Una escritura vital y transgresora
La concesión del Premio Nobel de Literatura a la escritora austriaca Elfriede Jelinek no deja de ser una sorpresa porque su fama va unida a su capacidad de provocación. No acaba de casar la imagen de una provocadora con un premio tan elegante y bien educado. Sin embargo, Jelinek no es exactamente una provocadora, sino una escritora a la que podríamos calificar de enérgica en la defensa de sus ideas, radical, anticonvencional y bravamente feminista.
Aunque comenzó escribiendo poesía, su dedicación es múltiple: novela, teatro, guionista de cine y en todos los géneros ha dejado huella de su carácter guerrero. Tan duro es su lenguaje como las situaciones que plantea. La pianista, que pasó al cine con guión suyo, cuenta la historia de una profesora de piano camino de la madurez, solitaria, triste y sofocada por su madre, que llega a autolesionarse como única salida; la aparición de un joven estudiante establece un triángulo que acabará de mala manera a partir de un malentendido entre la profesora y su alumno. La atmósfera es realmente dura, la expresividad brutal, Jelinek no se corta un pelo a la hora de meter el cuchillo a sus personajes. Por otra parte, en el mundo teatral austriaco se la teme casi tanto como a Thomas Bernhard.
En el mundo teatral austriaco se la teme casi tanto como a Thomas Bernhard
En fin, que no parece el modelo ideal de escritora nobelable y, sin embargo, ahí está. Desde luego, la sociedad bienpensante la detesta cuando no la odia y además hay muchos críticos y autores que consideran su obra viciada por la ideología y por un lenguaje que no ahorra chocarrerías. Es el destino de los rompedores, a fin de cuentas.
Pero hay un aspecto que hace aún más interesante -y menos chocante- la concesión del premio y es que, a juzgar por las últimas elecciones (Wislawa Szymborska, Imre Kertész, V. S. Naipaul o el mismo J. M. Coetzee), estamos volviendo a lo que fue el principio rector del premio, a saber: el de ser un galardón destinado a distinguir a autores de calidad siempre notable, pero apenas o no suficientemente conocidos fuera de su país o de su área idiomática; es decir, se trataba de reconocer el conjunto de la obra de esos autores y de expandirla, de potenciar traducciones que la dieran a conocer en el mundo entero.
Si uno se fija en las quinielas que todos los años se hacen en torno al premio, ha de reconocer que la mayoría de las apuestas se dirigen a escritores muy conocidos y traducidos. En muchas ocasiones ha dado la sensación de que el Premio Nobel se premiaba a sí mismo adornándose con autores de relumbrón; en la mayoría de estos casos -hay que decirlo- se trataba de escritores de verdadero fuste; en otras, en cambio, había más oropel que fuste. En otros se decía que los motivos políticos actuaban como un cedazo si no como una componenda. Especulaciones, ciertamente, alimentadas por determinados gobiernos. Por tanto, el camino actual es buen camino en la medida que se aproxima al espíritu fundador. Y quizá sólo faltaba que los señores de ese jurado, a veces tan academicista, a veces tan desconcertante, a veces tan certero, premiasen a una provocadora que, sin embargo, no parece ser tan egocéntrica como para ser tachada además de exhibicionista. Baste con señalar el esfuerzo espléndido que hizo para sacar de la oscuridad y el olvido la obra de su compatriota Hans Lebert a partir de su impresionante La piel del lobo para entender que una cosa es lo que los franceses llaman épater le bourgeois y otra muy distinta confundirlo con la valentía literaria y la defensa activa de las convicciones personales. Enhorabuena venga, pues, este premio a descubrir y promover una escritura vital y transgresora. A ver qué pasa.
Babelia
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