Cuando salí de Cuba
Quería sacarnos, quien todos sabemos, del rincón de la historia cuando España y los españoles habíamos hecho nuestros deberes, establecido un sistema de libertades y entrado en la Unión Europea y en la Alianza Atlántica, y casi nos deja arrinconados a cambio de poner los pies encima de la mesa en Canadá y hacerse la foto de los tres tenores en la base militar de Lajes en Azores. Ahora, bajo la responsabilidad del Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero volvemos al núcleo duro de la UE, reforzamos nuestra cooperación con Francia y Alemania, nos aplicamos a una nueva política con Marruecos y abandonamos el camino de servidumbre sobre el que nos había advertido Friedrich Hayeck, convencidos de que hacer honor a nuestra alianza con EE UU para nada significa rendir nuestro propio juicio en el plano internacional.
Reparemos en el camino recorrido. Porque, según reflejaban las encuestas de Sofemasa para la asociación Diálogo entre 1985 y 1993 y las posteriores del Instituto de Cuestiones Internacionales y de Política Exterior y del Instituto Elcano de Estudios Internacionales y Estratégicos, el alineamiento de simpatías y antipatías de los españoles difería de manera sustancial del que se registraba en aquellos otros países de la UE para quienes los EE UU eran vistos como los liberadores del yugo nazi-fascista. Aquí el arrastre histórico era el de la lejana guerra hispano-norteamericana de 1898, con una derrota que supuso la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, y la referencia más cercana la de los acuerdos militares de 1953 que dieron a Franco -junto al Concordato con la Santa Sede de la misma fecha- el oxígeno que precisaba en un momento límite para perpetuarse en el poder, a cambio de unas bases aéreas y navales incluidas en el sistema de la guerra fría.
Pero, superadas las veleidades tercermundistas de Adolfo Suárez, siempre atento al movimiento de los No Alineados, y haciendo abstracción de aquella respuesta del secretario de Estado, el general Alexander Haig, cuando dijo del golpe del 23-F que se trataba de "una cuestión interna", con la llegada del socialista Felipe González al Gobierno se emprendió una política de sólida alianza con los EE UU, que erradicó cualquier antiamericanismo residual.
Desde entonces, según le explicaba en Madrid un buen amigo periodista al embajador Thomas Enders, aquí no hay pro-norteamericanos y anti-norteamericanos, todos somos pro. La única diferencia reside en que unos son pro-norteamericanos del Norte y otros, del Sur. Los primeros se sienten sin desdoro capaces de discrepar de la Administración de Washington, se comportan como si fueran neoyorquinos o bostonianos, mientras los segundos viven un pretendido patriotismo de frontera, alineados hasta la exaltación en cada momento con el último desatino del último asesor de la Casa Blanca, como si residieran en El Salvador.
Claro que España, como explicó Miguel Herrero, es, por su geografía y demografía, una potencia de grado medio, con intereses y responsabilidades regionales en el sur de Europa, pero a quien la historia, la lengua y la geoestrategia permiten influir en la política global, que es lo propio de una gran potencia. La cultura, insistía nuestro autor, permite, por lo tanto, trascender los límites que impone la naturaleza, y así ocurre en cuatro dimensiones clave de la política exterior española: la seguridad, la construcción europea, la cooperación y la proyección iberoamericana. En todo caso estamos alertados de que nuestras posibilidades internacionales sólo podrán traducirse en la práctica si responden a una integración política interior, que es excusado decir cómo fue dinamitada por el aznarismo.
En otra ocasión habrá que volver sobre la particular guerra de las banderas y de los embajadores del pasado desfile de la Fiesta Nacional, pero ahora se impone justificar el título de esta columna. Y es que en muy pocos lugares nuestro margen de acción internacional puede ser decisivo. Uno de ellos es Cuba, donde la posición española tiene capacidad de arrastre y siempre ha sido referente para la UE. Por eso, la cuestión a examinar es cómo ayudar mejor a la liberación de los presos del castrismo y favorecer más la transición hacia la democracia. Recordemos que Castro es mortal, que su régimen personal es improrrogable y que después vendrá inevitable la descas-trización a la que se sumarán muchos castristas como pasó aquí. Mientras, coordinémonos para ayudar sin abdicar de los principios, usemos la cabeza con inteligencia, renunciando al mero desahogo visceral de la embestida.
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