas, y publicada por entregas entre 1760 y 1767. Su autor fue el inglés Laurence Sterne (aunque nació por azar en Irlanda), sin duda uno de los hombres más agudos, humorísticos y graciosos que se han dado en las letras. Y seguramente por eso no ha existido en la historia novela más cervantina que la mencionada. Por mucho que se empeñen en lo contrario nuestras autoridades políticas, académicas y literarias, y por mucho que Cervantes esté extraña y milagrosamente considerado como el escritor español por excelencia, la mayor parte de nuestra producción novelística posterior a él ha sido escrupulosamente anticervantina, es decir: realista, costumbrista (quienes hablan del Quijote como de una obra realista no deberían volver a abrir la boca interpretativa), sórdida, a menudo malcarada y zafia, casi siempre malhumorada, solemne y hasta tremenda. Sus herederos no están aquí -hoy, por Dios, menos que nunca-, sino sobre todo en Inglaterra, con Fielding y Sterne en primer lugar, luego con Dickens y Conan Doyle, y hasta con Chesterton.
La admiración de Sterne por Cervantes fue tan grande y confesa que a las puertas de la muerte, y al poco de haber comenzado un "romance" cómico que quedó sólo esbozado, manifestó su esperanza: "Cuando muera", dijo, "se pondrá mi nombre en la lista de esos héroes que, Cervantes a la cabeza, murieron haciendo bromas". No podía imaginar que su deseo se cumpliría incluso póstumamente, y que la broma proseguiría tras su fallecimiento, con las increíbles vicisitudes sufridas por su cadáver. Sterne vivía en Coxwold, una pequeña y apacible aldea a unas veinte millas de York, y se refugiaba en su grata casa, Shandy Hall, para escribir en paz una vez que la fama lo incitó a pasar temporadas en Londres y viajar por Francia e Italia. Sin embargo eligió morir en una decente posada londinense, y no en Coxwold, para no causar molestias ni preocupaciones "previas" a sus amistades. Así que en Londres fue enterrado, en un cementerio de Hanover Square. Pero en seguida corrió el rumor de que su cuerpo había sido robado por los llamados "resucitadores", es decir, ladrones y traficantes de cadáveres. Y pocos días más tarde, cuando el profesor de anatomía de la Universidad de Cambridge diseccionaba con entusiasmo un cuerpo, uno de los asistentes a la ceremonia, que había sido presentado a Sterne no mucho antes, destapó el rostro fiambre y, horrorizado al reconocerlo, se desmayó allí mismo. El profesor, al enterarse de cuán ilustre era la presa que había tenido bajo su escalpelo y su sierra, procuró que al menos se conservara el cuerpo y fuera devuelto a su intranquila tumba. De la calavera, en cambio, no se supo con certeza mucho hasta que, doscientos años después, en 1969, la benemérita y recién constituida Laurence Sterne Trust obtuvo permiso para cavar, y entre cinco cráneos por el terreno dispersos, logró identificar el del creador de Tristram Shandy: estaba serrado -señal de haber pasado por las manos de un anatomista- y su forma y dimensiones coincidían con las del busto de tamaño natural que el escultor Nollekens le había hecho en vida. Y, por fin juntos esqueleto y calavera, ambos fueron trasladados a Coxwold, su verdadero hogar, y enterrados de nuevo en la iglesia de St Michael, donde Sterne había soltado tantos sermones alegres, ingeniosos y excéntricos a lo largo de muchos años, para deleite y escándalo de sus feligreses.
Allí visité esa tumba este verano, al igual que la vecina Shandy Hall, encantadora casa con jardín, perfecta para escribir, que la Laurence Sterne Trust recuperó y rehabilitó hace años y convirtió en museo. En ella, shandianamente, varios ancianos -uno por estancia-, asaltan al visitante y, le guste a uno o no, le explican cuanto en cada una hay de explicable. En el despacho, recuerdo, no hubo forma de imaginar al escritor ante su escritorio, porque su silla la ocupó todo el rato el anciano perorador de turno, rico en disquisiciones y digresiones. Pero al fin y al cabo estas últimas fueron la divisa de Sterne: "I progress as I digress", escribió; o lo que es lo mismo: "Progreso con las digresiones", avanzo a través de ellas. Me entero hoy de que se está rodando una película basada en Tristram Shandy, algo en verdad sorprendente en un mundo que lo cuenta todo a toda prisa y sin entretenerse, sin duda para poder olvidar lo contado a toda prisa también. Eso no sería posible, en cambio -uno lo nota, y hasta lo respira-, en un lugar tan jovial y tan apacible y sin tiempo como la nostálgica Shandy Hall.
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