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Columna
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Voluntad, divino tesoro

Las matemáticas son para septiembre. Sobre todo cuando se han suspendido, pero, claro, entonces se ponen a infectar las vacaciones poniéndolo todo perdido de números. Para muestra un botón. El 60% de los vascos asegura que no le importa ni poco ni mucho la política. Vamos, que la tienen como la última de las preocupaciones. Sin embargo, los vascos consideran a ETA como el problema más importante, es más un 71,4% la rechaza sin paliativos. ¿Cómo se come esto? Un analista desapasionado tendría que concluir que hay muchísimos vascos -la mayoría- que no creen que ETA sea un problema político, porque si creen que ETA es su principal problema y un problema de tal envergadura que les mueve a tomar activa de rechazo, pero lo tuvieran por un problema político, es decir, por algo que se puede resolver recurriendo a la política, se interesarían en ella un poco más. En la política, quiero decir. Y ahí está la madre del cordero. Mientras haya una inmensa mayoría que piense que el problema del terrorismo etarra es una cuestión que debe dirimir el Estado, ya sea desde Madrid ya desde Vitoria, el problema no se erradicará. Porque en el terrorismo hay una dimensión política, como repiten los nacionalistas, pero no la del contencioso, sino la del proyecto de sociedad totalitaria que practica y persigue y contra la que hay que luchar desde el ámbito político.

En efecto, al totalitarismo sólo se le puede derrotar ejercitando y defendiendo unas firmes convicciones democráticas, lo que pasa por desenmascarar aquellas que, aunque a primera vista no parezcan guardar relación alguna con el totalitarismo, sirven para nutrirle ideológicamente. Tomemos la muletilla de Ibarretxe de que será en última instancia la voluntad de los vascos y de las vascas la que tenga la última palabra. Bien, eso que no parece más que una cabezonada y un último recurso-pataleta ante la falta de argumentos para defender las propias posiciones, seguramente porque son indefendibles, ha empezado a escalar puestos a toda velocidad. El otro día era el portavoz parlamentario de EA, Rafael Larraina, el que le daba una vuelta de tuerca a la idea: "En democracia, el único límite admisible que existe es el de la voluntad de la ciudadanía". Y como si se tratara de una bendición del cielo, la fórmula fue recogida y repetida tal cual por Tasio Erkizia, el dinosaurio de todas las metamorfosis de HB: "Los límites de la voluntad popular los establece el propio pueblo y no la Constitución".

Y esa idea es radicalmente antidemocrática. Una sociedad democrática se constituye mediante un acto soberano único e inaugural que instaura una Constitución, que por eso se llama así. En ese acto concurren varias voluntades que interactúan en un proceso consensual que cristaliza en la Ley. A partir de ahí será la Ley y no la voluntad de los ciudadanos ni del pueblo ni de los vascos ni las vascas, la que marque los límites. Sólo la Ley puede evitar las derivas antidemocráticas de la sociedad o del Estado. Cosa muy distinta es que los ciudadanos de las sociedades democráticas, y sólo de ellas y en ellas, puedan participar en la gestión de las mismas ya sea a través del voto -a fin de controlar el uso que se hace del poder que delegó en el Estado- ya sea a través de los partidos políticos y movimientos cívicos, etcétera. Hay ahí también voluntad ciudadana pero recortada por los límites que le impone la Ley. Pero los nacionalistas juegan a confundir al ciudadano elevando su capacidad de sufragio a la categoría de voluntad omnipotente apoyándose para ello en la que ya ejerció una vez en un acto soberano que, por definición, sólo puede ser único. De este modo buscan que el ciudadano, obnubilado por la infinitud de sus derechos, ampare un nuevo proyecto constituyente minoritario y partidista. Nadie se opone a que el nacionalismo predique un proyecto como ése, pero que lo diga y sostenga sin tapujos y sin confundir ni abrir brechas antidemocráticas. Aquí y ahora no hay más voluntad que la expresada en las urnas. Ni otra ley que la Constitución.

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