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¿Un derecho al privilegio?

Naciones, nacionalidades, comunidades históricas o no tanto, regiones...: se ha abierto la subasta territorial de nuestra cosa pública y, de momento, los presidentes Maragall e Ibarretxe encabezan la puja. El lehendakari ya formuló su propuesta de cosoberanía "en virtud del respeto y actualización de nuestros derechos históricos". Hace poco remachaba que "los derechos históricos son la auténtica Constitución del pueblo vasco", algo que no tendría empacho en suscribir su colega catalán para el suyo. Real o más bien ficticia, la historia se vuelve para el nacionalista pieza básica de su pretendida diferencia nacional y, en último término, de sus ganas de soberanía política.

Al hablar de derechos históricos, no se piense en los que un país o un trozo de un país hubieran ostentado en algún momento del pasado y que ahora desean recuperar. De ésos el nacionalista puede desentenderse, para evitar así el reproche de que denotan orígenes oscuros o poco amoldables al patrón democrático. Lo que reclama a gritos es el reconocimiento de una facultad, más que de los modos particulares como se ejerció esa facultad. Su principal valedor teórico entre nosotros, un ilustre académico, ya dejó sentado que los derechos históricos remiten a una identidad política, no a un conjunto más o menos amplio de competencias. A su docto entender, la historia revela en ciertos casos la existencia de un cuerpo político singular e infungible, cuyo derecho al autogobierno se basa en "su derecho originario a ser, como tal sujeto político". Y como esta entidad "es anterior y exterior a la propia Constitución -sólo se ampara y respeta lo que antecede-, ni la Constitución los crea ni el poder constituyente podría suprimirlos".

Observen el milagroso ejercicio de enajenación. Frente a sus habitantes, que serán sus adjetivos, ocurre que una comunidad y hasta el espacio físico que ocupa se transmutan en sustantivos; es decir, se vuelven sujetos políticos a fuerza de prescindir de sus verdaderos sujetos y plegarlos a esas abstracciones. El resultado no es un ser mortal, una realidad civil a merced del paso del tiempo y de las cambiantes necesidades de sus miembros. Nada de eso; aquí se engendra una personalidad que trasciende a los individuos que la componen y a cualesquiera avatares institucionales que atraviese. Verbigracia, la Euskal Herria eterna. La portentosa naturaleza de sus facultades lo dice todo, puesto que tales derechos son ni más ni menos que "esenciales, originarios, absolutos, es decir, erga omnes y (...) extrapatrimoniales y, en consecuencia, irrenunciables, inembargables e imprescriptibles en tanto subsista el sujeto portador".

Antes de acercarnos a tan formidable sujeto ya se aprecia que esos suyos no son derechos meramente históricos, que nacen en un momento y podrían desaparecer en otro siguiente. Son derechos originarios y hasta habría que llamarlos con mayor exactitud suprahistóricos, porque la historia se limita a descubrirlos; el tiempo representa la ocasión para que el perenne derecho de un pueblo se manifieste. No se olvide que hablamos de ese pueblo vasco, según entona Ibarretxe, "que existirá dentro de 2.000 años". Se trata, en suma, de derechos naturales, y tan inmutables como éstos.

¿Y habría que respetarlos? Se respeta y ampara lo que antecede, faltaría más, pero sólo lo que -según criterios morales aceptables- es de justicia amparar y respetar. Si así no fuera, sería muy poco decir que aquellos derechos son preconstitucionales. Pues nada cuesta admitir que son anteriores a la Constitución de 1978, con tal de reconocer que sólo tienen validez moral y legal por haber sido recogidos en ella y mientras no contraríen sus valores nucleares. Lo grave es proclamar esos derechos en pugna con ella, superiores y hasta posteriores a ella y a cualesquiera otras que la sigan. ¿No serán entonces supraconstitucionales, puesto que ni siquiera están sometidos a los procedimientos de reforma a los que la norma máxima se atiene? Si las crónicas parlamentarias no engañan, ciertos constituyentes revestidos de profetas ya tronaron en su día que, "aunque la Constitución pasase, estas entidades históricas no pasarán"...

Aquella solemne redundancia (pues todo derecho nace y muere en la historia) carece de validez normativa para marcar nuestro quehacer político. No sólo selecciona a su antojo esa particular porción histórica que le interesa, con olvido de tantas otras de signo opuesto, sino que invoca la pura y acrítica legitimidad de la tradición. Por encima de cualquier otro criterio legitimador, dicta como válida para hoy alguna prerrogativa porque quizá se poseyó antaño. Así hace bueno lo que por lo general se impuso como producto de la fuerza, de la ignorancia, de la arbitrariedad o sencillamente de las condiciones de un tiempo pre y antidemocrático. Pero el caso es que el pasado no crea derechos ni tiene derecho alguno que enarbolar ante el presente. Los muertos no gobiernan sobre los vivos. Como estén mal fundados, ni los llamados derechos adquiridos son derechos legítimos ni hay precedentes que valgan.

Pero quedó en suspenso la cuestión de si subsistía el titular de tales derechos. Para resolverla, o profesamos la creencia en un ente colectivo supratemporal portador de derechos sempiternos o no reconocemos más sujetos reales que a los individuos del grupo. Y en este último supuesto, ¿acaso podrían constituir el mismo cuerpo político una pretérita sociedad de súbditos y la presente de ciudadanos? Pasemos del quién al qué de esos derechos, para ver al experto venir de nuevo en ayuda del nacionalista. Asumido el fabuloso ser político de su comunidad, no faltan quienes derivan de aquel ser "necesaria y lógicamente" un tener o, en otras palabras, "de la existencia de un cuerpo político, un autogobierno". Lástima que no exista paso necesario y lógico que vaya de lo uno a lo otro. Los sujetos actuales saben de sobra que -si alguna vez lo fueron- ya no conservan esa unicidad de pueblo y que, al contrario, forman una sociedad plural en cultura y adscripción política. Sólo el político local más rancio parece ignorar el derecho que aquí prevalece: no el incierto derecho histórico a la soberanía de aquel pueblo presunto, sino el indudable derecho democrático a la soberanía de sus ciudadanos.

Pues el problema crucial estriba en cómo compaginar derechos históricos y derechos constitucionales. Es decir, en cómo se aviene la particularidad, carácter colectivo y fundamento tradicional de los primeros con la universalidad, carácter individual y sustento ciudadano de los segundos. Antiguo o nuevo régimen, reacción o progreso: ésa es la alternativa. Conforme a sus premisas y efectos necesarios, no resulta fácil conciliar la desigualdad civil que suponen e instauran los unos con la igualdad que requieren y ordenan los otros. Mal se entiende entonces que sesudos convecinos prediquen, sin el menor rebozo, que en nuestro heterogéneo territorio los derechos históricos expresan una "asimetría política" que debe ser reconocida. Por qué algunas diferencias culturales exigen cuotas diversas de poder (político primero, económico después), por qué presuntas propiedades políticas en el pasado llegan a justificar innegables privilegios en el presente, etcétera, son preguntas que aún aguardan respuesta. Lo único patente es que historias que se pretenden dispares se empeñan en amparar derechos dispares o asimétricos, derechos a la asimetría.

¿A que adivinan la conclusión? Acudir a los "derechos históricos" guardaría sentido si se invocaran no ya por haber sido derechos en el pasado o por razones pasadas, sino tan sólo porque pueden hoy asimismo serlo. Es decir, en virtud de razones universalizables y mediante procedimientos democráticos. Condición necesaria y suficiente sería que esos derechos diferenciales fueran compatibles con los comunes del resto de la ciudadanía, no vaya a ser que el respeto de esos derechos a la diferencia conllevara el desprecio de la igualdad de derechos. Tal es la piedra de toque con la que estos residuos feudales suelen tropezar. Así que en un régimen democrático los "derechos asimétricos" denotan algo peor que un absurdo: consagran el atropello de otorgar más derechos que deberes a unos y más deberes que derechos a otros. Por ensanchar el fuero, se está dispuesto a cometer el máximo desafuero. A estas alturas de nuestra historia común, en definitiva, no hay derechos históricos a grados diversos de soberanía política. Antes aún de ser derechos contra un Estado, son pretensiones que quebrantan todo Estado de derecho.

Aurelio Arteta es catedrático de Filosofía Moral y Política de la Universidad del País Vasco.

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