_
_
_
_
_

El suicida egoísta

Rosa Montero

Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), cada año se suicidan en el mundo cerca de un millón de personas. De hecho, el suicidio es la primera causa de muerte violenta. Hay más personas que fallecen por su propia voluntad que la suma total de todos los muertos provocados por los homicidios y las guerras, un dato espeluznante si tenemos en cuenta las carnicerías constantes que asolan el ensangrentado planeta en que vivimos. Además, por cada suicida que logra su objetivo hay una veintena de intentos infructuosos, con su secuela de heridas, envenenamientos y hospitalizaciones diversas. En España, en concreto, se quitan la vida 4.500 personas cada año, la mayoría hombres, aunque las mujeres son más numerosas a la hora de intentarlo, sólo que su habilidad letal, o tal vez su determinación, es inferior.

Habría que preguntarse qué lleva a una persona a ese gesto final e irrevocable, a esa transgresión monumental del poderoso mandato de la vida, del instinto esencial de supervivencia que llevamos impreso en lo más recóndito de cada una de nuestras células. Desde cierto punto de vista, el suicidio es el acto más humano que pensarse pueda, porque es el más locamente libre, más orgulloso y más prepotente. Es decir, es propio de la desfachatez, de la desmesura y de la ambición de nuestra especie. Cuánta voluntad de ser encierra el suicidio: el que se mata prefiere prescindir de su bien más preciado, que es la vida, porque no se contenta con cualquier vida. Hace falta tener la cabeza llena de expectativas y de sueños para actuar así. De hecho, el suicidio es muy poco común entre los animales aunque a veces se les adjudique erróneamente, como en los mal llamados suicidios de ballenas, que al parecer no son tales, sino accidentes causados por la pérdida del sentido de la orientación. Los perros sí se dejan morir voluntariamente: por pena, por abandono, por desesperación, por fallecimiento del dueño. Pero los perros, claro está, son casi humanos. Tras tantos milenios de estrecha convivencia, les hemos impregnado de lo que somos.

¿Y qué es lo que somos? Animales enfermos, desde luego. Porque, dejando aparte la eutanasia, es decir, aquellas muertes voluntariamente buscadas por los enfermos terminales, que me parecen actos de plena dignidad y sensatez, en la inmensa mayoría de los demás suicidios hay un componente morboso. En su libro Jano, Arthur Koestler sostiene que el ser humano es el único animal estructuralmente enfermo de la Tierra. Que nuestro antiguo cerebro reptiliano ha sido recubierto por el cerebro moderno con tal torpeza evolutiva que las relaciones entre ambos son contradictorias y conflictivas. Patológicamente disociados, esta malformación sería el origen de la crueldad, del sadismo, de todas esas manifestaciones nuestras tan perversas, comportamientos dañinos que apenas si se dan en el resto de los seres vivos. Y la pulsión suicida podría nacer de ese mismo desajuste, de ese desastre psíquico.

Muchos de los que buscan la muerte son enfermos oficiales, gente a la que se le ha diagnosticado una depresión, y ese acto final no sería sino una de las consecuencias de su dolencia. Algo en cierto modo fisiológico e inevitable. Pero el mapa mundial de los suicidios plantea una serie de turbadores interrogantes. Resulta que la tasa más alta de suicidios está en Europa del Este, mientras que las más bajas se dan en América Latina, en los países musulmanes y en algunos países asiáticos. Los países del Este arrastran una historia de decadencia, de desmoronamiento y desintegración social, de exacerbación individualista y sueños rotos, mientras que los países más bajos en la lista, aun siendo algunos muy pobres y problemáticos, pertenecen a un ámbito social mucho más colectivo, más basado en el apiñamiento familiar y en la horda afectiva, en donde las personas se relacionan más estrechamente unas con otras. Y ésta puede ser una de las claves principales del aumento de suicidios. Hace falta estar muy solo o ser fenomenalmente egoísta para quitarse la vida, porque el suicidio es la mayor brutalidad que uno puede cometer contra las personas que te quieren. Ensimismados, afectivamente mezquinos y egocéntricos, los suicidas en realidad están matando a los demás cuando se matan. Es una forma especialmente perversa de ejercer una violencia contra el otro. Algo debemos de estar haciendo muy mal para matarnos tanto, y el problema no parece ser la dureza de la vida, sino el endurecimiento fatal de los sentimientos.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_